3001: Odisea final

Arthur C. Clarke

Fragmento

1

EL VAQUERO DE LOS COMETAS

El capitán Dimitri Chandler (V 21.04.2973/ 93.106/Marte/Acad. Espacial 3005), al que sus mejores amigos llamaban Dim, estaba irritado, y tenía motivos para ello. El mensaje de la Tierra había tardado seis horas en llegar al remolcador espacial Goliath, situado más allá de la órbita de Neptuno. De haber llegado diez minutos antes, habría podido contestar: «Lo lamento. Ahora no podemos irnos. Acabamos de desplegar la pantalla solar.»

La excusa habría sido perfectamente válida: envolver el núcleo de un cometa con una hoja de película reflectante de apenas unas moléculas de espesor, pero varios kilómetros de lado, no era la clase de trabajo que podía dejarse a medias.

De todos modos, sería una buena idea obedecer aquella ridícula solicitud: Iba en dirección contraria al Sol, aunque no era culpa suya. La tarea de coger hielo de los anillos de Saturno y enviarlo a Venus y Mercurio, donde hacía mucha falta, había empezado hacia el 2700, tres siglos antes. El capitán Chandler nunca había podido observar la menor diferencia real en las imágenes de «antes y después» que los conservacionistas solares no paraban de exhibir, con el fin de apoyar sus acusaciones de vandalismo estelar. Sin embargo, la opinión pública, aún sensible a los desastres ecológicos de los siglos anteriores, había opinado lo contrario, y la consigna «¡Dejad Saturno en paz!» había sido asumida por una mayoría abrumadora. Como resultado, Chandler ya no era un cuatrero de los anillos, sino un vaquero de los cometas.

Se encontraba a una fracción considerable de la distancia que lo separaba de Alfa Centauri, recogiendo rezagados del anillo de Kuiper. Había suficiente hielo para cubrir Mercurio y Venus de océanos de kilómetros de profundidad, pero pasarían siglos antes de que sus núcleos ígneos se apagaran tornándolos aptos para la vida. Los conservacionistas solares, por supuesto, seguían protestando contra esto, aunque habían perdido bastante entusiasmo. Los millones de muertos que había causado el huracán provocado por el asteroide del Pacífico en el año 2304 (no dejaba de ser irónico que un impacto terrestre hubiera ocasionado daños mucho menores) había recordado a todas las generaciones futuras que la raza humana se había jugado demasiadas cosas a una sola carta.

Bien, se dijo Chandler, pasarían cincuenta años antes de que aquel paquete llegara a su destino, de manera que un retraso de una semana no se notaría. En cualquier caso, todos los cálculos de rotación, centro de masa y vectores de impulsión tendrían que volver a calcularse, y deberían retransmitirlos a Marte para que efectuaran las comprobaciones pertinentes. Era una buena idea realizar las sumas con cuidado, antes de enviar miles de millones de toneladas de hielo en una órbita que las transportaría a escasa distancia de la Tierra.

Como había hecho tantas veces antes, el capitán Chandler desvió la mirada hacia la antigua fotografía que colgaba sobre su escritorio. En ella aparecía un barco de vapor de tres mástiles, empequeñecido por el iceberg que se cernía sobre él, del mismo modo que el Goliath estaba empequeñecido en aquel preciso momento.

Era increíble, pensaba a menudo, que sólo el período de una larga vida separara el abismo entre el primitivo Discovery y la nave del mismo nombre que había ido a Júpiter. ¿Qué habrían pensado aquellos exploradores del Antártico de dos mil años antes de la vista que se obtenía desde el puente?

Se habrían sentido muy desorientados, desde luego, porque la muralla de hielo junto a la cual flotaba el Goliath se extendía tanto hacia arriba como hacia abajo, hasta perderse de vista. Era un hielo de aspecto extraño, carente por completo de los blancos y azules inmaculados propios de los helados mares polares. Parecía sucio, y en realidad lo estaba, porque sólo el noventa por ciento era agua helada. El resto consistía en una mezcla de componentes carbónicos y sulfúricos, en su mayor parte sólo estables a temperaturas muy poco por encima del cero absoluto. Derretirlos podía producir sorpresas desagradables, como recordaba el famoso comentario de un astroquímico: «Los cometas tienen mal aliento.»

—El capitán a todo el personal —anunció Chandler—. Hay un leve cambio de programa. Nos han pedido que retrasemos las operaciones con el fin de investigar un objetivo captado por el radar de Vigilancia Espacial.

—¿Algún detalle? —preguntó alguien una vez que el coro de gruñidos que emitió el intercomunicador hubo enmudecido.

—Pocos, pero imagino que es otro proyecto del Comité del Milenio que han olvidado cancelar.

Más gruñidos. Todo el mundo estaba harto de los festejos que se estaban preparando para celebrar el final del tercer milenio. Cuando el 1 de enero del año 3001 pasó sin pena ni gloria y la raza humana pudo reanudar sus actividades normales, se produjo un suspiro general de alivio.

—De todos modos, lo más probable es que sea otra falsa alarma, como la última. Volveremos al trabajo lo antes posible. Capitán fuera.

Se trataba de la tercera búsqueda inútil en que participaba, pensó Chandler, hastiado. Pese a siglos de exploraciones, el sistema solar aún era capaz de provocar sorpresas, y se suponía que los de Vigilancia Espacial tenían buenas razones para hacer su solicitud. Sólo esperaba que algún idiota imaginativo no hubiera vuelto a ver el mítico Asteroide Dorado. Si existía (cosa que Chandler no creía ni por un momento), constituiría poco más que una curiosidad mineralógica. Su valor sería muy inferior al del hielo que estaba impulsando en dirección al Sol para llevar la vida a mundos estériles.

No obstante, era una posibilidad que se tomaba muy en serio. La raza humana ya había diseminado sus sondas robóticas en un ancho de cien años luz, y el Monolito de Tycho representaba un recordatorio suficiente de que civilizaciones mucho más antiguas se habían entregado a actividades similares. Era muy posible que existieran otros artilugios alienígenas en el sistema solar, o viajando a través de él. El capitán Chandler sospechaba que Vigilancia Espacial tenía algo similar en mente. De lo contrario, era improbable que hubieran enviado a un remolcador espacial de clase I tras una señal de radar no identificada.

Cinco horas después, el Goliath detectó el eco en el límite de su alcance. Aun teniendo en cuenta la distancia, parecía decepcionantemente pequeño. No obstante, como si aumentara de claridad y potencia, empezó a dar el perfil de un objeto metálico, de unos dos metros de largo. Estaba viajando en una órbita que lo alejaba del sistema solar, por lo cual era casi seguro, decidió Chandler, que se trataba de un fragmento de basura espacial, uno más entre la miríada que la humanidad había arrojado hacia las estrellas durante el último milenio, y que algún día tal vez proporcionase la única prueba de que la raza humana había existido.

Después, el capitán Chandler estuvo lo bastante cerca para inspeccionarlo visualmente, y comprendió, estupefac

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