Trilogía Fundación (edición ilustrada)

Isaac Asimov

Fragmento

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HARI SELDON: […] nacido el año 11988 de la Era Galáctica; fallecido en 12069. Es práctica común expresar las fechas en consonancia con la Era Fundacional en curso, por ejemplo, -79 con respecto al año 1 E. F. Criado en el seno de una familia de clase media en Helicon, en el sector de Arcturus (donde su padre, según una leyenda de dudosa veracidad, cultivaba tabaco en las centrales hidropónicas del planeta), pronto demostró poseer un talento asombroso para las matemáticas. Las anécdotas inspiradas en su habilidad son innumerables, y en algunos casos contradictorias. Se dice que cuando contaba dos años de edad […].

[…] Es indudable que sus principales aportaciones se produjeron en el ámbito de la psicohistoria. Cuando Seldon entró en contacto con la disciplina, esta era poco más que un montón de vagos axiomas; gracias a él se transformó en una rigurosa ciencia estadística […].

[…] Por lo que a los pormenores de su vida respecta, la mayor autoridad existente es la biografía escrita por Gaal Dornick, quien de joven conoció a Seldon dos años antes de que el genial matemático falleciera. La historia del encuentro […].

ENCICLOPEDIA GALÁCTICA[*]

Se llamaba Gaal Dornick y era un simple chico de campo que nunca antes había pisado Trantor. Literalmente hablando, al menos. Sí que lo había visto muchas veces en el hipervídeo, y de forma ocasional en los espectaculares noticiarios tridimensionales que cubrían alguna coronación imperial o la inauguración de un consejo galáctico. Que jamás hubiera salido del planeta Synnax, el cual orbitaba alrededor de una estrella en los confines del Cúmulo Azul, no quería decir que estuviera aislado de la civilización. Por aquel entonces, ningún rincón de la Galaxia lo estaba.

Era una época en la que la Galaxia contenía cerca de veinticinco millones de mundos habitados, y hasta el último de ellos debía lealtad al Imperio con sede en Trantor. Fue el último medio siglo del que se pudo afirmar algo así.

Para Gaal, este viaje constituía la cima indiscutible de su joven vida, consagrada a los estudios. Puesto que ya había estado antes en el espacio, la travesía era un mero desplazamiento entre dos puntos sin mayor importancia para él. Cierto es que sus anteriores excursiones se habían circunscrito al único satélite de Synnax, con el objetivo de recabar información sobre la mecánica de la deriva meteórica con la que documentar su disertación, pero quien surcaba el espacio una vez ya lo había visto todo, daba igual que se recorrieran quinientos mil kilómetros u otros tantos años luz.

Eso no impedía que anticipara con cierta ansiedad el salto a través del hiperespacio, un fenómeno que no se experimentaba en los viajes interplanetarios corrientes. «Saltar» todavía era, y probablemente seguiría siéndolo siempre, la única forma práctica de surcar las estrellas. La velocidad estándar de la luz limitaba cuán deprisa se podía recorrer el espacio (uno de los escasos hechos científicos que perduraban desde el remoto albor de la historia de la humanidad), lo que significaba que llegar siquiera al más próximo de los sistemas habitados requeriría años de travesía. En el hiperespacio, esa región inaprehensible que no era ni espacio ni tiempo, ni materia ni energía, ni algo ni nada, uno podía ir de un confín de la Galaxia a otro en el intervalo que mediaba entre dos instantes adyacentes.

Aunque Gaal había aguardado con aprensión el primero de dichos saltos, este resultó no ser más que un leve estremecimiento, una sacudida interna casi inapreciable que terminó antes de que pudiera cerciorarse de haberla sentido. Eso fue todo.

Después de aquello no quedaba sino la nave, gigantesca y resplandeciente, el frío fruto de los 12.000 años de avances tecnológicos del Imperio; y él, con su recién obtenido doctorado en Matemáticas y una invitación del gran Hari Seldon para acudir a Trantor y entrar a formar parte del ambicioso y no exento de misterio proyecto que llevaba su nombre.

Divisar por fin Trantor era lo que más ilusión le hacía a Gaal tras la decepción que había supuesto el salto. No salía de la sala de observación. Puesto que las persianas de acero estaban programadas para levantarse a intervalos regulares, él se las apañaba para encontrarse siempre presente en esas ocasiones a fin de admirar el despiadado fulgor de los astros, o para deleitarse con la espectacular evanescencia de un cúmulo estelar semejante a una gigantesca aglomeración de luciérnagas que alguien hubiera capturado en movimiento y petrificado para la posteridad. En cierta ocasión, el celeste vaporoso de una nebulosa de gas que distaba cinco años luz de la nave se extendió por la ventana como leche derramada a lo lejos, inundando la estancia con un tinte glacial antes de perderse de vista al cabo de dos horas, después de otro salto.

La primera impresión que daba el sol de Trantor era la de ser una mota blanca prácticamente perdida entre una miríada de puntitos iguales, reconocible tan solo gracias a las indicaciones del navegador de a bordo. Las estrellas se masificaban en el centro de la Galaxia. Pero cada nuevo salto hacía que esta brillara con más intensidad, eclipsando a las demás, diluyéndolas y difuminándolas.

Un oficial entró en la habitación y anunció:

—La sala de observación permanecerá cerrada durante el resto del trayecto. Nos disponemos a aterrizar.

Gaal había salido detrás de él, agarrado a la manga del uniforme que lucía el emblema de la nave espacial y el sol del Imperio.

—¿No podría quedarme? Me gustaría ver Trantor.

El oficial esbozó una sonrisa y Gaal se ruborizó, al tiempo que se le ocurría que debía de haber hablado con un inconfundible acento provinciano.

—Nos posaremos en Trantor por la mañana.

—Me refiero a que me gustaría verlo desde el espacio.

—Ah. Lo siento, muchacho. Tal cosa sería factible si esto fuera un yate espacial, pero hemos emprendido el descenso en espiral por la cara del sol. No olvides que la radiación podría abrasarte, cegarte y dejarte cubierto de cicatrices.

Gaal empezó a alejarse.

—Además —añadió el oficial a su espalda—, Trantor no sería nada más que un borrón gris, muchacho. ¿Por qué no contratas una visita espacial guiada cuando estemos en tierra? Son muy asequibles.

—Se lo agradezco —respondió Gaal, volviendo la vista atrás.

Sabía que la desilusión que lo embargaba era algo infantil, pero lo infantil es potestad de los adultos tanto como de los niños, y Gaal no podía evitar que se le hubiera formado un nudo en la garganta. Nunca había contemplado Trantor en todo su esplendor, al natural, y le costaba imaginar que la interminable espera aún tuviera que seguir prolongándose.

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