La Guerra Larga (La Tierra Larga 2)

Terry Pratchett
Stephen Baxter

Fragmento

cap-1

1

En un mundo alternativo, a dos millones de cruces de la Tierra:

Los cuidadores llamaban Mary a la troll, leyó Monica Jansson en el texto que desfilaba por la parte inferior del vídeo. Nadie sabía cómo se llamaba a sí misma. Dos cuidadores varones, uno de los cuales llevaba una especie de traje espacial, se colocaron delante de Mary, que se acurrucó en una esquina de lo que parecía un sofisticado laboratorio —si es posible que una bestia con la constitución de un muro de ladrillo cubierto de pelaje negro se acurruque— y estrechó a su cría contra su poderoso pecho. El cachorro, que era a su vez un mazacote de músculo, iba vestido con su propio traje espacial plateado y llevaba pegados al cráneo unos sensores de los que colgaban varios cables.

«Devuélvenoslo, Mary —se oyó decir a uno de los hombres—. Venga, va. Llevamos mucho tiempo planeando este experimento. George, aquí presente, se lo llevará a la Brecha con su traje espacial. Luego flotará en el vacío durante una hora, más o menos, y volverá sano y salvo. Seguro que se lo pasará bien.»

El otro hombre guardó un silencio ominoso. El que había hablado se acercó a Mary, despacio.

«Como sigas así, te quedarás sin helado.»

Mary hizo unos gestos, unos signos, con sus manos grandes y muy humanas. Rápidos y difíciles de seguir, pero contundentes.

El vídeo, reproducido una y otra vez, había dado pábulo a muchas conjeturas en la red sobre por qué Mary no había cruzado a otro mundo en aquel momento. Lo más probable era que la tuviesen retenida bajo tierra: no podía cruzarse a un sótano, o desde él, si al otro lado había roca sólida. Además, Jansson, que era una teniente jubilada del Departamento de Policía de Madison, sabía que había muchas maneras de impedir que un troll cruzase, si se podía echar mano al animal.

También se debatía mucho sobre los objetivos de esos hombres. Estaban en un mundo contiguo a la Brecha, a un cruce de distancia del vacío, del espacio, de un agujero que ocupaba el sitio que correspondería a la Tierra. Estaban organizando un programa espacial, y querían comprobar si la mano de obra troll, que se había demostrado sumamente útil en toda la Tierra Larga, podía explotarse en la Brecha. Como no era de extrañar, los trolls adultos se mostraban muy reacios a cruzar a ese vacío ingrávido, de modo que los investigadores de GapSpace intentaban habituarlos desde jóvenes. Como a esa cría.

«Esto es una pérdida de tiempo —dijo el segundo hombre, que sacó una vara de metal, un aturdidor. Avanzó con el palo apuntando al pecho de Mary—. Va siendo hora de decirle buenas noches a mamá…»

La troll adulta le arrebató la vara, la partió en dos y le clavó la afilada punta rota en el ojo derecho.

Cada vez que se veía, resultaba espeluznante.

El hombre retrocedió dando gritos y goteando sangre, de un rojo muy intenso. El primer investigador tiró de él hacia atrás, hasta sacarlo de plano.

«¡Dios mío! ¡Dios mío!»

Mary, con su cría en brazos y el pelaje salpicado de sangre humana, repitió los gestos que había hecho, una y otra vez.

A partir de ese punto, los acontecimientos se sucedieron con rapidez. Aquellos cadetes espaciales habían intentado liquidar a la madre troll, de inmediato. Habían llegado a encañonarla, pero les había parado los pies un hombre más mayor, más digno, que a Jansson le pareció un astronauta jubilado.

Y la represalia había quedado aplazada, a causa de la atención que había atraído el caso.

Desde que se había filtrado, la grabación de los sucesos acaecidos en aquel laboratorio había levantado una gran polvareda en externet y había desencadenado una avalancha de denuncias similares. Al parecer, la crueldad contra los animales, y en especial contra los trolls, era un problema galopante en la Tierra Larga. Internet y externet estaban repletos de debates encendidos entre quienes creían en el derecho de la humanidad a hacer lo que le placiese con los habitantes de la Tierra Larga, entre otras cosas sacrificarlos cuando conviniera —para lo que algunos apelaban al dominio bíblico dado al hombre sobre los peces, las aves, las bestias y todo animal que repte sobre la Tierra—, y quienes deseaban que la humanidad no tuviera que llevar consigo todos y cada uno de sus defectos a los nuevos mundos. Aquel incidente de la Brecha, precisamente por haberse producido en el corazón de un incipiente programa espacial, una expresión de las aspiraciones más elevadas de la humanidad —y a pesar de que, a ojos de Jansson, revelaba una especie de insensibilidad, más que crueldad pura y dura—, se había convertido en un caso simbólico. Una minoría ruidosa reclamaba al gobierno federal de la Tierra Datum que hiciera algo al respecto.

Otros se preguntaban qué pensaban los trolls de todo aquello, porque ellos también tenían maneras de comunicarse.

Monica Jansson, mientras veía el vídeo en su piso de Madison Oeste 5, intentó leer los signos que hacía Mary con las manos. Sabía que la lengua que enseñaban a los trolls en los centros experimentales como aquel se basaba en un lenguaje humano, la lengua de signos estadounidense. Jansson había tenido cierto contacto con los lenguajes de señas en el transcurso de su carrera policial; no era ninguna experta, pero podía entender lo que decía la troll, como seguramente podían hacer millones de personas de toda la Tierra Larga, dondequiera que se accediese a ese vídeo.

«No quiero.»

«No quiero.»

«No quiero.»

No era un animal estúpido. Era una madre que intentaba proteger a su hijo.

«No te metas —se dijo Jansson—. Estás jubilada y enferma. Tus días de cruzada quedaron atrás.»

Por supuesto, no había elección. Apagó el monitor, se echó a la boca otra pastilla y empezó a hacer llamadas.

Y en un mundo casi tan lejano como la Brecha:

Una criatura que no era del todo humana estaba frente a frente con otra que no era del todo canina.

La gente llamaba kobolds a los congéneres de tipo humanoide, un término más o menos impreciso. Era un antiguo nombre germánico que designaba a un espíritu de las minas. Ese kobold en concreto, que tenía una peculiar adicción a la música humana —sobre todo al rock de la década de 1960—, no se había acercado a una mina en su vida.

La gente llamaba «beagles» a las criaturas de aspecto perruno, con la misma imprecisión. No eran beagles ni se parecían a nada que hubiera visto Darwin desde el Beagle más famoso de todos.

Ni al kobold ni al beagle les preocupaba el nombre que les pusieran los humanos, pero sí les preocupaban los humanos. O mejor dicho, los despreciaban, pese a que el kobold también sintiera una fascinación irrefrenable por ellos y su cultura.

—Los trollen enfadados, en todas p-ppartes —dijo el kobold con voz sibilante.

—Bien —gruñó la beagle. Era una perra. Llevaba una sortija dorada con incrustaciones de zafiro colgada de un cordel de cuero alrededor del cuello—. Bien. Olor-rr de crímenes de los entrepiernas apestosas atufa mundo.

El habla del kobold casi era como la de los humanos. La beagle mezclaba gruñidos, gestos, posturas y arañazos en el suelo. Aun así, se entendían mutuamente empleando una lengua cuasihumana a modo de idioma común.

También tenían una causa común.

—Devolver

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