Los 100 (Los 100 1)

Kass Morgan

Fragmento

Índice

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1. Clarke

Capítulo 2. Wells

Capítulo 3. Bellamy

Capítulo 4. Glass

Capítulo 5. Clarke

Capítulo 6. Wells

Capítulo 7. Bellamy

Capítulo 8. Glass

Capítulo 9. Clarke

Capítulo 10. Bellamy

Capítulo 11. Glass

Capítulo 12. Clarke

Capítulo 13. Wells

Capítulo 14. Bellamy

Capítulo 15. Clarke

Capítulo 16. Glass

Capítulo 17. Wells

Capítulo 18. Clarke

Capítulo 19. Bellamy

Capítulo 20. Glass

Capítulo 21. Clarke

Capítulo 22. Wells

Capítulo 23. Bellamy

Capítulo 24. Glass

Capítulo 25. Bellamy

Capítulo 26. Clarke

Capítulo 27. Wells

Capítulo 28. Glass

Capítulo 29. Bellamy

Capítulo 30. Clarke

Capítulo 31. Glass

Capítulo 32. Wells

Capítulo 33. Bellamy

Capítulo 34. Glass

Capítulo 35. Clarke

Capítulo 36. Wells

Agradecimientos

Créditos

Grupo Santillana

Dedicatoria

A mis padres y a mis abuelos, con amor y gratitud

CAPÍTULO 1. Clarke

CAPÍTULO 1
Clarke

Cuando la puerta se abrió despacio, Clarke supo que había llegado la hora de morir.

Se quedó mirando las botas del guardia y se preparó para que la atacara el terror, para que la inundara una ola de pánico brutal. En cambio, al incorporarse sobre un codo en la cama y notar cómo la camiseta se despegaba del colchón empapado de sudor, no sintió nada. Sólo alivio.

La habían trasladado a una celda individual como castigo por haber atacado a un guardia, pero Clarke no sabía lo que era la soledad. Las voces acechaban por todas partes. La llamaban desde cada rincón de la oscura celda. Llenaban los silencios entre los latidos de su corazón. Le gritaban desde los más profundos recovecos de la mente. No quería morir, pero si tenía que perder la vida para silenciar aquellas voces, estaba lista.

La habían confinado acusada de traición. La verdad, sin embargo, era mucho peor de lo que nadie podía imaginar. Y si por algún milagro salía absuelta del segundo juicio, ni aun así descansaría. Sus recuerdos eran más opresivos que las paredes de cualquier celda.

El guardia carraspeó y cambió de postura para cargar el peso del cuerpo sobre la otra pierna.

—Prisionera número 319, póngase de pie, por favor.

Era más joven de lo que ella esperaba y el uniforme parecía enorme en su escuálido cuerpo; hacía poco que lo habían reclutado.

Alimentarse a base de comida militar durante unos cuantos meses no bastaba para ahuyentar el fantasma de la malnutrición que asolaba las míseras naves secundarias, Walden y Arcadia.

Clarke inspiró profundamente y se levantó.

—Extienda las manos —ordenó el guardia sacándose unas esposas del bolsillo del uniforme azul.

El roce de la piel del muchacho le provocó un estremecimiento. Clarke llevaba meses sin ver a nadie, desde que la habían trasladado a la nueva celda, y, claro, sin tocar a ningún ser humano.

—¿Le aprietan demasiado? —preguntó el guardia. Aunque lo dijo en tono brusco, su voz contenía una nota de piedad que encogió el corazón de Clarke. Hacía tanto tiempo que nadie, salvo Thalia, su antigua compañera de celda y su única amiga en el mundo, se compadecía de ella.

Clarke negó con la cabeza.

—Siéntese en la cama. El doctor ya está en camino.

—¿Lo van a hacer aquí? —preguntó ella con voz ronca; las palabras le arañaban la garganta al salir.

La inminente llegada de un médico significaba que habían decidido prescindir del segundo juicio. Tampoco le extrañó. La ley de la Colonia dictaba que los condenados adultos fueran ejecutados en el acto; los menores, en cambio, eran confinados hasta que cumplían dieciocho años y luego se les concedía una última oportunidad de demostrar su inocencia. Últimamente, sin embargo, se ejecutaba a los jóvenes a las pocas horas del segundo juicio por crímenes de los que, hacía unos pocos años, habrían salido absueltos.

A pesar de todo, a Clarke le costaba creer que fueran a ejecutarla en la celda. Por morboso que sonara, esperaba con ilusión el paseo final hasta el hospital en el que había pasado infinidad de horas durante sus prácticas médicas —una última oportunidad de experimentar viejas sensaciones, aunque sólo fuera el olor a desinfectante y el zumbido del sistema de ventilación— antes de perder para siempre la capacidad de sentir.

El guardia habló sin mirarla a los ojos.

—Tiene que sentarse.

Clarke retrocedió unos pasos y se sentó bien derecha al borde del camastro. Aunque sabía que la soledad distorsiona la percepción del tiempo, no se podía creer que llevara seis meses allí encerrada, en completa soledad. El año que había pasado en compañía de Thalia y de su otra compañera de celda, Lise, una chica dura que sólo había sonreído una vez en todo ese tiempo, precisamente cuando los guardias se llevaron a Clarke, había durado una eternidad. Sin embargo, no cabía otra explicación. Seguro que hoy era su cumpleaños, y el único regalo que recibiría sería una inyección que le paralizaría los músculos hasta que su corazón dejara de latir. Después, lanzarían su cuerpo sin vida al espacio, como era costumbre en la Colonia, para que surcara la galaxia a la deriva por toda la eternidad.

Una figura cruzó el umbral; un hombre alto y enjuto que entró en la celda con brío. Tenía el pelo canoso, largo hasta los hombros y, aunque la melena le ocultaba en parte la insignia bordada en el cuello de la bata, a Clarke no le hacía falta

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