Tras el incierto horizonte (La Saga de los Heechee 2)

Frederik Pohl

Fragmento

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1

Wan

No era fácil vivir siendo joven y estando tan absolutamente solo.

—Ve a los dorados, Wan, roba tanto como puedas, aprende. No tengas miedo —le decían los Difuntos.

Pero, ¿cómo no iba a tener miedo? Los tontos pero molestos Primitivos utilizaban los pasillos color oro. Se les podía encontrar en ellos por todas partes, sobre todo en los extremos donde las doradas marañas de símbolos iban y venían sin fin hasta el centro de las cosas. O sea justo allí donde los Difuntos no hacían más que persuadirle para que fuera. Quizá no tenía más remedio que ir, pero no podía evitar tener miedo.

Wan ignoraba qué le ocurriría si los Primitivos llegaban a capturarle. Probablemente los Difuntos lo supieran, pero no podía deducir nada de sus divagaciones al respecto. Tiempo atrás, cuando Wan era niño —cuando aún vivían sus padres, hacía ya tanto—, su padre había sido capturado. Había estado ausente mucho tiempo, y entonces había vuelto a su casa verde brillante. Temblaba, y el pequeño Wan, que apenas tenía dos años, había visto lo atemorizado que estaba su padre, y había llorado y gritado por lo mucho que eso le había atemorizado a él.

Sin embargo, tenía que ir a los dorados, tanto si los viejos boca de rana estaban allí como si no, porque era allí donde se hallaban los libros. Los Difuntos eran probablemente lo bastante buenos, pero también eran tediosos, susceptibles y a menudo obsesivos. Las mejores fuentes de conocimiento eran los libros, y para dar con ellos Wan tenía que ir adonde éstos se encontraban.

Los libros estaban en los pasadizos que tenían destellos de oro. Los había también con destellos verdes, rojos y azules, pero allí no había libros. A Wan le disgustaban los pasillos azules porque eran fríos y muertos, pero era justamente allí donde estaban los Difuntos. Los verdes estaban agotados. Wan pasaba casi todo el tiempo donde las miríadas de destellos rojizos se extendían por encima de las paredes, y donde las tolvas aún guardaban alimentos: allí tenía la seguridad de no ser molestado, pero también estaba solo. Los dorados se usaban aún, y merecían la pena con todo y ser muy peligrosos. Y ahora se encontraba allí, maldiciéndose a sí mismo quejumbrosamente —pero en voz baja— por estar atrapado. ¡Malditos Difuntos! ¿Por qué había tenido que prestar atención a sus tonterías?

Se acurrucó temblando en el exiguo refugio que le ofrecía un arbusto de bayas, mientras dos de los bobos Primitivos, de pie, arrancaban pensativamente bayas del lado contrario, y se las colocaban con precisión en sus bocazas de rana. Desde luego, no era frecuente que se mostraran tan desocupados. Entre las razones por las que Wan los despreciaba estaba el hecho de que los Primitivos estuvieran siempre tan atareados, siempre reparando o acarreando objetos, como posesos. Y sin embargo, ahí estaban esos dos, tan desocupados como el propio Wan.

Ambos tenían barbas ralas, pero uno tenía también pechos. Wan reconoció en ella a la hembra a la que había visto ya antes una docena de veces; era la más diligente de todos en pegar pequeños trozos de algo —¿papel, plástico?— sobre su sari o, en ocasiones, sobre su piel cetrina y moteada. Creyó que no le verían, pero se sintió enormemente aliviado cuando, al rato, dieron media vuelta y se marcharon. No habían hablado. Wan no había oído hablar casi nunca a los viejos y graves cara de rana. No les entendía cuando lo hacían. Wan hablaba bien seis idiomas: el español de su padre, el inglés de su madre, y el alemán, el ruso, el cantonés y el finés que había aprendido de uno u otro de los Difuntos. Pero lo que los cara de rana hablaban no lo entendía en absoluto.

Tan pronto como se retiraron pasillo abajo —¡rápido, corre, cógelos!—, Wan cogió tres libros y se encontró de nuevo a salvo en uno de los pasillos rojos. Quizá los Primitivos le hubieran visto, quizá no. No reaccionaban con rapidez. Por eso había conseguido darles esquinazo durante tanto tiempo. Después de unos cuantos días en los pasadizos, desaparecería. Para cuando se dieran cuenta de que había estado merodeando, él ya no estaría allí; estaría de vuelta en la nave, lejos.

Llevó los libros de vuelta a la nave sobre lo más alto de unos paquetes de comida que emergían de una cesta. Los depósitos de viaje volvían a estar casi del todo reabastecidos. Podía partir cuando gustara, pero era mejor dejar que se llenara completamente, y pensó que no había ninguna prisa por partir. Pasó casi una hora llenando sacos de plástico con agua para el tedioso viaje. ¡Lástima que no hubiera libros de lectura a bordo para hacer el viaje menos aburrido! Entonces, cansado del trabajo, decidió despedirse de los Difuntos. Podían, o no, corresponderle, incluso podían no inmutarse. Pero no tenía a nadie más con quien hablar.

Wan tenía quince años, era alto, enjuto, moreno por naturaleza y más aún a la luz de las lámparas de la nave, donde transcurría la mayor parte de su tiempo. Era fuerte y confiaba en sí mismo. Por fuerza. Siempre había comida en las tolvas, y otros útiles al alcance de la mano, si se atrevía. Una o dos veces al año, cuando se acordaban, los Difuntos solían capturarlo con aquella pequeña máquina móvil suya, y lo recluían en un cubículo durante un día, a lo largo del cual le sometían a un examen físico completo y más bien aburrido. En algunas ocasiones le empastaban las muelas; generalmente le daban reconstituyentes y cápsulas de minerales, y en una ocasión quisieron incluso ponerle gafas. Pero él se había negado a llevarlas. También le recordaban, cuando lo dejaba de lado durante más tiempo del debido, que leyera y estudiara, tanto de lo que ellos le facilitaban como de los depósitos de libros. No necesitaba que se lo recordaran a menudo; le gustaba aprender. Por lo demás, vivía enteramente a su aire. Si quería ropa iba a los pasillos dorados y se la robaba a los Primitivos. Si se aburría, inventaba algo para distraerse. Unos pocos días en los corredores, unas pocas semanas en la nave, otros pocos días en el otro lugar, y vuelta a empezar. El tiempo pasaba. No tenía compañía alguna, no la había tenido desde los cuatro años, desde que sus padres habían desaparecido, y él había olvidado casi por completo lo que significaba tener un amigo. Pero no le importaba. Su vida parecía bastarle por completo, ya que no tenía ninguna otra con que compararla.

A veces pensaba que sería agradable instalarse en un sitio u otro, pero no era más que un sueño. Nunca llegaba a convertirlo en propósito. Durante más de once años había estado yendo y viniendo adelante y atrás, de la misma manera. El otro lugar poseía cosas que no poseía la civilización. Estaba la cámara de los sueños, donde podía tenderse bien estirado, cerrar los ojos y tener la sensación de no estar solo. Pero no podía vivir allí, a pesar de que había mucha comida y ningún peligro, ya que el único depósito de agua vertía apenas un hilillo. La civilización poseía aquello que el puesto de avanzada no podía ofrecerle: los Difuntos y los libros, pavorosas exploraciones e incursiones aventuradas en busca de ropa y baratijas, en definitiva «Sucesos».

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