La chica mecánica

Paolo Bacigalupi

Fragmento

1

—¡No! No quiero el mangostán. —Anderson Lake se inclina hacia delante y señala con el dedo—. Quiero eso de ahí. Kaw pollamai nee khap. Lo que tiene la piel rojiza recubierta de pelos verdes.

La campesina sonríe, dejando al descubierto unos dientes ennegrecidos por culpa de la nuez de areca, e indica una pirámide de frutas apilada a su espalda.

¿Un nee chai mai kha? —Correcto. Esos. Khap. —Anderson asiente con la cabeza y se obliga a sonreír—. ¿Cómo se llaman?

Ngaw. —La mujer pronuncia la palabra despacio en atención a los oídos extranjeros de Anderson, y le ofrece una pieza que él acepta con el ceño fruncido.

—¿Son nuevos?
Kha. —La mujer asiente para subrayar su afirmación. Anderson le da vueltas a la fruta que sostiene en la mano, estudiándola. Parece más bien una extravagante anémona de mar o un pez globo peludo que un fruto. Los ásperos filamentos verdes que sobresalen por toda su superficie le hacen cosquillas en la palma. La piel presenta el tono rojizo oxidado propio de la roya, pero al olisquearlo no percibe el tufo característico a fruta podrida. A pesar de su aspecto, parece en buen estado.

Ngaw —repite la campesina. A continuación, como si pudiera leerle el pensamiento, añade—: Nuevo. Sin roya.

Anderson asiente distraído. A su alrededor, el soi del mercado empieza a llenarse de vida con los compradores de Bangkok más madrugadores. El callejón está repleto de pestilentes montones de durios, y en los barreños chapotean peces con cabeza de serpiente y plaa de aletas rojas. Los toldos de polímero de aceite de palma se comban bajo los abrasadores embates del sol tropical y, con sus logotipos de navieras de clíperes y los retratos de la venerada Reina Niña, dan sombra al mercado. Un hombre se abre paso a empujones, sosteniendo en alto por las patas varias gallinas de cresta bermellón que aletean y cacarean ultrajadas de camino al matadero; las mujeres, vestidas con pha sin de colores vivos, regatean con los vendedores y sonríen mientras intentan rebajar el precio del arroz U-Tex pirateado y las nuevas variedades de tomates.

Anderson es ajeno a todo esto.
Ngaw —insiste la campesina, intentando establecer una conexión.

Los largos filamentos del fruto retan a Anderson para que adivine su origen mientras le hacen cosquillas en la palma de la mano. Otro éxito de la piratería genética tailandesa, igual que los tomates y las berenjenas y los pimientos que abundan en los puestos adyacentes. Es como si las profecías de la Biblia grahamita se estuvieran haciendo realidad. Como si el mismísimo san Francisco estuviera revolviéndose en su tumba, inquieto, preparándose para volver a pisar la tierra, cargado con el botín de las calorías perdidas de la historia.

«Y las trompetas anunciarán su llegada, y nos será devuelto el edén...»

Anderson vuelve a girar la extraña fruta peluda en su mano. No desprende el hedor propio de la cibiscosis. Ni rastro de pústulas de roya. Ningún graffiti del gorgojo pirata grabado en su piel. Aunque las flores, las hortalizas, los árboles y las frutas del mundo entero constituyen la geografía de la mente de Anderson Lake, sigue sin encontrar el letrero que podría ayudarle a identificar este fruto.

Ngaw. Un misterio.

Indica por señas que le gustaría probar la fruta y la campesina se la quita de las manos. Con el pulgar tostado rasga sin ninguna dificultad la corteza velluda y revela un corazón blanquecino. Translúcido y venoso, su parecido con las cebollitas en vinagre que acompañan a los vermuts en los clubes de investigación de Des Moines es asombroso.

