Los hijos del Scarlatti (Infinity Drake 1)

John McNally

Fragmento

9788415630920-5

UNO

—Eso es exactamente lo que les pasó a Liz y Lionel cuando Kismet desapareció antes de entrar en la universidad...

La abuela de Finn, plantada en la puerta de Salidas, protestaba con grandes aspavientos.

—Pero ¡abuela! ¡Que ya está en el edificio! ¡Que llegará en cualquier momento!

Estaban esperando a que apareciera el tío Al, que debía hacerse cargo de Finn mientras la abuela se tomaba unas merecidas vacaciones. La mujer tenía que coger un avión a Oslo para embarcarse en un «crucero de calceta» por Escandinavia, junto con otro centenar de maduras entusiastas de las agujas de hacer punto.

Al había prometido presentarse en casa de la abuela la noche anterior.

Luego había prometido reunirse con ellos en el aero­puerto a primera hora.

Y en aquel mismo momento, por teléfono, había pro­metido encontrarse con ellos en la puerta de Salidas.

Pero Al... Bueno, Al era Al; con él nunca se podía estar seguro de nada. Y el remedio de la abuela para sobrellevar la angustia que su hijo le provocaba desde que era un recién nacido hasta ahora, treinta y dos años más tarde, consistía en verter al mundo un parloteo in­cesante e inquieto.

—...Kismet la mayor con tatuajes tuvieron que co­ger un avión hasta Kinshasa que les costó cinco mil libras la muy tonta había perdido el móvil aunque eso de no saber si estaba viva o muerta no te puedes imaginar lo que es para unos padres... Pero ¿dónde se habrá metido este hijo mío? Me dejaron a mí al cuidado de su gato que tenía los mismos problemas de vejiga que Tiger...

—Última llamada para la pasajera Violet Allenby, del vuelo ciento tres con destino a Oslo, diríjase inmediatamente a la puerta de embarque número quince —anunciaron por megafonía.

—...John tuvo el detalle de llevarme a Woking a ver a una veterinaria muy joven de Nueva Zelanda una chica encantadora que le mandó un tratamiento a base de comida enlatada y hierbas...

—¡Abuela, por favor!

—Bueno siempre puedo coger el próximo avión...

—¡Que nooo, abuela! —Finn, frustrado, daba vueltas en torno a ella.

—¡Infinity! —exclamó la abuela con firmeza—. ¡No pienso moverme de aquí!

(Infinity. «Infinito.» Todo lo que Finn sabía de su padre —todo lo que necesitaba saber— se hallaba en su nombre. ¿A quién se le ocurriría ponerle a su hijo el nombre de un concepto matemático? «Exactamente a la clase de hombre que te imaginas», habría dicho con nostalgia la madre de Finn, que aseguraba que fue lo máximo que pudo hacer para evitar que lo llamara E=mc2.)

—¡Al ya está aquí! ¡No va a pasarme nada!

—¡Pues yo no lo veo! Y con Al sólo hay una cosa segura: que no puedes dar nada por seguro. Ha dicho que está «en el edificio», pero eso podría significar cualquier cosa. Podría ser un edificio imaginario, un edificio en otro continente o en otro planeta...

—¡Abuela, tienes que subir al avión!

—Mi deber es cuidar de ti. Eres un niño...

—Soy casi un adolescente.

—...y si Al y tú os creéis que voy a dejarte aquí abandonado a tu suerte en un aeropuerto plagado de gérmenes, carros descontrolados y terroristas internacionales...

En aquel momento, por fortuna, el tío Al apareció por la esquina, con pinta de acabar de levantarse de la cama.

Metro ochenta de estatura y más flaco que el palo de una escoba, todo huesos, músculo y nervio, chaqueta de ante y pantalones de pana viejos, desgastados hasta casi la extinción, cabello oscuro, ojos más oscuros aún, gafas de diseño rotas y pegadas con cinta adhesiva, el brazo alzado en un saludo sorprendido, como si se los hubiera encontrado allí por pura casualidad.

—¡Alan! ¿Dónde demonios te habías metido?

—¿Cómo? Ah... Estaba haciendo una cosa... —Aquello le pareció explicación suficiente—. ¿Qué haces aquí todavía?

¡Guau!

Junto a Al, atado a una correa y muy contento, brin­caba un chucho de tamaño mediano (una especie de cruce entre un perro de aguas y un canguro hiperactivo, había pensado siempre Finn).

—¿Qué haces con Yoyó? ¡Aquí no pueden entrar perros!

—Lo he visto ahí fuera atado. ¡Estaba llorando!

Empezaban a llamar la atención de los encargados de seguridad del aeropuerto.

—¡Fantástico! Ahora van a detenernos a todos... —se quejó la abuela.

—Tenemos que meterla en el avión —le dijo Finn a Al.

Y al instante, Al la cogió en brazos como si fuera una niña pequeña, le dio un beso y volvió a dejarla en el suelo encarada en la dirección correcta.

—¡Por Dios bendito, que tengo sesenta y tres años!

Finn arrastraba su maleta de ruedas tras ella, y en­tre Al y él la hicieron pasar por la puerta de Salidas como si estuvieran pastoreando una oveja desobediente.

—¿Has hablado con la señora Jennings? Hemos que­dado en que llevará a Finn al colegio y lo recogerá por la tarde.

—La señora Jennings y yo hablamos constantemente —contestó Al.

—¡Vete ya, abuela!

—¡Me estás mintiendo! —protestó ella—. La comida está en el congelador con etiquetas...

—La comida está en el congelador; los cuchillos y tenedores, en los cajones; hay puertas y ventanas que permiten el acceso a la vivienda... —la interrumpió Al.

—¡Las llaves!

—...cuyas llaves guarda Finn en el bolsillo, un apéndice de tela que va cosido a los pantalones, a esta altura más o menos. ¡Venga, mamá! ¡Soy capaz de recalentar lasaña y mantener unos principios morales superiores durante una semana!

—¡Lo dudo muchísimo!

Un empleado de las líneas aéreas con la cara muy colorada empezó a apremiarla.

—¡Te quiero, abuela! ¡Pásatelo bien!

—Tú también, cariño, pero ten mucho cuidado. ¿Al? ¿Alan?

—Te prometo que no va a pasarle nada. ¡Vete!

Cuando finalmente la abuela desapareció tras el control de pasaportes, Finn cayó de rodillas aliviado, y Yoyó le lamió toda la cara.

Al lo miró con gesto sorprendido y preguntó:

—¿Ha dicho algo del colegio?

Quince minutos más tarde, la abuela ya estaba volando y Finn y Al salían disparados del aeropuerto de Heat­h­row. Cogieron la M25 en el coche de Al: un De Tomaso Mangusta de 1969, de color gris plata, el coche más extraordinario fabricado a mano en Italia, ruidoso y bajo, un cupé de diseño espectacular, con un motor V8 y una potencia de trescientos cinco caballos. A Yoyó le en­can­taba y siempre aullaba a bordo. Finn lo adoraba. Y la abuela lo consideraba una ridiculez y un ejemplo perfecto de la irresponsabilidad de Al en cuestiones econó­micas.

—Ya me he hartado de los trajes bonitos y no se me ocurre nada mejor en lo que gastarme el dinero —le decía Al.

Aunque Finn sabía que sólo era cierto en parte, porque más de una vez había encontrado cheques de su tío en el bolso de la abuela, y eran por cantidades astronómicas. Y es

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