El motor de efluencia

N.K. Jemisin

Fragmento

Biografía

El hedor de Nueva Orleans surcaba el ambiente. Podía deberse al agua, que no tenía la decencia de quedarse en el río y se empozaba en cada calle..., o a las propias calles, que parecían estar pavimentadas con adoquines de excrementos cocidos. O quizá se debía a la gente que corría y daba empujones por sus estrechas avenidas trabajando, holgazaneando, maldiciendo, gritando y sudando, un ajetreo del que emanaba la pestilencia propia de los resentimientos enconados y quizá también de la resaca. Jessaline paseaba entre las columnatas de debajo de los balcones de Royal Street mientras trataba de convencerse a sí misma para no darse por vencida, dejar atrás aquel miasma y coger el próximo dirigible que saliese de la ciudad.

Fue entonces cuando alguien la empujó.

—Perdone, señorita —dijo una voz a su lado.

Jessaline se vio obligada a detenerse, porque el atractivo joven que le hablaba era blanco. El hombre le dedicó una sonrisa, lo que no le sorprendió, y se quitó el sombrero, lo que la dejó estupefacta.

—Monsieur —dijo Jessaline con un tono que esperaba que expresara la mezcla adecuada de cautela y resignación.

—Hace bueno, ¿verdad? —El hombre sonrió aún más, una sonrisa tan sincera que Jessaline fue incapaz de no devolvérsela—. Aunque debo admitir que aún tengo que acostumbrarme a este calor tan horroroso. ¿Usted cómo lo lleva?

—Bastante bien, monsieur —respondió mientras pensaba: «¿Qué es lo que quieres de mí?»—. Estoy aclimatada.

—Claro, sin duda. Una negra como usted se acostumbra pronto a este tipo de cosas. En mi caso, me temo que mis ancestros vienen de climas más fríos y nos adaptamos peor. —Hizo una pausa repentina y un gesto de aflicción le surcó la cara. Era rubicundo y pelirrojo, y estaba lleno de pecas. Tenía una piel tan pálida que casi parecía transparentarse en los lugares más descoloridos y dejar al descubierto en qué estaba pensando—. ¡Vaya! Mi hermana me lo advirtió. No es criolla, ¿verdad? Vale, sé que se toman muy mal que se refieran a ustedes usando ciertos... términos.

Jessaline se las vio y deseó para no soltar un «¿Acaso lo parezco?», pero la gente de la calle empezaba a mirarlos, así que dijo:

—No, monsieur. Y es evidente que usted tampoco es de por aquí, o de lo contrario no preguntaría algo así.

—Pues... sí. —El hombre parecía avergonzado—. Me ha pillado, señorita. Soy de Nueva York. ¿Tan obvio es?

Jessaline sonrió con cautela.

—Solo se le nota en su educación, monsieur.

Extendió la mano para ajustarse el sombrero y lo levantó un momento mientras soplaba una fría y necesaria brisa.

—¿Es usted, quizá...? —El hombre hizo una pausa y le miró la cabeza—. ¡Qué ven mis ojos! ¡Casi no tiene pelo!

—El suficiente para resguardarme de las corrientes durante los días fríos —respondió. Como esperaba, el hombre rio.

—Es usted encantadora, ne... señorita, querida. Me honra haberla conocido. —El hombre dio un paso atrás e hizo una reverencia completa y muy formal—. Me llamo Raymond Forstall.

—Jessaline Dumonde —dijo la mujer al tiempo que le ofrecía una mano con guante de encaje sin expectativa alguna de que el hombre se la estrechase. Se sorprendió al ver que lo hacía y que repetía la reverencia.

—Mis disculpas por mi ineptitud. Lo cierto es que no me topo con muchas personas de color a diario y debo decir... —Titubeó, echó un vistazo rápido alrededor y tuvo al menos la delicadeza de bajar la voz—. Debo decir que es usted preciosa, incluso sin pelo.

Jessaline no pudo evitar reír.

—Gracias, monsieur. —Inclinó la cabeza después de una pausa apropiada e incómoda—. Bueno, que tenga buen día.

—Que tenga buen día usted también —repuso con un tono de voz tan alegre que Jessaline esperó que nadie lo hubiese oído. Los habitantes de la ciudad eran muy suyos para los buenos modales, como cualquier sociedad tan pendiente de las diferencias de clase. Un caballero tenía muchas maneras de expresar su admiración por una señorita de color (les gens de couleur libres eran la viva prueba de ello), pero no debía hacerse en público.

Forstall se puso el sombrero, y Jessaline inclinó la cabeza para devolverle la despedida antes de marcharse. Notó otra brisa, que aprovechó para colocarse mejor el sombrero y volver a enfundar el estilete en su vaina oculta entre el estampado de su traje de seda.

Así eran las cosas, el cric-crac lo llamaban los escritores en el lugar de donde venía Jessaline. Todo el mundo necesitaba algo de alguien. La gloriosa Francia necesitaba dinero para recuperarse de las interminables guerras napoleónicas de las que nadie parecía quejarse. La advenediza Haití tenía mucho dinero gracias a los apacibles tonos dorados de sus campos de caña de azúcar, pero necesitaba armas, ya que todo el mundo parecía querer asfixiar al país recién nacido antes de que saliese de la cuna. Estados Unidos tenía armas, pero necesitaba azúcar, ya que sus fortunas dependían de comerciar con ella. Era el único país que quería comerciar con Haití, aunque Haití era un lugar de pesadilla para los estadounidenses: una nación de esclavos negros que había matado a sus esclavistas blancos. La sangre no amargaba el sabor del azúcar haitiano, por lo que todo el mundo conseguía lo que quería, un recorrido circular, un vals que acababa en algún que otro apuñalamiento muy de vez en cuando.

A Jessaline no le había costado nada llegar a Nueva Orleans. El viaje en dirigible desde el Caribe era muy barato, y eran tantos los viajeros que se trasladaban entre las islas nación y la gran ciudad portuaria estadounidense que casi no le había hecho falta ocultarse. Le había dicho al capitán que tenía un contrato, y el hombre la había dejado subir a bordo casi sin mirar los documentos (que en realidad eran falsos). Aseguró al resto de pasajeros que era la esposa de un hombre blanco y rico, y gracias a sus buenas ropas, su porte palaciego y su belleza (a pesar del color azabache de su piel), todo el mundo la creyó y se sorprendió o se ofendió al verla. Le había dicho a la autoridad portuaria del dique que era una esclava, de las buenas, leal e instruida, a la que le habían prometido la libertad si seguía esforzándose por servir bien. El hombre había sonreído al oírlo, como si le pareciera ridículo plantearse siquiera la posibilidad de que alguien liberase a una esclava tan valiosa. Pero al final también la había dejado pasar sin hacer más preguntas y sin cobrarle la tasa de desembarco.

Jessaline había pasado dos meses haciendo preguntas y rodeándose de la gente adecuada para conseguir una reunión con el estimado monsieur Norbert Rillieux. Los criollos de Nueva Orleans eran un grupo muy cerrado y quisquilloso, se habían visto obligados a serlo. Mantener la casta y los privilegios era la única manera de conservar la libertad en un lugar en el que todo el que tuviera la piel más oscura que un ligero bronceado acababa encadenado. P

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