La mujer se lo ofrece de nuevo. Anderson aspira con recelo y sus fosas nasales se inundan de una fragancia floral. Ngaw. No debería existir. Ayer no existía. Ayer, no había un solo puesto que vendiera esta fruta en todo Bangkok, y sin embargo ahora se amontonan en apretadas pirámides alrededor de esta mugrienta mujer acuclillada en el suelo bajo la sombra parcial de su lona. El mártir Phra Seub le guiña un ojo a Anderson desde el rutilante amuleto de oro que cuelga del cuello de la vendedora, un talismán frente a las plagas agrícolas de las fábricas de calorías.

Anderson desearía poder observar la fruta en su hábitat natural, colgando de un árbol o escondida tras las hojas de algún arbusto. Con algo más de información podría deducir el género y la familia, podría intuir algún eco del pasado genético que el reino de Tailandia se esfuerza por desenterrar, pero no dispone de más pistas. Se mete la viscosa pelota translúcida del ngaw en la boca.

Un puñetazo de sabor, preñado de azúcar y fecundidad. La pegajosa bomba floral le recubre la lengua. Es como si volviera a encontrarse en Iowa, en los campos de HiGro, donde un ingeniero agrónomo de Midwest Compact le ofreció su primer trocito de caramelo duro cuando él no era más que el hijo de un granjero, un crío descalzo entre los tallos de maíz. El impacto de una metralla de sabor, de auténtico sabor, tras toda una vida privado de él.

El sol cae a plomo. Los compradores se empujan y regatean, pero él permanece ajeno a todo. Con los ojos cerrados, deja que el ngaw ruede en su boca y paladea el pasado, saborea el momento en que esta fruta debió de haber florecido en todo su esplendor, antes de que la cibiscosis, el gorgojo pirata nipón, la roya y el hongo sarnoso asolaran los cultivos.

Bajo el calor aplastante del sol tropical, rodeado por los mugidos de los búfalos de agua y los chillidos de las gallinas sacrificadas, Anderson Lake es uno con el paraíso. Si creyera en las Escrituras grahamitas, caería de rodillas en ese mismo momento y daría gracias, extasiado por el sabor del regreso del edén.

Sonríe y escupe el carozo negro en su mano. Ha leído los diarios de viaje de botánicos y exploradores de tiempos históricos, hombres y mujeres que se adentraron en las mayores espesuras selváticas en pos de nuevas especies, pero ni todas sus hazañas juntas pueden compararse con esta simple fruta.

Aquellas personas esperaban descubrir algo nuevo. Él ha encontrado una resurrección.

La campesina sonríe de oreja a oreja, segura de su venta. —¿Ao gee kilo kha? —«¿Cuánto?»
—¿Son de confianza? —pregunta Anderson.

La mujer indica los certificados del Ministerio de Medio Ambiente que hay encima de los adoquines, junto a ella, y subraya las fechas de inspección con un dedo.

—Última variedad —asegura—. Primera calidad.

Anderson estudia los timbres relucientes. Lo más probable es que la vendedora haya sobornado a los camisas blancas para conseguir esos sellos en vez de pasar por el exhaustivo proceso de inspección que garantizaría la inmunidad a la roya de octava generación además de la resistencia a la cibiscosis 111.mt7 y mt8. El cínico que hay en su interior le asegura que no tiene importancia. Los intrincados tampones que relucen al sol son más un talismán que algo real; para hacer creer a la gente que está segura en este mundo cuajado de peligros. Lo cierto es que estos certificados no tendrán el menor valor si se produce otro brote de cibiscosis. Será una variedad nueva y los antiguos ensayos se habrán quedado obsoletos; la gente rezará a los amuletos de Phra Seub y a las imágenes del rey Rama XII, dejará ofrendas ante las columnas del altar de la ciudad y escupirá los pulmones a pedazos sin importar cuántos sellos del Ministerio de Medio Ambiente adornen sus comestibles.

Anderson guarda el hueso de ngaw en un bo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos