La Tierra Larga (La Tierra Larga 1)

Terry Pratchett
Stephen Baxter

Fragmento

cap-1

1

En un claro de un bosque:

El canto de los pájaros despertó al soldado Percy. Hacía mucho que no oía cantar a los pájaros; los cañones se ocupaban de eso. Durante un rato se conformó con seguir tumbado donde estaba, disfrutando de la bendita calma.

Aun así, le preocupaba un poco, dentro de su aturdimiento, estar tendido sobre un lecho de hierba húmeda aunque fragante, en vez de en su saco de dormir. Ah, sí, hierba fragante; ¡el sitio donde estaba hacía un momento no destacaba por su fragancia! Cordita, aceite caliente, carne quemada y peste a humanidad sin lavar, a eso era a lo que estaba acostumbrado.

Se preguntó si estaría muerto. Al fin y al cabo, había sido un bombardeo espantoso.

Bueno, si estaba muerto no podía quejarse de ese cielo, después del infierno del ruido, los gritos y el barro. Y si no era el cielo, su sargento en cualquier momento le arrearía una patada, lo levantaría de un tirón, lo miraría de arriba abajo y lo mandaría a la cantina a tomarse una taza de té y un bollo. Pero no hubo sargento, ni otro sonido que no fuese el canto de los pájaros en los árboles.

Y entonces, mientras las luces del alba empezaban a teñir el cielo, se preguntó: «¿Cómo que árboles?».

¿Cuándo fue la última vez que vio un árbol que conservara, aunque fuese vagamente, su forma, por no hablar ya de todas sus hojas, un árbol que los obuses no hubieran reducido a astillas? Y aun así allí había árboles, montones de árboles, un bosque de árboles.

El soldado Percy era un joven práctico y metódico, y en consecuencia decidió, mientras durara ese sueño, no preocuparse por los árboles, que al fin y al cabo nunca habían intentado matarle. Se estiró y debió de adormilarse durante un rato, porque cuando volvió a abrir los ojos ya era pleno día y tenía sed.

Pleno día, pero ¿dónde? Bueno, Francia. Tenía que ser Francia. El obús que le había dejado inconsciente no podía haberle hecho volar muy lejos; aquello tenía que seguir siendo Francia, pero estaba en un bosque donde no debería haberlo. Además, faltaban los sonidos tradicionales de Francia, como el atronar de los cañones y los gritos de los hombres.

Era todo un enigma. Y Percy estaba muerto de sed.

De modo que lió sus preocupaciones en lo que quedaba de su viejo petate, rodeado de aquel silencio etéreo y poblado de pájaros, y estimó que la canción no iba desencaminada: ¿para qué servía preocuparse, en verdad?* Bien pensado, no valía la pena, no cuando uno acababa de ver evaporarse a sus compañeros como el rocío de la mañana.

Sin embargo, al levantarse sintió ese familiar dolor en la pierna izquierda que le llegaba hasta el hueso, el legado de una herida que no había bastado para enviarlo a casa pero que le había procurado un destino más clemente, junto a los chicos que se ocupaban del camuflaje, y una abollada caja de pinturas que llevaba en el macuto. ¡Si la pierna aún le dolía, aquello no era un sueño! Pero no estaba donde antes, de eso no cabía duda.

Mientras se abría paso entre los árboles en la dirección que parecía más despejada de árboles que las demás, no podía quitarse de la cabeza un pensamiento acerado y resplandeciente: «¿Por qué cantábamos? ¿Estábamos locos? ¿Qué demonios pensábamos que hacíamos? ¡Brazos y piernas por todos lados, hombres que de golpe se convertían en una llovizna de carne y hueso! ¡Y nosotros, cantando!».

«¡Hay que ser tonto de remate!»

Media hora más tarde el soldado Percy bajó por una pendiente que llevaba a un valle estrecho recorrido por un arroyo. El agua era un poco salobre, pero en ese momento hubiera bebido de un abrevadero de caballo, y con el caballo al lado.

Siguió el arroyo hasta que desaguó en un río, que tampoco era muy ancho todavía, pero el soldado Percy era un chico de campo y sabía que encontraría cangrejos cerca de la orilla. Y al cabo de media hora esos cangrejos se cocinaban que daba gusto verlos; ¡nunca los había pescado tan grandes! ¡Y tantos! ¡Y tan sabrosos! Comió hasta no poder más, girando sus capturas ensartadas en una ramita verde sobre el fuego que había encendido deprisa y corriendo, para después partirlas con las manos. Entonces pensó: «A lo mejor sí que estoy muerto y en el cielo. Y yo encantado, porque Dios sabe que he visto suficiente infierno».

Esa noche se acostó en un claro cercano al río, con su petate como almohada. Y cuando salieron las estrellas en el cielo, más brillantes de lo que las había visto nunca, Percy empezó a cantar «Pack Up Your Troubles In Your Old Kit Bag». No llegó a terminar la canción, y durmió el sueño de los justos.

Cuando el sol volvió a tocarle la cara, Percy despertó, refrescado, se incorporó… y se quedó paralizado, inmóvil como una estatua, bajo la tranquila mirada de una docena de tipos que lo observaban con atención.

¿Quiénes eran? ¿Qué eran? Tenían cierto aspecto de osos, pero no eran barbudos y cierto aspecto de monos, pero más gordos. Lo único que hacían era mirarlo plácidamente. No podían ser franceses, ¿verdad?

Probó de todas formas:

Parle bufan se?

Lo miraron inexpresivos.

Impulsado por el silencio y la sensación de que se esperaba algo más de él, Percy carraspeó y se arrancó con «Pack Up Your Troubles».

Los sujetos le escucharon embelesados hasta que terminó. Después se miraron entre ellos. Al cabo de un rato, como si hubiesen llegado a un acuerdo, uno de ellos se adelantó y repitió la canción para Percy, perfectamente entonada.

El soldado lo escuchó estupefacto.

Y un siglo más tarde:

La pradera era llana, verde y fértil, con grupos dispersos de robles. El cielo era azul, como mandaban los cánones. En el horizonte se divisaba un movimiento, como la sombra de una nube: una manada inmensa de animales en marcha.

Sonó una especie de suspiro, una bocanada. Un observador situado lo bastante cerca podría haber sentido un susurro de brisa en la piel.

Y había una mujer tumbada en la hierba.

Se llamaba Maria Valienté. Llevaba su jersey de angora rosa favorito. Solo tenía quince años, pero estaba embarazada, y el bebé ya llegaba. El dolor de las contracciones recorrió su cuerpo escuálido. Un momento antes estaba dudando si le daba más miedo el parto o la ira de la hermana Stephanie, que le había quitado su pulsera de monos, el único recuerdo de su madre que tenía, diciendo que era un abalorio pecaminoso.

Y, de repente, aquello. Un cielo abierto donde debería haber un techo de yeso manchado de nicotina. Hierba y árboles en vez de moqueta gastada. Nada encajaba. ¿Dónde estaba? ¿Aquello seguía siendo Madison, siquiera? ¿Cómo era posible que estuviese allí?

Sin embargo, eso no importaba. El dolor la recorrió de nuevo, y sintió que llegaba el bebé. No había nadie para ayudarla, ni siquiera la hermana Stephanie. Cerró los ojos, gritó y empujó.

El bebé cayó sobre la hierba. Maria sabía por lo menos que debía esperar a la placenta. Cuando acabó, había una masa viscosa y cálida entre sus piernas, y un bebé cubierto de una sustancia pegajosa y ensangrentada. La criatura, un niño, abrió los ojos y emitió un dé

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