Introducción
Estamos en guerra con el mosquito.
Un revoloteador e incontenible ejército de 110 billones de mosquitos enemigos patrulla cada centímetro del globo excepto la Antártida, Islandia, las Seychelles y un puñado de islas de la Polinesia Francesa. Las hembras guerreras de esta zumbadora población insectil están provistas de al menos quince armas biológicas letales y debilitadoras que usan contra 7.700 millones de humanos, cuyos mecanismos defensivos resultan dudosos y a menudo perjudiciales para ellos mismos. Efectivamente, nuestro presupuesto de defensa para escudos personales, aerosoles y otros sistemas disuasorios contra los ataques implacables de los mosquitos aumenta rápidamente, y tiene un coste anual de 11.000 millones de dólares. Y, a pesar de ello, sus letales campañas ofensivas y sus crímenes contra la humanidad continúan con un desenfreno temerario. Aunque nuestros contraataques reducen el número de bajas que causan los mosquitos cada año, estos siguen siendo los cazadores de seres humanos más mortíferos del planeta. El año pasado exterminaron solo a 830.000 personas. Nosotros, Homo sapiens sensatos y sabios, ocupamos el segundo lugar de la clasificación, pues matamos a 580.000 individuos de nuestra propia especie.
La Fundación Bill & Melinda Gates, que desde que se creó en el año 2000 ha donado más de 4.000 millones de dólares para la investigación sobre los mosquitos, publica todos los años un informe que identifica a los animales más letales para los humanos. Nunca hay una competición muy reñida. El eterno campeón de los pesos pesados, y nuestro máximo depredador, es el mosquito. Desde el año 2000, los mosquitos han causado un promedio anual de muertes a los humanos que ronda los dos millones. Nosotros nos situamos en un distante segundo puesto tras ellos, pues hemos causado 475.000 muertes, seguidos por las serpientes (50.000 muertes), los perros y los tábanos (25.000 muertes cada uno), la mosca tse-tsé y la chinche asesina (10.000 muertes cada una). Los feroces homicidas legendarios y los que Hollywood ha hecho célebres aparecen mucho más abajo en nuestra lista. Los cocodrilos se hallan en el décimo lugar, con 1.000 muertes anuales. Detrás aparecen los hipopótamos, con 500 muertes, y los elefantes y los leones, con 100 muertes cada uno. Tiburones y lobos, muy denostados, comparten el puesto decimoquinto y matan de promedio a diez personas al año.[1]
Los mosquitos han matado a más gente que todas las demás causas de muerte en la historia de la humanidad. Según la extrapolación estadística, los mosquitos han provocado la muerte de cerca de la mitad de todos los seres humanos que han vivido. En números redondos, los mosquitos han eliminado a unos 52.000 millones de personas de un total de 108.000 millones a lo largo de nuestra relativamente breve existencia durante 200.000 años.[2]
Sin embargo, los mosquitos por sí solos no hacen daño a nadie. Son las enfermedades que transmiten, tóxicas y muy evolucionadas, lo que causa un aluvión infinito de desolación y muerte. No obstante, sin los mosquitos estos siniestros patógenos no podrían ser transferidos o transmitidos a los humanos ni continuar su contagio cíclico. En realidad, sin los mosquitos estas enfermedades sencillamente no existirían. Unas no son posibles sin los otros. Los perversos mosquitos, que tienen un tamaño y un peso parecidos a los de una pepita de uva, serían tan inocuos como las hormigas comunes y las moscas domésticas, y el lector no estaría leyendo este libro. Después de todo, su señorío de la muerte se habría borrado de los anales de la historia y yo no tendría relatos desbocados ni notables que contar. Imagine el lector, por un momento, un mundo sin mosquitos letales, o sin ninguna clase de mosquito, si a eso vamos. Nuestra historia y el mundo que conocemos, o que creemos conocer, serían totalmente irreconocibles. Tendríamos la sensación de vivir en un planeta extraño de una galaxia muy lejana.
En tanto que máximos proveedores de exterminio, los mosquitos han estado de manera sistemática en la primera línea de la historia como la Parca, la segadora de poblaciones humanas y el agente definitivo del cambio histórico. Han desempeñado un papel en el trazado del curso de nuestra historia más decisivo que el de ningún otro de los animales con los que compartimos nuestra aldea global. A lo largo de las páginas que siguen, sangrientas y plagadas de enfermedades, el lector se embarcará en un viaje cronológico, atormentado por los mosquitos, a través de nuestra enmarañada historia común. En 1852, Karl Marx reconoció que «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su voluntad». Fueron los perseverantes e insaciables mosquitos los que manipularon y determinaron nuestro destino. «Quizá sea un duro golpe al amour propre de nuestra especie pensar que los humildes mosquitos y los descerebrados virus pueden dar forma a nuestros asuntos internacionales. Pero pueden hacerlo», escribe J. R. McNeill, aclamado profesor de historia de la Universidad de Georgetown. Tenemos tendencia a olvidar que la historia no es producto de la inevitabilidad.
Un tema recurrente a lo largo de todo este relato es la interacción entre guerra, política, viajes, comercio y las pautas variables del uso del suelo por parte de los humanos y del clima natural. Los mosquitos no existen en un vacío, y su ascendencia global se debe a acontecimientos históricos correlativos, provocados por causas tanto naturales como sociales. El trayecto, relativamente corto, de la humanidad desde que dimos los primeros pasos en África y fuera de ella hasta nuestras sendas históricas globales es el resultado de un matrimonio coevolutivo entre la sociedad y la naturaleza. En tanto que humanos, hemos desempeñado un papel importante en la expansión de las enfermedades transmitidas por los mosquitos mediante las migraciones de la población (involuntarias o no) y la densidad y la presión demográficas. Históricamente, la domesticación de plantas y animales (que son reservorios de enfermedades), los avances en la agricultura, la deforestación y el cambio climático (tanto natural como alentado artificialmente), así como la guerra, el comercio y los viajes globales, han tenido que ver en la creación de las condiciones ideales para que proliferasen las enfermedades transmitidas por los mosquitos.
