Umbra

Silvia Terrón

Fragmento

cap-1

Vera

Se hacía tarde, pero era difícil avanzar entre la multitud de la avenida a aquella hora. Los niños volvían a casa después de la escuela, y el tren vespertino que atravesaba los suburbios desde el lago acababa de llegar. Los pasajeros eran un mar de telas ásperas, de bolsas mal cerradas, con sus propias ondulaciones y corrientes subterráneas. Aquellos a los que alguien esperaba se dirigían a paso firme hacia las zonas designadas para facilitar el encuentro, dispuestas en estricto orden alfabético según el nombre del pasajero. En la misma oscuridad y el mismo silencio de siempre, el río de viajeros desembocaba en el mar de los que esperaban. Se acercaban con las manos abiertas a la altura de la cintura, listas para indicar su nombre en lenguaje táctil y reconocerse. Los dedos de los viejos y de los enamorados se volvían más ansiosos a cada intento fallido, a cada gesto negativo, imaginando que nadie había venido a buscarles o que su amor había pasado de largo.

De repente, en medio de la oscuridad se abrió paso un gusano de luz: eran las lámparas portátiles que alumbraban el camino de los viajeros de primera clase. Las pupilas dolían y tardaban unos segundos en acostumbrarse. Para entonces, apenas era ya posible entrever el ala de un sombrero o un pómulo en movimiento. La luz se estiraba y desaparecía con celeridad al atravesar el pórtico trasero, dejando paso a una oscuridad más densa por contraste, a pesar de ser cuarto creciente, cercano ya a la luna llena.

Vera iba de cuando en cuando a la estación a esa hora, aunque no esperase a nadie. Le gustaba rodearse de aquella incertidumbre, pensar en la distancia que traían los cuerpos pegada a la ropa. Buscaba un rincón junto a una columna del gran vestíbulo y se quedaba muy quieta, convertida en obstáculo ligero que los otros tenían que sortear. En la oscuridad tamizada por la luz metálica de la luna, su perfil era la lama de un cuchillo: fina, espigada, de dedos ágiles y nariz romana. A diferencia de sus congéneres, la mudez no había reducido su boca a un mero apéndice alimenticio. Cuando sus dedos se movían con rapidez en el antebrazo de alguien para comunicarse en lenguaje táctil, le gustaba puntuar las palabras con un arqueo o un fruncimiento de labios, aunque supiese que nadie podía adivinar ese matiz en lo oscuro. Había en ella un instinto que venía de muy atrás, de algún antepasado mediterráneo que hablaba tanto con los gestos como con la voz, dibujando objetos y lugares en el aire y dejando que fueran diluyéndose poco a poco a lo largo de la conversación.

En el fondo, Vera estaba cansada de acarrear consigo los mismos ojos y las mismas manos, que no le servían para nada cuando el deseo de reinventarse era más fuerte que ella misma. Volverse estorbo era su definición de la resistencia. Ponerlo todo en pausa. Estar allí inmóvil, en medio del barullo silencioso, sumida en la oscuridad, era una manera de reafirmarse en lo inútil, de poner sus sentidos atrofiados al servicio de algo. Nadie pregunta a la piedra plantada en medio del camino por qué está allí, aunque muchos la maldigan al tropezar. Quizá la piedra, como Vera, busca romper su soledad de maneras nuevas, aunque sean efímeras. Había en ello un germen de libertad. A diferencia del resto, ella no tenía nada que hacer en la estación. En una sociedad en la que había tan pocas ocasiones para escoger algo, pequeños gestos como aquél le hacían sentirse poderosa. No había venido para despedir a alguien. De hecho, no lo hizo cuando Marcel se fue de la ciudad, y tampoco lo haría para tomar el tren y reunirse con él. Siempre decía que desde que la humanidad se volvió muda había demasiadas restricciones como para dejarse guiar por barreras adicionales, más aún en esta parte del mundo sumida en la oscuridad. En lo que concernía a su vida más íntima —sus rutinas, sus gestos y sentimientos— las reglas las establecía o rompía a placer siguiendo una lógica propia, algo que Marcel había aceptado desde el principio. Eran como cuñas que calzaban una realidad que se había quedado coja, pero no para nivelarla, sino para volverla más inestable, a la manera de un zapato ortopédico con alza exagerada llevado por alguien que no lo necesita. Esta acción pasiva le servía como anzuelo. Podía influir en la vida de alguien, haciéndole variar ligeramente la trayectoria de sus pasos, pero si pasaba desapercibida no importaba: por unos minutos, había tendido una trampa y cobrado sus presas.

Cuando el flujo de viajeros remitió, reemprendió el paso. A su lado, una pareja joven caminaba abrazada arrastrando una maleta. Intuyó que era su primera visita a la capital. No pudo evitar sentir una punzada de envidia. Habría dado lo que fuese por revivir ese estado intermedio, tan breve, en el que todo parece por estrenar y es demasiado pronto para echar de menos lo que quedó atrás. Doce años antes Vera también había llegado a Ciudad Eclipse en el tren de la tarde, con el mismo andar provinciano de la región de las minas del norte. Entonces estaba acostumbrada a caminar con las manos extendidas hacia delante y a un costado para evitar posibles obstáculos e identificar puntos de referencia. En su tierra todo eran repechos y recodos, montaña y risco, de manera que hasta los días de luna llena la luz se desparramaba en las rocas sin llegar a iluminar, creando apenas un contraste anguloso en las sombras.

Vera desciende por la avenida Meridiana detrás de la pareja. Avanza a paso firme, pero no así ellos, que se detienen confundidos a los pocos pasos. Vera se les acerca e intercambian varias frases. Se entera de que la mujer viene a pasar el examen de logística para trabajar en la industria de alimentación, y que se quedarán en la ciudad para la ceremonia anual del Ruego al Sol. Es un examen difícil, más aún desde las últimas restricciones energéticas, y les ha costado encontrar billetes para el único tren diario, pero la joven lleva dos años preparándose y está confiada. Vera les hace saber que están andando en dirección contraria a su destino. Durante unos instantes, mientras les da indicaciones, revive la experiencia de su llegada. Lo primero que le chocó fueron los olores: una bofetada que era a la vez dulce, cítrica, mentolada y leñosa y cuyo origen se le escapaba. Se recordó mirando alrededor, intentando en vano afinar la vista, sintiéndose perdida por primera vez en aquella negrura matizada. Percibía volúmenes de cristal que crecían hacia lo alto cerniéndose sobre los transeúntes y cuerpos anónimos en movimiento. En su pueblo las paredes, los árboles y las piedras estaban siempre al alcance de la mano. Allí había recorrido con los dedos los mismos puntos de referencia, día tras día, hasta no necesitarlos. La sombra de cada vecino era un matiz reconocible, familiar. Por el contrario, comprendió pronto que la ciudad era un enjambre desconocido en el que había que tomar otros estímulos como guía. Los habitantes eran tantos y tal la distancia que no podían guiarse por lo físico. Aprendió que el olor a madera se asociaba con los bosques del norte, la lavanda con los campos ahora yermos que en el sur se extendían hasta el mar, los cítricos con el oeste, la dirección en la que se pondría el sol si la tierra volviera a rotar sobre su eje, y el aroma a café con el este, desde donde empezaba a iluminarse el día en otra era. Pequeñas tuberías a lo largo de las paredes hacían de difusor y marcaban los carriles en los que posicionarse al caminar para asegurar el fluir ciudad

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