Big Rip

Ricardo Romero

Fragmento

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En el momento de la Primera Crisis, según el índice de Objetos Lanzados al Espacio Exterior de la Oficina de Naciones Unidas para Asuntos del Espacio Exterior, había 4.921 satélites orbitando el planeta. De esa cantidad, más de la mitad estaba inactiva y el resto se dividía en satélites comunicacionales, meteorológicos, científicos, comerciales, militares, de observación y captura de imágenes de la Tierra, de navegación, de posicionamiento y de estudio del espacio exterior. El tamaño oscilaba entre un televisor de 14 pulgadas y el vagón de un subte. A eso había que sumarle unos 21.000 objetos de por lo menos 10 cm de diámetro, restos de antiguos satélites y cohetes, cuanto más chicos más veloces, que podían llegar a los 48.000 km por hora, algunos tan letales como una bala. Además de estos objetos, o incluyéndolos según el caso, también orbitaban la Tierra el guante del astronauta norteamericano Edward White, perdido en la misión Gemini 4 en 1965; el cepillo de dientes de Jim Lovell, perdido durante la misión Gemini 7 en el mismo año; una pelota de golf lanzada al espacio por el cosmonauta ruso Mijaíl Tiurin en 2006; la bolsa de herramientas de la astronauta Heidemarie Stefanyshyn-Piper, perdida en 2008, y las cenizas de Eugene Wesley Roddenberry, el creador de Star Trek, y veintitrés personas más lanzadas al espacio en el satélite español Minisat 01 en 1997. En total, alrededor de 7.600 toneladas de chatarra.

Para la Segunda Crisis, solo quedaban unos 900 satélites activos, y el resto había dejado de funcionar o había colisionado con algún otro de los objetos que pululaban en órbita, arrastrados por el efecto Kessler. Fue poco después de esta Segunda Crisis que la Estación Espacial Internacional colapsó. Su último tripulante, el italiano Giorgio Manganelli, que en sus 524 días en la estación había visto 8.384 amaneceres y atardeceres, lo que equivale a decir que había dado la vuelta al planeta esa misma cantidad de veces a una velocidad de 8 km por segundo o 28.800 km por hora, no solo era el hombre que más tiempo continuo había pasado en el espacio, sino el único que tuvo el privilegio de ver en vivo y en directo lo que en una de sus últimas transmisiones describió como “una pixelación con mucho ritmo, hipnótica, como si vieras y no pudieras dejar de ver nunca más a dos personas diestras pero algo obesas bailando un vals tirolés” (a estas alturas Manganelli mostraba claros signos de confundir precisión con dispersión). Azorado, flotando en la cabina mientras seguía a su pesar el ritmo varicoso del vals con el pie izquierdo, Manganelli hizo frente a las numerosas imágenes de lo que ocurría durante la Segunda Crisis en algunas de las principales ciudades del hemisferio norte del planeta, como Nueva York, Boston, Montreal, Londres, Manchester, Oslo, Ámsterdam, Berlín, París, Lyons, Barcelona, Bilbao y Zaragoza. Imágenes que, dijo en ese angustiante mensaje, le hicieron acordar a cuando cargaba los primeros juegos de computadora en su CZ Spectrum con una casetera convencional durante su infancia turinesa en la década del ochenta. Esos angustiantes minutos en que la pantalla del televisor se poblaba de explosiones de colores, relampagueos de interferencias, ruido blanco, el inevitable lado visible de las cosas invisibles, porque como astronauta y científico, aclaró sentencioso, él sabía muy bien que nada es invisible del todo, y que esa imposibilidad de la invisibilidad podía ser la prueba irrefutable de la existencia de Dios, o de su inexistencia, y que todo dependía del cristal con el que, por supuesto, se lo mirara. Y que si le preguntaban a él, a pesar de que venía de una familia de fervorosos comunistas ateos y héroes partisanos, tenía que reconocer que esa imposibilidad de la invisibilidad absoluta era la mejor prueba de que Dios efectivamente existía, pero que sabía esconderse muy bien, por la sencilla razón de que era muy feo. Todo eso refirió en esa, una de sus últimas transmisiones, y lo hizo en un italiano que en sus puntos más críticos se mezclaba con el piamontés cerrado de sus abuelos, por lo que los operadores rusos de la Roscosmos, desvelados en el Cosmódromo de Baikonur en Kazajistán, y los norteamericanos de la NASA, que digerían con dificultad el almuerzo en Columbia, no entendieron nada. Después de eso, Manganelli hizo varias transmisiones más, pero ya no había nadie para recibirlas. En ellas, llegó a grabar en más de quinientos idiomas y dialectos la misma frase: “De nada sirve escaparse de uno mismo”.

Para cuando ocurrieron la Tercera y la Cuarta Crisis, el número de satélites activos oscilaba entre los veinte y los treinta, la mayoría descentrados, en órbitas caprichosas, mandando miríadas de información inservible, de imágenes no ya de la Tierra o del espacio exterior sino de todo lo que los rodeaba, la danza de ese basural cósmico que, sí, se parecía a un vals tirolés. Mientras tanto, los pocos satélites que aún cumplían con su trabajo, enfocados al planeta, interfaceaban al borde del cortocircuito, incapaces de sostener las secuencias, de mapear y contener la información titilante y esquizoide que el mundo les hacía llegar, con las ciudades ya fuera de cualquier control desplegándose como hormigueros africanos que alguien, tal vez el dios de Manganelli, había pisoteado. De todos esos satélites, finalmente solo sobrevivieron tres, que gracias a sus especificidades técnicas fueron capaces de sintetizar sus algoritmos y reconcentrarse, resignificarse, reconvertirse.

Uno de ellos es el satélite indio Insat 7C-Aryabhata, de la empresa Sunny Direct de televisión satelital, que sigue temerariamente operativo y retransmite en loop los ciento treinta y cuatro capítulos, divididos en cuatro temporadas, de la telenovela turca Muhteşem Yüzyıl. Esta señal, a partir de la ausencia de otras transmisiones satelitales, ha sido captada por millones de televisores, teléfonos y computadoras de todo el mundo, de los que alrededor de un 20% todavía tiene espectadores que se han vuelto fieles seguidores de la historia de Solimán, sin que el hecho de que esté en su idioma original y sin subtítulos los amedrente.

Otro es el nanosatélite suizo-israelí Dido-15, del tamaño de una caja de pañuelos, que de los ochenta experimentos de microgravedad para los que fue diseñado, continúa realizando cuatro, de los que no ha podido obtener resultados precisos, dado que la gravedad cero ya no es lo que era antes, corrompida o tergiversada irreversiblemente por la energía oscura que está desgajando el universo.

El tercero es un satélite militar espía de nombre y origen desconocido que tiene las dimensiones de un lavarropa de tambor horizontal al que en la boca por la que debería entrar la ropa le han incrustado una antigua aspiradora American Sturtevant. Este satélite, a través de un enlace con un drone de última generación, recoge imágenes de una de las primeras ciudades del hemisferio sur en colapsar y las codifica como un nuevo mensaje de Arecibo. Las imágenes que sintetiza y retransmite hacia el espacio exterior, que a su vez son recibidas y retransmitidas por el único satélite ruso que todavía orbita alrededor de la Luna, no permiten, por sí solas, más allá de sus coordenadas específicas, discernir de qué ciudad se trata. El derrotero y las secuencias que el drone filma parecen girar, en su mayoría, en torno a un individuo de porte esmirriado, de un rubio ceniciento, que recorre la periferia. Se trata de un individuo a todas luces inestable, de gestos y movimientos que siempre quieren ser más de lo que son, y que no deja de estar atento

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