Sin embargo, los historiadores, los periodistas y los cronistas modernos encuentran que la pestilencia y la enfermedad son cuestiones más bien aburridas cuando se comparan con la guerra, la conquista y los héroes nacionales, que suelen ser líderes militares legendarios. Los registros literarios no son objetivos cuando atribuyen el destino de imperios y naciones, el resultado de guerras cruciales o el hecho de que se hayan torcido ciertos acontecimientos históricos a gobernantes individuales, a generales específicos o a los intereses de acciones humanas como la política, la religión y la economía. Se ha relegado al mosquito al lugar de un espectador marginado en vez de considerarlo un agente activo en el seno de los procesos de civilización en desarrollo. Así, se lo ha difamado al ignorar de forma calumniosa su duradera influencia y su impacto a la hora de cambiar el curso de la historia. Los mosquitos y sus enfermedades —que han acompañado a mercaderes, viajeros, soldados y colonos por todo el mundo—, han sido mucho más letales que cualquier arma o invento creado por el hombre. El mosquito ha tendido emboscadas a la humanidad con verdadera furia desde tiempo inmemorial y ha dejado su marca indeleble en el orden mundial moderno.
Los mosquitos mercenarios formaron ejércitos de pestilencia y acecharon los campos de batalla de todo el globo, en los que a menudo decidieron el resultado de unas guerras que constituyeron un punto de inflexión. Una y otra vez, los mosquitos devastaron los mayores ejércitos de su tiempo. En palabras de Jared Diamond, el famoso ecólogo, los interminables estantes de libros de historia militar y los espectáculos de Hollywood que idolatran a generales famosos distorsionan una verdad que desinfla los egos: las enfermedades transmitidas por los mosquitos resultaron ser mucho más mortíferas que el número de soldados, el material bélico o la mente de los generales más brillantes. Vale la pena recordar, mientras recorremos las trincheras y visitamos el teatro de guerras históricas, que un soldado enfermo es más gravoso para la maquinaria militar que uno muerto. No solo sigue siendo necesario sustituirlo, sino que continúa consumiendo recursos valiosos. Durante nuestra belicosa existencia, las enfermedades transmitidas por los mosquitos fueron activos asesinos y pesadas cargas en los campos de batalla.
Nuestro sistema inmune está ajustado con precisión al ambiente concreto en el que vivimos. La curiosidad, la codicia, la invención, la arrogancia y la desaforada agresividad de los hombres arrojan gérmenes al torbellino global de los acontecimientos históricos. Los mosquitos no respetan las fronteras internacionales, ni con muros ni sin ellos. Los ejércitos en marcha y los colonos, con sus esclavos africanos, llevaron enfermedades nuevas a países lejanos, pero, por otro lado, los microorganismos propios de los países extraños que estos intentaban conquistar también los pusieron de rodillas a ellos. Mientras los mosquitos transformaban los paisajes de la civilización, se requirió que los humanos respondieran inconscientemente a su proyección universal del poder. Después de todo, la punzante verdad es que el mosquito, en tanto que nuestro depredador más mortífero, fue, más que ningún otro de los participantes externos, quien guio los acontecimientos de la historia universal para crear nuestra realidad actual.
Creo que puedo decir, sin miedo a equivocarme, que la mayoría de los lectores de este libro tienen una cosa en común: odian intensamente los mosquitos. Aplastar mosquitos es un pasatiempo corriente practicado desde el alba de la humanidad. A lo largo de todas las épocas, desde nuestra evolución ancestral como homínidos en África hasta el día de hoy, siempre hemos estado enzarzados en una lucha sin cuartel a vida o muerte por la supervivencia con el mosquito, un animal nada simple. Históricamente, en esta batalla desigual y en este equilibrio asimétrico del poder nunca tuvimos ni una oportunidad. Gracias a la adaptación evolutiva, nuestro obstinado y letal archienemigo ha eludido una y otra vez los esfuerzos del hombre por exterminarlo y ha mantenido su sistema de alimentación febril e ininterrumpida y su imbatido reino del terror. El mosquito sigue siendo el destructor de mundos y el asesino de la humanidad más preeminente y globalmente distinguido.
Nuestra guerra contra el mosquito es la guerra de nuestro mundo.
1
Una pareja tóxica: el mosquito y sus enfermedades
Durante 190 millones de años ha sido uno de los sonidos más conocidos y fastidiosos del mundo: el zumbido resonante de un mosquito. Estamos de acampada con la familia o los amigos y, después de un largo día de excursión, regresamos al campamento, nos duchamos rápidamente, nos acomodamos en la tumbona, abrimos una cerveza fría como el hielo y exhalamos un suspiro profundo y satisfecho. Pero, antes de que podamos gozar del primer y gratificante trago, oímos el rumor demasiado familiar que indica el acercamiento ambicioso de los que pronto serán nuestros atormentadores.
