Índice
Portadilla
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Notas
Créditos
Grupo Santillana
1
El 24 de mayo de 1863, domingo, mi tío, el profesor Lidenbrock, volvió precipitadamente a su pequeña casa situada en el número 19 de Königstrasse, una de las calles más antiguas del barrio viejo de Hamburgo.
Nuestra criada, Marthe, debió pensar que iba muy retrasada, porque la comida apenas había comenzado a hervir en el fogón de la cocina.
«Bueno —me dije—, si mi tío, que es el más impaciente de los hombres, tiene hambre, pondrá el grito en el cielo».
—¿Ya está aquí el señor Lidenbrock? —preguntó Marthe, estupefacta, entreabriendo la puerta del comedor.
—Sí, Marthe, pero la comida tiene derecho a no estar preparada, porque aún no son las dos. Acaba de sonar la media en Saint-Michel.
—Entonces, ¿por qué vuelve el señor Lidenbrock?
—Él nos lo dirá seguramente.
—¡Ahí está! Yo me escapo, señor Axel, hágale usted entrar en razón.
Y Marthe volvió a su laboratorio culinario.
Me quedé solo. Pero hacer entrar en razón al más irascible de los profesores era algo que mi carácter un poco indeciso no me permitía. Por eso, me disponía a volver prudentemente a mi cuartito del piso de arriba, cuando la puerta de la calle rechinó sobre sus goznes; unos enormes pies hicieron crujir la escalera de madera, y el dueño de la casa, cruzando el comedor, se precipitó inmediatamente en su gabinete de trabajo.
Durante este rápido recorrido había tirado en un rincón su bastón de cabeza de cascanueces, su amplio sombrero sobre la mesa y había lanzado a su sobrino estas sonoras palabras:
—¡Axel, sígueme!
No había tenido tiempo de moverme cuando el profesor me gritó con tono impaciente:
—Pero ¿todavía no estás aquí?
Me lancé hacia el gabinete de mi temible maestro.
Otto Lidenbrock no era un mal hombre, lo admito gustosamente; pero a menos que sucedan cambios improbables, siempre será un extravagante terrible.
Era profesor en el Johannaeum, y daba una clase de mineralogía, durante la cual, por regla general, se encolerizaba una o dos veces. No se preocupaba de tener alumnos asiduos a sus lecciones, ni del grado de atención que le otorgaban, ni del éxito que luego podían obtener; estos detalles apenas le inquietaban. Daba clase «subjetivamente», según una expresión de la filosofía alemana, para él y no para los demás. Era un sabio egoísta, un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando se quería sacar algo de él: en una palabra, un avaro.
En Alemania hay algunos profesores de este género.
Por desgracia, mi tío no gozaba de una extrema facilidad de palabra, al menos cuando hablaba en público, y ése es un defecto lamentable en un orador. En efecto, en sus demostraciones en el Johannaeum, a menudo el profesor se paraba en seco, luchaba contra una palabra recalcitrante que se negaba a salir de sus labios, una de esas palabras que se resisten, se hinchan y terminan por salir en la forma poco científica de un juramento. Y eso le enfurecía en grado sumo.
Y en mineralogía hay muchas denominaciones semigriegas, semilatinas, difíciles de pronunciar, muchos de esos rudos sustantivos que despellejarían los labios de un poeta. No quiero hablar mal de esta ciencia. Lejos de mí semejante idea. Pero cuando uno se encuentra en presencia de cristalizaciones romboédricas, de resinas retinasfálticas, de gelenitas, de fangasitas, de molibdatos de plomo, de tungstatos de manganeso y de titaniatos de circonio, hasta a la lengua más diestra le está permitido trabarse.
Así pues, en la ciudad se conocía este perdonable defecto de mi tío, del que se burlaban, y le esperaban en las coyunturas difíciles, lo cual le enfurecía y hacía que se rieran de él, cosa que no es de buen gusto, ni siquiera para alemanes. Y si siempre había gran afluencia de oyentes en las clases de Lidenbrock, ¡cuántos seguidores asiduos sólo lo eran para reírse con los accesos de cólera del profesor!
Sea como fuere, debo decir ante todo que mi tío era un verdadero sabio. Aunque a veces rompiese sus muestras por tratarlas con demasiada brusquedad, unía al genio del geólogo el ojo del mineralogista. Con su martillo, su punzón de acero, su aguja imantada, su soplete y su frasco de ácido nítrico, era un experto. Por la rotura, por el aspecto, por la dureza, por la fusibilidad, por el sonido, por el olor, por el gusto de un mineral cualquiera, lo clasificaba sin vacilar entre las seiscientas especies que actualmente cuenta la ciencia.
Por eso el nombre de Lidenbrock sonaba con honor en los institutos y asociaciones nacionales. Los señores Humphry Davy, de Humboldt, y los capitanes Franklin y Sabine no dejaron de visitarle a su paso por Hamburgo. Los señores Becquerel, Ebelmen, Brewster, Dumas, Milne-Edwards, Sainte-Claire-Deville, gustaban consultarle sobre las cuestiones más palpitantes de la química. Esta ciencia le debía bastantes hermosos descubrimientos y, en 1853, había aparecido en Leipzig un Tratado de cristalografía trascendente, por el profesor Otto Lidenbrock, gran infolio con ilustraciones, que sin embargo no cubrió los gastos.
Añádase a esto que mi tío era conservador del museo mineralógico del señor Struve, el embajador de Rusia: una mag