Un mal necesario (Tríptico de Asclepia 3)

Ian Tregillis

Fragmento

PRÓLOGO

Tiene cinco años cuando el granjero pobre la vende al doctor loco.

Es otoño, húmedo y frío. El hambre le forma un nudo en el estómago. Arrodillada sobre un montón de hojas de roble, sujeta a un terrier por las patas traseras mientras su hermano intenta arrancarle de la boca el hueso de la sopa. El hueso es un tesoro en el que resplandecen las motas de valioso tuétano. El perro gruñe y gañe; no oyen acercarse el carro.

El granjero les pregunta si tienen hambre. Dice que conoce a alguien que puede darles de comer, si están dispuestos a subirse a su carro.

Lo están. El perro conserva su hueso.

La niña se acurruca en el heno del carro del granjero. Su hermano la abraza e intenta protegerla del frío que se cuela por todo. Viajan con otro chico, cuyo pecho gorgotea cuando tose.

Llegan a la granja. El campo de detrás de la casa está salpicado de pequeños montículos de tierra negra. Aquí y allá, los cuervos los picotean y tiran de algún retazo de tela o una tira de piel.

Un doctor inspecciona a los niños. Ella comprende que les dará de comer si le gusta lo que ve, pero que odia la debilidad.

La chica observa al niño que tose. La enfermedad lo ha debilitado. Y ella tiene tantísima hambre.

Le pone la zancadilla. El doctor ve la debilidad del niño, que le asquea. Pronto hay otro montículo detrás de la granja. Y más comida para ella.

Se plantea hacer lo mismo con el niño llamado hermano. A lo mejor podría conocer el confort de una tripa llena. Pero hermano quiere ayudarla, y ella tal vez desee otras cosas cuando el hambre haya pasado.

Hermano vive.

Es invierno, largo y oscuro.

El doctor es un enfermo, empujado a la locura por el peso de su genio. Y busca algo. Adquiere niños para rehacerlos. Los atormenta, los raja, en su búsqueda desesperada de algo más grandioso.

Los días están llenos de bisturíes, agujas, grilletes, taladros, cables. Peste a polvo de hueso caliente, regusto metálico a sangre, ojos irritados por el ozono. Las noches transcurren cargadas de gimoteos, llantos, gemidos. Los tormentos se amontonan como copos de nieve. Lo mismo pasa con los cuerpos detrás de la granja.

Hermano intenta protegerla. Lo castigan.

Pero ella sobrevive. A veces el dolor es agradable; cuando no lo es, se refugia en el escondrijo oscuro de su cabeza.

Hermano también sobrevive. Ella se alegra; es útil.

El doctor la opera, una y otra vez, pero, por muchas veces que le abra el cráneo, por mucho que estudie su cerebro para despertar un potencial latente que solo él cree real, nunca se da cuenta de que ella es diferente. No ve que es como él.

Descubre el gozo de la poesía. El placer de los arreglos de flores silvestres secas. Colecciona amaneceres y puestas de sol.

Crece. Hermano también. Más altos, más fuertes, más sabios. Y se les unen otros: los pocos que aguantan años del escrutinio del doctor. Ella y hermano son diferentes de los demás. Tienen la piel más oscura, como algodón manchado de té, y los ojos como sombras, mientras que los otros tienen la piel clara y los ojos coloridos. Pero ella y hermano sobreviven, y por eso el doctor los mantiene.

Un día, avanzado aquel largo invierno, el doctor cosecha su primer éxito. Sus manipulaciones desencadenan ese algo esquivo que él llama «voluntad de poder». Sin embargo, el resultado consume al chico en el que está trabajando. Los gritos hacen saltar en pedazos las ventanas y resquebrajan los ladrillos durante esos breves instantes entre la transcendencia y la muerte.

El doctor, reivindicado por ese triunfo fugaz, redobla sus esfuerzos. Les taladra el cráneo para meterles cables e insertar electrodos en sus cerebros. Decide que la electricidad es la clave para desencadenar la voluntad de poder. Cuando no obtiene resultados, les abre el cráneo y vuelve a intentarlo. Una y otra vez. El doctor es un hombre paciente.

A veces el dolor es tan intenso que el escondrijo que ella tiene en la cabeza a duras penas resulta lo bastante profundo para mantenerla a salvo. Varios de los otros se vienen abajo; se vuelven imbéciles o se quedan mudos. Los que no se rompen, se tuercen. El doctor es su padre; se afanan por complacerlo. Creen que pueden, pero ella sabe que no. No entienden al doctor tanto como ella.

El doctor enchufa sus cabezas alteradas a unas baterías. Al final, uno por uno, los supervivientes se vuelven más que humanos. Vuelan, queman, desplazan objetos con la mente.

Aun así, ella es un puzle que el doctor no sabe solucionar. La lleva al laboratorio una y otra vez, pero nada funciona. Sus operaciones no la cambian. Hasta una mañana.

Cuando despierta, su mente está en llamas.

La asaltan las apariciones, visiones de lugares y personas desconocidas. Luminosas, radiantes, las imágenes pasan volando por su cabeza como estrellas fugaces que surcasen la bóveda celeste de su consciencia. El calor de su travesía la enfebrece.

El espectáculo lumínico dibuja patrones detrás de sus párpados. Una telaraña móvil y ondulante de fuego y sombra envuelve su mente. Duele. Se resiste, intenta desgarrar aquella red, pero desprenderse del brillante tapiz le resulta igual de imposible que al mar perder su cualidad de mojado. Forma parte de ella.

Busca a tientas algo constante. Mediante un ejercicio de pura fuerza de voluntad, obliga a su mente a concentrarse, a arrancar del caos una sola imagen antes de que la catarata la haga enloquecer.

Todo cambia.

La telaraña resplandece, se ondula, se reconfigura. Una nueva secuencia de visiones le asalta los sentidos. Las ve, las toca, las huele, las saborea y las oye.

La tierra tragándose a hermano.

El doctor vestido de militar.

La guerra.

La nada, inmensa, fría y más profunda que el lugar oscuro de su propia cabeza.

Se desmaya.

Cuando despierta, está tendida en el suelo de piedra de su celda. Hermano, arrodillado junto a ella, le sostiene la nuca y le pasa los fuertes dedos por la pelusa de su cráneo rapado. Al retirar la mano tiene las puntas de los dedos manchadas de rojo. Abre mucho los ojos, le dice que no se mueva, coge la almohada de su camastro y se la coloca debajo de la cabeza.

Temblorosa y fría, ella lo observa todo a través de la cortina resplandeciente, desde el otro lado de esas hebras de plata, oro y sombra. Las imágenes vuelven a invadirla.

Hermano de pie... saliendo al pasillo a toda prisa... tirando al suelo a uno de los otros en su apresuramiento por llamar al doctor... un cruce de palabras furiosas... el pasillo estallando en llamas... ella atrapada con la piel burbujeando cada vez más negra y marchita, en el calor infernal que retuerce su cuerpo y le arranca el aliento de los pulmones antes de que pueda gritar qué dolor ay dios qué dolor se muereabrasadaaydiosAYDIOS...

Hermano corre hacia la puerta.

Ella va a moriraydiosquédoloraydios...

Grita. Hermano se detiene ante la puerta.

Las telarañas resplandecientes parpadean y vuelven a reconfigurarse.

El futuro cambia. No hay incendio.

Es primavera, lumin

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