Falta poco para el crepúsculo, el momento que prefieren para comer. Aunque oímos el sonsonete de su llegada, el mosquito se posa sin ser detectado en nuestro tobillo, pues suele picar cerca del suelo. Siempre es una hembra, por cierto. Durante diez segundos realiza un reconocimiento delicado y minucioso en busca de un vaso sanguíneo principal. Con el trasero al aire, fija el punto de mira y prepara seis complejas agujas. Inserta en nuestra piel dos hojas aserradas mandibulares cortantes (muy parecidas a un cuchillo de trinchar eléctrico con dos hojas que se mueven hacia delante y hacia atrás) y nos la sierra, mientras otros dos retractores abren un paso para la probóscide, una jeringa hipodérmica que saca de su vaina protectora. Con esta pajita, el mosquito empieza a chupar entre 3 y 5 miligramos de nuestra sangre y a excretar el agua que contiene mientras condensa las proteínas (que son el 20 por ciento de su contenido). Al mismo tiempo, una sexta aguja bombea en nuestro cuerpo una saliva cargada con un anticoagulante que impide que nuestra sangre se coagule en el punto de la perforación.[1] Esto reduce el tiempo que tarda en alimentarse, con lo que disminuye la probabilidad de que sintamos su penetración y lo aplastemos contra nuestro tobillo.[2] El anticoagulante provoca una reacción alérgica y deja una protuberancia y una picazón como regalo de despedida. La picadura del mosquito es un complejo e innovador ritual alimentario imprescindible para la reproducción. La hembra necesita nuestra sangre para hacer que sus óvulos crezcan y maduren.[3]
Que nadie se sienta elegido ni especial, ni se considere el preferido de nadie. Los mosquitos hembra pican a todo el mundo. Esta es la naturaleza intrínseca de la bestia. No hay ni una pizca de verdad en los arraigados mitos según los cuales los mosquitos prefieren a las mujeres antes que a los hombres y a las rubias y las pelirrojas antes que a las de pelo más oscuro, o que cuanto más morena o curtida tengamos la piel, más a salvo estaremos de su picadura. Sin embargo, lo cierto es que sí tiene favoritos y se ceba más en unos que en otros.
La sangre del grupo 0 parece ser la cosecha que más le gusta frente a la de los grupos A y B o su mezcla. Las personas del grupo sanguíneo 0 son picadas el doble de veces que las del grupo A, y las del grupo B se encuentran en un punto intermedio. Los de Disney-Pixar se habían informado bien cuando en la película Bichos, una aventura en miniatura (1993) hicieron aparecer un mosquito achispado que pedía un «Bloody Mary 0 positivo». Las personas que tienen en la piel niveles naturales más altos de determinadas sustancias químicas, en particular ácido láctico, también suelen ser más atractivas. A partir de estas sustancias, el mosquito hembra puede averiguar de qué grupo sanguíneo somos. Son las mismas sustancias químicas que determinan la cantidad de bacterias que tenemos en la piel y el olor corporal único de cada individuo. Aunque desprender un olor fuerte y acre seguramente ofenda a los demás y quizá incluso a nosotros, en este caso es una buena cosa porque aumenta los niveles bacterianos de la piel, cosa que nos hace menos atractivos para los mosquitos. La limpieza no lo es todo, excepto para los pies malolientes, que emiten una bacteria (la misma que madura determinados quesos y produce su corteza) que es un afrodisíaco para los mosquitos. A los mosquitos les atraen asimismo los desodorantes, los perfumes, el jabón y otras fragancias.
Aunque esto pueda parecerles injusto a algunos lectores, el mosquito hembra siente simpatía por los bebedores de cerveza, por alguna razón que sigue siendo un misterio. Llevar prendas de colores vivos tampoco es una buena idea porque los mosquitos cazan tanto valiéndose del olfato como de la visión. Tienen en cuenta principalmente la cantidad de dióxido de carbono que exhala la víctima potencial. De modo que nuestros esfuerzos, jadeos y resuellos solo consiguen atraer a los mosquitos y suponen un mayor riesgo para nosotros. El mosquito hembra puede oler el dióxido de carbono a más de 60 metros de distancia. Cuando hacemos ejercicio, por ejemplo, emitimos más dióxido de carbono debido a la frecuencia de la respiración y a la cantidad de aire espirado. También sudamos, con lo que liberamos aquellas sustancias químicas apetitosas, principalmente ácido láctico, que captan la atención de los mosquitos. Por último, la temperatura de nuestro cuerpo aumenta, lo que es un indicador térmico que el que pronto nos dará tormento reconoce con facilidad. De promedio, las mujeres embarazadas padecen el doble de picaduras, pues respiran un 20 por ciento más de dióxido de carbono y tienen una temperatura corporal ligeramente más elevada. Como veremos, es una mala noticia para la madre y para el feto cuando hay riesgo de infección por el virus del zika y la malaria.
Por favor, no deje todavía el lector de ducharse, ponerse desodorante y hacer ejercicio, ni guarde todavía su cerveza preferida ni sus camisetas de colores vivos. Lamentablemente, el 85 por ciento de lo que atrae a los mosquitos lo tenemos preprogramado en nuestra placa de circuitos impresos genéticos, como el grupo sanguíneo, las sustancias químicas naturales, las bacterias o los niveles de CO2, el metabolismo, la peste o el tufo. Al final del día, el mosquito encontrará sangre de cualquier blanco que se ponga a tiro.
A diferencia de sus equivalentes hembras, los mosquitos macho no pican. Su mundo gira alrededor de dos cosas: el néctar y el sexo. Al igual que otros insectos voladores, cuando los mosquitos macho están listos para aparearse se congregan sobre algún lugar prominente, desde chimeneas hasta antenas, desde árboles hasta personas. En general refunfuñamos y los apartamos, molestos, cuando una persistente nube de bichos que zumban sobre nuestra cabeza nos sigue y se niega a dispersarse. No somos paranoicos ni víctimas de la imaginación. Tomémoslo como un cumplido. Los mosquitos macho nos han concedido el honor de ser un «marcador de enjambre». Se han fotografiado enjambres de mosquitos que se extendían a lo largo de 300 metros en el aire, parecidos a la nube en forma de embudo de un tornado. Una vez estén los machos tozudamente congregados sobre nuestra cabeza, las hembras volarán hacia esa horda para encontrar pareja. Aunque los machos se aparean con frecuencia durante su vida, una dosis de esperma es todo lo que la hembra necesita para producir numerosos lotes de descendientes. La hembra almacena los espermatozoides y los reparte poco a poco entre cada una de las distintas puestas de huevos. Su breve momento de pasión le ha proporcionado uno de los dos componentes necesarios para la procreación. El único ingrediente que falta es nuestra sangre.
