Si puede, no vaya al médico

Antonio Sitges-Serra

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

Un médico que piensa

Me perdonarán los lectores que, por deformación profesional, comience este prólogo citando a Ludwig Wittgenstein, sin la menor duda uno de los más importantes filósofos del pasado siglo XX. En una célebre carta remitida al editor Von Ficker, a quien quería convencer del interés de su libro Tractatus Logico-Philosophicus para que se lo publicara, le decía: «Mi trabajo consta de dos partes: la que aquí aparece y todo aquello que no he escrito». Y remataba afirmando, se diría que con cierta retranca: «Es esa segunda parte precisamente la más importante».

La afirmación, por enigmática, da mucho de sí y, como diría un castizo, lo mismo vale para un roto que para un descosido, como tantas otras del gran autor vienés. Pero si la traigo a colación no es solo porque Wittgenstein sea un pensador muy del agrado de Antonio Sitges (todo un indicio de su talante intelectual, por cierto, como intentaré mostrar a continuación), sino porque resulta aplicable a este magnífico libro que el lector tiene en sus manos.

Si se me autoriza una ligera modificación de la cita, podríamos parafrasear al autor del Tractatus y afirmar que también este libro consta de dos partes. La primera es, desde luego, la materialidad de lo escrito, y la segunda, aquello que en el fondo otorga su sentido más profundo al texto. Me refiero al punto de vista o, como también se podría decir, el lugar desde el que está escrito, asunto, a mi juicio, de particular importancia. ¿Por qué razón afirmo tal cosa?

La respuesta nos la podría proporcionar de nuevo el propio Wittgenstein. En sus Diarios filosóficos planteaba un paralelismo entre el sujeto y el ojo humano que viene ahora al caso. Porque, decía allí, una de las determinaciones fundamentales del ojo es que no se ve a sí mismo, pero su realidad (en especial, el lugar espacial que ocupa) determina lo visto. Lo que solemos llamar perspectiva no es otra cosa que la posición del ojo/sujeto en el mundo. Pues bien, una de las dimensiones básicas para disfrutar plenamente de este libro es aquilatar la particular e inusual perspectiva que adopta su autor y acerca de la que me agradaría decir algo en lo que sigue.

El propio Antonio Sitges la explica en la introducción al tiempo que proporciona al hacerlo claves de su talante intelectual. Lo más fácil sería allegar a nuestro autor a la estirpe de los llamados médicos humanistas, pero me temo que la imagen a la que esta figura viene asociada no da cuenta de la rica complejidad de la reflexión con la que el lector se encontrará cuando termine de leer este prólogo. En efecto, en demasiadas ocasiones el rubro de «médico humanista» se utiliza como magma de tópicos —con el del ojo clínico en un lugar destacado— más propios de una autoayuda banal o de un chamanismo ilustrado que de una reflexión metacientífica seria, como la llevada a cabo por el autor del presente libro. Por eso he preferido referirme en el título de estas páginas preliminares a «un médico que piensa», no porque crea que el resto de sus colegas no lo hagan, sino porque estoy convencido de que no lo hacen como él, esto es, cuestionando la naturaleza de su propio quehacer científico.

Repárese en que digo «quehacer científico» y no «actividad profesional» o algún otro equivalente. Sitges toma como punto de partida la afirmación heideggeriana según la cual la ciencia no se piensa, esto es, no dispone de las herramientas conceptuales para ponerse en cuestión y reflexionar sobre sus fundamentos, y se aplica desde la primera página a intentar colmar este vacío. Ello le permite utilizar en su provecho las aportaciones de todos los discursos que le pueden resultar de utilidad en la tarea, desde la sociología a la política, pasando por la literatura o la filosofía (una muestra particularmente potente de esta sabia utilización la encontrará el lector en el capítulo 8, titulado «Innovación: progreso y trampas»). Se trata, en definitiva, de cumplir con el designio que la gran pensadora del siglo XX Hannah Arendt atribuía a su tarea filosófica, y que Sitges atribuye a la suya: comprender por encima de todas las cosas.

Al emprender dicha tarea, y al hacerlo de la forma en que lo hace, con esa mirada en gran angular infinitamente más rica y actual que la que solían tener los médicos humanistas clásicos, ilumina nuestra realidad con una intensidad y una lucidez inquietantes. