Piso 931

Sofía Guadarrama Collado

Fragmento

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Lo primero que vio al abrir los ojos fue, aunque de forma borrosa, el techo luminoso y el rostro inexpresivo de un androide que tenía una banda de zafiro negra donde debían estar los ojos, y que le rodeaba la cabeza hasta la nuca. El paciente —acostado en una cama y sin poder sentir su cuerpo— quiso hablar pero no pudo, una manguera en su garganta se lo impidió. Cerró los ojos.

La segunda vez que despertó sintió el cuerpo aletargado. Observó de forma más clara el techo sin lámparas y luego, a su derecha, el rostro de un androide que movía los labios como si hablara, y que él no pudo escuchar. Intentó decirle algo pero fue imposible. Quiso moverse y tampoco lo logró. Cerró los ojos.

La tercera vez que volvió en sí ya no sintió su cuerpo adormecido. Escuchó su respiración y supo que ese sonido no era común. Se percató de la presencia de una mascarilla de plástico transparente sobre su nariz y boca que —además de opacarse a cada exhalación— estaba adherida a su cabeza por medio de una liga. Cerró los ojos.

La cuarta vez que los abrió ya no tenía nada en la boca ni en la nariz. Seguía acostado, pero comenzaba a sentir su cuerpo y podía mover ligeramente los músculos, lo cual le provocó alivio. Vio el techo con atención, tratando de comprender dónde se encontraba. Un androide se acercó a su rostro, le iluminó los ojos con la luz que emanaba la banda de zafiro negra —la misma que al rodearle el cráneo le daba al androide una visión de trescientos sesenta grados. Las pupilas del paciente se dilataron, y en ese momento se escuchó la voz del androide con un tono que no parecía mecánico:

—Paciente estable. Temperatura: treinta y seis grados; ritmo cardiaco: ochenta latidos por minuto; frecuencia respiratoria: veinte respiraciones por minuto; presión arterial: ciento veinte sobre ochenta milímetros de mercurio.

El paciente cerró los ojos.

Cuando despertó se encontró completamente solo en la misma habitación. Le llamó la atención el silencio excesivo del lugar. Escuchaba su respiración tan ruidosa que por unos instantes le pareció molesta. Se preguntó por qué estaba en la cama de un hospital, si padecía alguna enfermedad muy severa o si había sufrido algún accidente. Intentó levantarse pero no pudo. Sus músculos seguían sin responder. Los androides —cuyos movimientos no generaban ruido— entraron en tres ocasiones para revisar su estado de salud.

—¿Qué me ocurrió? —le preguntó a uno de los androides, pero éste no respondió. En ese momento le estaba inyectando un sedante.

La sexta ocasión en que despertó no había ningún androide en la habitación. Se sentía mucho mejor. Contempló por un rato la blancura del techo luminoso y se preguntó de dónde salía la luz si no había lámparas. Era como si toda la habitación se alumbrara por sí misma. Por fin pudo mover el cuello. Primero lo giró a la izquierda y observó una pared vacía; luego a la derecha y se encontró con la misma imagen. Movió los hombros y después los brazos. De pronto pensó en sus piernas y sintió una urgencia por corroborar que no estaba paralítico o mutilado. Movió los pies hacia los lados y hacia el frente. Después levantó un poco las rodillas y liberó un suspiró.

“¿Por qué estoy aquí?”, se preguntó preocupado y en ese momento se abrió la puerta electrónica de la habitación y entró un androide. La cama se flexionó hasta quedar en forma de asiento. Justo en ese momento el paciente se dio cuenta de que estaba desnudo.

—Sus alimentos, señor —el androide le extendió una pequeña charola y levantó la tapa cromada.

—¿Alimentos? —el paciente vio una pastilla café, redonda y de diez centímetros de diámetro. La tomó, desconfiado, con el pulgar y el índice; la observó detenidamente, la giró para un lado y para otro y luego se la llevó a la nariz. El aroma era fascinante. Sin dejar de sentir desconfianza y estupor le dio un leve mordisco y, al degustar tan agradable sabor, la comenzó a masticar con una sonrisa infantil.

—¿Qué es esto? —preguntó con la boca llena—. Sabe… delicioso…

—Usted está ingiriendo doscientos gramos de proteínas, doscientos cincuenta gramos de carbohidratos, cuarenta y cuatro gramos de grasa, calcio, hierro, zinc, antioxidantes, magnesio y vitaminas A, B1, B2, C, D, E y K, con sabor a carne molida, pasta, jitomate, cebolla, sal, ajo, aceite de oliva, orégano, albahaca y pimienta negra. Si usted no reconoce visualmente alguno de los elementos mencionados puede solicitar que la pantalla le muestre imágenes.

—No es necesario —negó ligeramente con la cabeza y siguió comiendo—. Increíble… —dijo al terminar—. Ya no siento hambre…

—Esto se debe a que los alimentos que acaba de consumir fueron creados para satisfacer el hambre, eliminar el sobrepeso y el deterioro de la salud.

El paciente observó al androide con curiosidad. Su cuerpo y sus movimientos eran perfectos. De no ser por el lente de trescientos sesenta grados y su rostro inexpresivo, podría verse como un humano.

—¿Cómo te llamas?

—Yo no tengo nombre, señor —el androide se encontraba de pie, inmóvil, con la espalda recta, los brazos pegados al cuerpo y el rostro hacia el frente.

—¿Dónde estamos? —el paciente observó la habitación blanca y vacía.

—En el piso 931 del hospital ubicado en el edificio Huntington.

—¿Pero dónde? —el paciente intentó enderezar su espalda—. ¿En qué ciudad?

—No tengo respuesta a esa pregunta, señor —el androide dio media vuelta y salió de la habitación.

Segundos después apareció un hombre desnudo, joven, de cuerpo fornido, piel blanca, bronceada y rostro hermoso.

—Buenas tardes —dijo con una sonrisa tan genuina que parecía fingida.

El paciente no pudo responder. Estaba boquiabierto, tratando de comprender qué sucedía.

—Antes que nada permítame presentarme —dijo al detenerse a un lado de la cama—. Soy el doctor Emercrost. Y voy a…

El paciente lo interrumpió:

—¿Por qué está desnudo…? —frunció el ceño y se miró a sí mismo—. ¿Por qué estamos desnudos…?

—Usted lo dijo: «La ropa, cosméticos, joyas y cualquier tipo de bisutería generan tanto daño a la mente como las balas al cuerpo humano. Son un gasto innecesario. La vanidad lleva al egoísmo y la envidia, por consecuencia, al odio».

—¿De qué está hablando…?

El doctor Emercrost permaneció inmóvil por unos segundos. Su actitud se tornó seria.

—Temíamos que algo así ocurriría —suspiró, bajó la mirada y se llevó los dedos a las sienes.

—¿Qué? —el paciente arrugó las cejas y levantó los pómulos.

—Su memoria…

—Así es, mi memoria… —el paciente hizo una mueca y cerró los ojos con molestia—. Ése no es el… —suspiró—. El problema es que mientras usted está frente a mí, yo tengo que verle los genitales.

—Entiendo —hizo una pausa mirando hacia abajo—. Mis genitales —sonrió ligeramente.

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