Volvamos a nuestra acampada: hemos terminado la agotadora excursión y nos hemos duchado, enjabonándonos a conciencia con jabón y champú. Después de secarnos nos hemos aplicado una buena cantidad de espray corporal y desodorante antes de ponernos por fin la ropa de playa, de brillantes colores rojo y azul. Se acerca el crepúsculo, la hora de la cena para los mosquitos anófeles, y nos sentamos en la tumbona para relajarnos con la bien merecida cerveza fría. Hemos hecho todo lo que hemos podido para atraer a una hambrienta hembra de anófeles (y, por cierto, yo, el autor, me acabo de sentar en la silla que está más alejada). El mosquito hembra, después de haberse apareado en el frenesí del enjambre de ansiosos pretendientes masculinos, muerde de buen grado nuestro anzuelo y escapa con unas cuantas gotas de nuestra sangre.
El mosquito hembra ha tomado una cantidad de sangre que es tres veces su propio peso corporal, de modo que busca rápidamente la superficie vertical más cercana y, con ayuda de la gravedad, continúa evacuando el agua de la sangre. Con esta sangre concentrada se desarrollarán sus huevos durante los días siguientes. Después la hembra depositará unos doscientos huevos flotantes en la superficie del pequeño charco de agua que se ha formado en una lata de cerveza aplastada que quedó olvidada cuando nosotros y nuestros amigos recogimos el campamento antes de regresar a casa. El mosquito siempre pone los huevos en el agua, aunque no necesita mucha. Desde un estanque o un riachuelo hasta la poca agua que se acumula en el fondo de un viejo contenedor, un neumático usado o un juguete olvidado en el patio de casa, cualquier cantidad bastará. Los diferentes tipos de mosquitos buscan diferentes tipos de agua (dulce, salada o salobre, una mezcla de las dos), mientras que para algunos de ellos cualquier clase de agua servirá.
Nuestra hembra de mosquito continuará picando y poniendo huevos durante su corta vida (vive entre una y tres semanas, con una longevidad máxima pero infrecuente de cinco meses). Aunque puede volar hasta tres kilómetros, como la mayoría de los mosquitos, la hembra rara vez se aparta más de 400 metros de su lugar de nacimiento. Si bien con tiempo frío el proceso puede durar unos días más, cuando la temperatura es elevada los huevos eclosionan dos o tres días tras la puesta y salen unos gusanos acuáticos que no paran de retorcerse (niños). Espumando el agua en busca de alimento, estas larvas se transforman rápidamente en unas orugas en forma de coma invertida que cabriolean y que respiran a través de dos «trompetas» que sobresalen de sus posaderas expuestas en el agua (adolescentes). Pocos días después, se parte una envoltura protectora y unos vistosos mosquitos adultos emprenden el vuelo, con una nueva generación de hembras súcubas ansiosas por alimentarse de nosotros una vez más. Esta impresionante maduración hasta la edad adulta dura aproximadamente una semana.
Este ciclo biológico se ha repetido sin interrupción en el planeta Tierra desde que empezaron a existir los mosquitos modernos. Las investigaciones sugieren que unos mosquitos de aspecto idéntico a los de hoy en día aparecieron relativamente pronto, hace 190 millones de años. El ámbar, que es esencialmente savia o resina de árboles petrificada, es la joya de la corona de los insectos fosilizados porque inmortaliza detalles minúsculos tales como telas, huevos y las entrañas completas e intactas de los que en él se encuentran sepultados. Los dos mosquitos fosilizados más antiguos que se han documentado son unos ejemplares que se conservan en ámbar en Canadá y Myanmar, y que tienen 105 y 80 millones de años, respectivamente. Aunque hoy seríamos incapaces de reconocer el entorno en el que rondaban estos chupasangres, los mosquitos son los mismos.
Entonces el planeta era muy diferente del que habitamos en la actualidad, como lo eran la mayoría de los animales que lo tenían como hogar. Si recorremos la evolución de la vida sobre la Tierra, la enrevesada relación entre insectos y enfermedad se torna asombrosamente clara. Las bacterias, unicelulares, fueron los primeros seres vivos en aparecer no mucho después de la creación de nuestro planeta, hace aproximadamente 4.500 millones de años. Engendradas a partir de un caldero de gases y de barro oceánico primordial, pronto se consolidaron, hasta llegar a formar una biomasa veinticinco veces mayor que la de todas las plantas y los animales combinados, y constituyeron los cimientos del petróleo y de otros combustibles fósiles. En un día, una sola bacteria puede generar un cultivo de alrededor de un millar de trillones (veintiún ceros), más que todos los demás seres vivos del planeta. Son el ingrediente esencial y las piezas básicas de la vida en la Tierra. A medida que se inició la especiación, las bacterias asexuales, que se reproducían por división celular, se adaptaron y se convirtieron en huéspedes permanentes instaladas sobre o dentro de otros organismos anfitriones o patrones, que les proporcionaban un hogar más seguro y favorable. El cuerpo humano contiene cien veces más células bacterianas que células humanas. Por lo general, estas relaciones simbióticas son tan beneficiosas para el patrón como para las bacterias que alberga.
Los problemas surgen a raíz de un puñado de emparejamientos negativos. En la actualidad se han identificado del orden de un millón de microbios, pero solo 1.400 de ellos tienen capacidad para causar daño a los humanos.[4] Trescientos cuarenta gramos (una lata de refresco de tamaño estándar) de la toxina producida por la bacteria que causa el envenenamiento alimentario del botulismo, por ejemplo, son suficientes para matar a todos los seres humanos del planeta. Después llegaron los virus, seguidos rápidamente por los parásitos, y ambos imitaron los acuerdos de hospedaje de sus progenitores bacterianos, con lo que dieron paso a las potentes combinaciones que dan lugar a la enfermedad y la muerte. La única responsabilidad parental de estos microbios es reproducirse... y reproducirse.[5] Bacterias, virus y parásitos, junto con gusanos y hongos, han desencadenado incontables desgracias y han controlado el rumbo de la historia de la humanidad. ¿Por qué han evolucionado estos patógenos para exterminar a sus anfitriones?
Si por un momento podemos dejar de lado los prejuicios, veremos que estos microbios han viajado a través de la selección natural igual que lo hemos hecho nosotros. Esta es la razón por la que todavía nos enferman y son tan difíciles de erradicar. Seguramente el lector se habrá quedado perplejo: parece contraproducente y perjudicial matar al propio patrón. La enfermedad nos mata, sí, pero los síntomas de la enfermedad son las maneras que tiene el microbio de reclutarnos para que lo ayudemos a extenderse y reproducirse. Es algo asombrosamente ingenioso, si nos detenemos a pensar en ello. Por lo general, los gérmenes garantizan su contagio y su replicación antes de matar a sus anfitriones.
Algunos gérmenes, como la bacteria Salmonella, que «envenena los alimentos», y diversos gusanos, esperan a ser ingeridos; esto es un animal que se come a otro animal. Existe una amplia gama de transmisores acuáticos de la diarrea, como la giardiosis, el cólera, la tifoidea, la disentería y la hepatitis. Otros gérmenes, entre ellos los del resfriado común, la gripe de veinticuatro horas y la gripe verdadera, se transmiten al toser y estornudar. Algunos, como el de la viruela, se transfieren directa o indirectamente mediante lesiones, úlceras abiertas, objetos contaminados o al toser. Mis preferidos, estrictamente desde un punto de vista evolutivo, desde luego, son los gérmenes que aseguran su reproducción de manera encubierta ¡mientras nosotros aseguramos la nuestra de forma íntima! Estos incluyen toda la gama de microbios que desencadenan las enfermedades de transmisión sexual. Muchos patógenos siniestros se transmiten de la madre al feto en el útero.
Los otros gérmenes que desarrollan el tifus, la peste bubónica, la enfermedad de Chagas, la tripanosomiasis (la enfermedad del sueño africana) y el resto de los males del catálogo de dolencias del que se ocupa este libro viajan de balde aprovechándose de un vector (un organismo que transmite la enfermedad), como son, por ejemplo, las pulgas, los ácaros, las moscas, las garrapatas y nuestra encantadora hembra de mosquito. Para maximizar sus probabilidades de supervivencia, muchos gérmenes emplean una combinación de más de un método. El diverso conjunto de síntomas, o de modos de transferencia, que han reunido los microorganismos es una serie de expertas selecciones evolutivas para procrear de manera efectiva y asegurar la existencia de su especie. Estos gérmenes luchan por su supervivencia tanto como nosotros y se hallan siempre un paso por delante de los humanos, pues continúan mutando y cambiando de forma para evitar nuestros mejores métodos de exterminio.
Los dinosaurios, cuya larga progenie pervivió desde hace 230 millones de años hasta hace 65 millones, dominaron la Tierra durante un asombroso periodo de 165 millones de años. Pero no estaban solos en el planeta. Los insectos y sus enfermedades estuvieron allí antes, durante y después del reinado de los dinosaurios. Los insectos, que aparecieron hace unos 350 millones de años, pronto atrajeron a un tóxico ejército de enfermedades y crearon una alianza letal sin precedentes. Los mosquitos y los flebótomos del Jurásico enseguida se dotaron de estas armas biológicas de destrucción masiva. A medida que bacterias, virus y parásitos continuaron evolucionando de manera insidiosa y eficaz, expandieron su espacio vital y su cartera de bienes raíces hasta que dispusieron de toda un Arca de Noé zoológica de refugios animales seguros. En la selección darwiniana clásica, tener más huéspedes aumenta la probabilidad de supervivencia y procreación.
Impávidas ante los gigantescos dinosaurios, las hordas de beligerantes mosquitos los buscaban como presas. «Las infecciones transmitidas por insectos, junto a los parásitos establecidos desde hacía tiempo, fueron más de lo que el sistema inmune de los dinosaurios podía manejar», teorizan los paleobiólogos George y Roberta Poinar en su libro What Bugged the Dinosaurs? «Con sus armas letales, los insectos picadores fueron los depredadores culminales de la cadena trófica y podían forjar el destino de los dinosaurios de la misma manera que modelan nuestro mundo en la actualidad.» Hace millones de años, exactamente como hoy en día, los insaciables mosquitos encontraron una manera de asegurarse su tentempié de sangre, y este menú de zumbido y picadura continúa inalterado.
Los dinosaurios, de piel fina, equivalente a los actuales camaleones y monstruos de Gila (que padecen ambos numerosas enfermedades transmitidas por mosquitos), eran una presa fácil para los minúsculos e imperceptibles mosquitos. Incluso las bestias más fuertemente acorazadas habrían sido vulnerables, puesto que la piel protegida por gruesas escamas de queratina (como la de nuestras uñas) de los dinosaurios con placas era un blanco fácil, igual que la piel de los dinosaurios emplumados y con pelusa. En resumen, todos eran objetivos asequibles, como hoy en día lo son las aves, los mamíferos, los reptiles y los anfibios.
Piense el lector en las épocas de mosquitos, o en nuestras a menudo prolongadas escaramuzas personales con estos tenaces enemigos. Nos cubrimos la piel, nos empapamos de repelente, encendemos velas de citronela y quemamos espirales, nos agolpamos alrededor de una fogata, golpeamos y aplastamos a los mosquitos, fortificamos nuestras posiciones con redes, pantallas y tiendas. Pero, por mucho que intentemos evitarlo, el mosquito encontrará siempre una rendija en nuestra armadura y un talón de Aquiles donde picar. No verá denegado su derecho evidente e inalienable a procrear mediante nuestra sangre. Se dirigirá al único centímetro de piel destapada, nos perforará el vestido y ganará la partida contra nuestros colosales esfuerzos para impedir su asalto implacable y su festín de celebración. Para los dinosaurios era lo mismo, excepto que ellos carecían de medidas defensivas.[6]
En las condiciones tropicales y húmedas de la era de los dinosaurios, seguramente los mosquitos se reproducían y estaban activos durante todo el año, con lo que aumentaban su número y su potencia. Los expertos lo comparan a los enjambres de mosquitos del Ártico canadiense. «No hay muchos animales a los que picar en el Ártico, de modo que cuando finalmente encuentran uno, son feroces. Son incansables. No se detienen. Uno puede quedar completamente cubierto de mosquitos en cuestión de segundos», explica el doctor Lauren Culler, un entomólogo del Instituto de Estudios Árticos de Dartmouth. Cuanto más tiempo pasan los renos y los caribúes ahuyentando el ataque de los mosquitos, menos tiempo invierten en comer, migrar o socializar, lo que causa una grave reducción de las poblaciones. Los enjambres de mosquitos famélicos pueden desangrar literalmente a un joven caribú hasta matarlo a un ritmo de nueve mil picaduras por minuto, o dicho de otro modo, ¡podrían extraer la mitad de la sangre de un humano adulto en solo dos horas!
Algunos especímenes de mosquitos encerrados en ámbar contienen sangre de dinosaurio infectada con varias enfermedades transmitidas por mosquitos, entre ellas la malaria o paludismo y un precursor de la fiebre amarilla, y con unos gusanos parecidos a los que en la actualidad causan la dirofilariasis en el corazón de los perros y la elefantiasis en los humanos. Después de todo, en la novela Parque Jurásico, de Michael Crichton, se extrae sangre de dinosaurio —con su ADN— del tubo digestivo de unos mosquitos encerrados en ámbar. Mediante un sistema parecido a la tecnología CRISPR, la ingeniería genética crea nuevos dinosaurios vivos, con los que se monta un parque temático prehistórico muy lucrativo, basado en el Safari de Leones Africanos. En el guion de la película hay un detalle incorrecto, pequeño pero importante: el mosquito que se presenta en la exitosa adaptación que hizo Steven Spielberg en 1993 para el cine ¡es una de las pocas especies que no necesita sangre para reproducirse!
Muchas de las enfermedades transmitidas por mosquitos que hoy en día afligen a humanos y animales ya existían en la era de los dinosaurios e hicieron estragos en sus poblaciones con una precisión letal. Un vaso sanguíneo de un Tyrannosaurus rex reveló las señales inequívocas de la malaria y de otros gusanos parásitos, al igual que los coprolitos (heces petrificadas de dinosaurios) de numerosas especies. En la actualidad, los mosquitos transmiten veintinueve formas diferentes de malaria a reptiles, aunque estos no presentan síntomas o los que padecen son tolerables, pues los reptiles han desarrollado una inmunidad adquirida a esta enfermedad tan antigua. Sin embargo, los dinosaurios al parecer no tenían este escudo, porque en aquella época la malaria era un jugador nuevo que acababa de entrar en el equipo de enfermedades transmitidas por mosquitos hace unos 130 millones de años. Los Poinar defienden la hipótesis siguiente: «Cuando la malaria transmitida por artrópodos era una enfermedad relativamente nueva, los efectos sobre los dinosaurios pudieron haber sido devastadores hasta que estos adquirieron un cierto grado de inmunidad [...] y los organismos de la malaria ya habían desarrollado por evolución su complicado ciclo biológico». Recientemente se inyectaron unas cuantas de dichas enfermedades en camaleones, y todo el grupo de sujetos de prueba murió. Aunque muchas de estas enfermedades no suelen ser letales, sí habrían sido debilitadoras, como lo son en la actualidad. Los dinosaurios habrían quedado incapacitados, enfermos o letárgicos, y vulnerables al ataque de los carnívoros.
La historia no puede almacenarse en cajas claramente etiquetadas porque los acontecimientos no se producen de forma aislada, como si estuvieran en cuarentena. Existe un amplio espectro de hechos históricos, y todos influyen sobre los demás y les dan forma. Rara vez los episodios históricos se construyen sobre unos cimientos únicos. La mayoría de ellos surgen de una enmarañada red de influencias y relaciones de causa y efecto en cascada dentro de una narración histórica más amplia. La historia del mosquito y sus enfermedades no es diferente.
Tomemos, por ejemplo, el tema de los dinosaurios y su desaparición. Aunque la teoría de la extinción de los dinosaurios debida a enfermedades ha ganado terreno y credibilidad a lo largo de la última década, no suplanta ni desbanca la hipótesis, muy extendida desde hace tiempo, de que la caída de un meteorito devastó la Tierra. Hay muchas pruebas y datos procedentes de varios campos científicos que indican que hace 65,5 millones de años se produjo un fuerte impacto, que dejó un cráter del tamaño del estado de Vermont, al oeste de Cancún, en la hoy turística península del Yucatán, en México.
Sin embargo, los dinosaurios ya se hallaban en franca decadencia. Se calcula que hasta el 70 por ciento de las especies regionales ya estaban extintas o corrían peligro de desaparecer. El impacto del asteroide, que conllevó un invierno nuclear y un cambio climático catastrófico, fue el golpe de gracia que aceleró su desaparición inevitable. El nivel del mar y la temperatura se redujeron y la capacidad de la Tierra para sostener la vida se vio fuertemente desestabilizada. Los Poinar concluyen: «Ya fuera de manera catastrófica o gradual, no se puede descartar la posibilidad de que las enfermedades, en especial aquellas transmitidas por insectos minúsculos [sic], desempeñaran un papel importante en el exterminio de los dinosaurios». Mucho antes de la aparición del Homo sapiens moderno, los mosquitos ya estaban causando estragos y alterando de manera sustancial el rumbo de la vida en la Tierra. Ayudados por el papel de los mosquitos a la hora de eliminar a los dinosaurios, los depredadores situados en el nivel más alto de las cadenas tróficas, los mamíferos, entre ellos nuestros antepasados directos, los prehomínidos, pudieron evolucionar y prosperar.
La desaparición relativamente repentina de los dinosaurios permitió que los pocos supervivientes, aturdidos pero determinados, resurgieran de las cenizas para subsistir a duras penas en un yermo oscuro e implacable, devastado por incendios forestales, terremotos, volcanes y lluvia ácida. Revoloteando por este paisaje apocalíptico había legiones de mosquitos que buscaban presas calientes. Después del impacto del asteroide, los animales más pequeños, dotados de visión nocturna, fueron los que siguieron adelante. Necesitaban menos alimento, no eran remilgados al elegir la comida, tenían más posibilidades de encontrar refugio frente al infierno desbocado y ya no debían temer por su seguridad. Dos de los grupos más adaptables que sobrevivieron, medraron y, en último término, generaron una gran variedad de nuevas especies fueron los mamíferos y los insectos. Otro grupo fue el de las aves, los únicos animales que viven actualmente que se cree que son descendientes directos de los dinosaurios. En este árbol genealógico ininterrumpido, las aves albergaron numerosas enfermedades transmitidas por mosquitos y las diseminaron entre una amplia gama de otras especies animales. Las aves siguen siendo un reservorio primario de numerosos virus inyectados por mosquitos, entre ellos el virus del Nilo occidental y los que causan toda una panoplia de encefalitis. En este torbellino de renacimiento, regeneración y expansión evolutiva estalló la interminable guerra entre el hombre y el mosquito.
Aunque los dinosaurios perecieron, los bichos que colaboraron en su desaparición perduraron para inyectar muerte y enfermedad a la humanidad a lo largo de toda nuestra historia. Son los supervivientes definitivos. Los insectos siguen formando el catálogo más diverso y prolífico de animales de nuestro planeta, pues suponen el 57 por ciento de todos los organismos vivos y un asombroso 76 por ciento de toda la vida animal. Cuando se comparan con los mamíferos, que son el insignificante 0,35 por ciento de las especies, estas cifras realzan el impacto global de los insectos. Rápidamente se convirtieron en los huéspedes que daban mejor asilo a diversas bacterias, virus y parásitos. Gracias al enorme número y variedad de insectos, estos microorganismos disfrutan de una mayor probabilidad de mantener una existencia continuada.
La transmisión natural de enfermedades de los animales a los humanos se denomina zoonosis («enfermedad animal» en griego). En la actualidad, las zoonosis suponen el 75 por ciento de todas las enfermedades humanas, y van en aumento. El grupo que ha experimentado el incremento más elevado en los últimos cincuenta años es el de los arbovirus. Estos son los virus transmitidos por vectores artrópodos tales como las garrapatas, los jejenes y los mosquitos. En 1930 solo se sabía que seis de tales virus causaban enfermedades humanas, la más mortífera de las cuales era, con diferencia, la fiebre amarilla, transmitida por mosquitos. Hoy en día conocemos 505 de estos virus. Se han identificado formalmente muchos virus más antiguos, y otros nuevos, como el del Nilo occidental y el zika, han pasado de alojarse en anfitriones animales a hacerlo en patrones humanos mediante un insecto vector, en este caso el mosquito.
Dadas las semejanzas genéticas entre nosotros y nuestro origen común, los humanos y nuestros primos simios compartimos el 20 por ciento de nuestras enfermedades, y diversos vectores, entre ellos los mosquitos, nos las transfieren. El mosquito y sus enfermedades han acosado a todos los antepasados que aparecen en nuestro árbol genealógico con una hábil precisión darwiniana. Las pruebas fósiles sugieren que una forma del parásito de la malaria, que hizo su primera aparición en las aves hace 130 millones de años, fastidió a nuestros primeros ancestros humanos hace entre 6 y 8 millones de años. Fue precisamente por esa época cuando los primeros homínidos y los chimpancés —nuestros parientes más cercanos, con un 96 por ciento del ADN idéntico al nuestro— tuvieron un último antepasado común, y el linaje humanoide se separó del de los grandes simios.[7]
Nuestro compañero parásito de la malaria primordial permaneció en ambos linajes evolutivos, y en la actualidad lo compartimos los humanos y todos los grandes simios. De hecho, se ha emitido la hipótesis de que nuestro linaje homínido fue perdiendo su espeso pelaje para mantenerse fresco en la sabana africana, y al tiempo esto hacía que le resultara más fácil encontrar los parásitos corporales y los insectos picadores y eliminarlos. «La malaria, la más antigua y, acumulativamente, la más mortífera de las enfermedades infecciosas humanas, penetró en nuestra historia universal más antigua —destaca el historiador James Webb en La carga palúdica en la humanidad: una historia universal de la malaria, con información general sobre la enfermedad—. Así, la malaria es un azote antiguo y moderno. Durante gran parte de su carrera dejó pocas trazas. Nos enfermó en épocas antiguas, mucho antes de que pudiéramos registrar nuestras experiencias. Incluso en milenios recientes, con frecuencia ha permanecido silenciosa en los registros de nuestro pasado, una enfermedad demasiado común para que llamara mucho la atención. En otras épocas, la malaria epidémica ha recorrido violentamente los paisajes de la historia mundial, dejando a su paso muerte y sufrimiento.» El doctor W. D. Tiggert, uno de los primeros malariólogos del Centro Médico del Ejército Walter Reed, se quejaba: «La malaria, como el tiempo meteorológico, parece que ha estado siempre junto a la especie humana, y como Mark Twain dijo una vez a propósito del tiempo, parece que se ha hecho muy poco a su propósito». Comparado con los mosquitos y la malaria, el Homo sapiens es un inquilino recién llegado al edificio darwiniano. Está aceptado que iniciamos nuestro rápido ascenso como Homo sapiens («hombre sabio») moderno hace solo unos 200.000 años.[8] Se vea como se vea, somos una especie relativamente nueva.
Para entender la expansión y la furtiva influencia del mosquito en la historia y en la humanidad, primero es necesario conocer al animal propiamente dicho y las enfermedades que transmite. Yo no soy entomólogo, ni malariólogo, ni especialista en medicina tropical. Tampoco soy uno de los incontables héroes anónimos que luchan en las trincheras de la guerra, médica y científica, que se está librando contra los mosquitos. Soy historiador. Dejo las complejas explicaciones científicas sobre el mosquito y sus patógenos en las manos de los expertos. El doctor Andrew Spielman, entomólogo, nos aconseja: «Para enfrentarnos a las amenazas que en muchos rincones del mundo acechan cada vez más a la salud, debemos conocer al mosquito y ver claramente su lugar en la naturaleza. Más importante todavía: hemos de comprender muchos aspectos de nuestra relación con este insecto diminuto y ubicuo, y apreciar nuestra larga e histórica lucha para compartir con él este planeta». Sin embargo, para comprender mejor lo que resta de nuestro relato, primero hay que saber a qué nos enfrentamos. «Conoce a tu enemigo», sería el consejo del atemporal tratado El arte de la guerra, escrito en el siglo VI a.n.e. por el general chino Sun Tzu.
Según una cita ortodoxa atribuida erróneamente a Charles Darwin: «No es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino aquellas que se adaptan mejor al cambio».[9] El mosquito y sus enfermedades, y de manera muy notable los parásitos de la malaria, son el ejemplo por antonomasia de lo que dice esta frase, independientemente de quién fuera su autor. Son maestros de la adaptación evolutiva. Los mosquitos pueden evolucionar y adaptarse rápidamente a un ambiente cambiante en cuestión de unas pocas generaciones. Por ejemplo, durante el Blitz de 1940 y 1941, mientras las bombas alemanas caían sobre Londres, algunas poblaciones aisladas de mosquitos del género Culex quedaron confinadas en los refugios antiaéreos del Tube (el metro) junto con los resistentes ciudadanos. Estos mosquitos atrapados se adaptaron pronto a alimentarse de ratones, ratas y humanos en lugar de hacerlo de aves, y en la actualidad son una especie de mosquito distinta de aquellos de los que descienden y viven en la superficie.[10] Lo que habría requerido miles de años de evolución lo consiguieron estos mosquitos zapadores y mineros en menos de cien años. Richard Jones, antiguo presidente de la Sociedad Británica de Entomología y de Historia Natural, bromea: «En otros cien años puede haber distintas especies de mosquitos bajo Londres: la de la Circle Line, la de la Metropolitan Line y la de la Jubilee Line».
Aunque el mosquito se adapta de una forma milagrosa, también es un animal puramente narcisista. A diferencia de otros insectos, no se dedica a polinizar plantas, ni airea el suelo ni ingiere residuos. Contrariamente a lo que suele creerse, el mosquito no sirve siquiera de alimento indispensable para ningún otro animal. No tiene otro propósito que propagar su especie y quizá matar a algún humano. Como depredador culminal a lo largo de toda nuestra odisea, parece que su papel en la relación que mantenemos es el de prevenir el crecimiento demográfico humano descontrolado.
En 1798, el clérigo y estudioso inglés Thomas Malthus publicó su revolucionario Ensayo sobre el principio de la población, que esbozaba sus ideas acerca de la economía política y la demografía. Su tesis era que, una vez que una población animal ha superado sus recursos, las catástrofes o las medidas de control naturales, tales como sequías, hambrunas, guerras y enfermedades, harán que se regrese a un nivel de población sostenible y se restablezca un equilibrio saludable. Malthus, en tono sombrío, argumentaba: «Los vicios de la humanidad son unos ministros de la despoblación activos y adecuados. Son los precursores del gran ejército de destrucción, y a menudo ellos mismos terminan la espantosa tarea. Pero si fracasan en esta guerra de exterminio, se inicia un terrible despliegue de periodos de enfermedades, epidemias, pestilencia y peste que eliminan a miles y a decenas de miles de individuos. Por si todavía no se logra el objetivo, una hambruna gigantesca e inevitable acecha en la retaguardia». Y aquí aparece el mosquito como principal control maltusiano de los humanos en esta lúgubre visión apocalíptica. Esta transacción letal sin rival la llevan a cabo principalmente solo dos delincuentes, sin que ellos reciban daño alguno: los mosquitos de los géneros Anopheles y Aedes. Las actrices principales de estas dos especies hacen circular el catálogo entero de enfermedades transmitidas por mosquitos, que recoge más de quince dolencias.
A lo largo de nuestra existencia, la malaria y la fiebre amarilla, la pareja tóxica del mosquito, han sido los principales agentes de muerte y de cambio histórico y desempeñarán en gran medida el papel de antagonistas en la prolongada guerra cronológica entre el hombre y el mosquito. «No siempre es fácil tener presentes a la fiebre amarilla y la malaria y ser justos con ellas.

Fig. 1. Aedes, nuestra enemiga. Una hembra del género Aedes en el proceso de adquirir una ración de sangre de su anfitrión humano. Las especies de mosquitos del género Aedes transmiten una serie de enfermedades de las que son vectores, entre ellas la fiebre amarilla, el dengue, la fiebre de chikungunya, la fiebre del Nilo occidental, el zika y diversas encefalitis, todas causadas por virus. (James Gathany/Public Health Image Library-CDC.)
Los mosquitos y los patógenos no dejaron recuerdos ni manifiestos. Antes de 1900, el conocimiento dominante de la enfermedad y la salud no reconoció su papel, y nadie comprendió su pleno significado. En consecuencia, los historiadores, que vivían en la edad dorada de la salud, por lo general tampoco supieron ver su importancia [...]. Pero mosquitos y patógenos estaban allí [...] y tuvieron uno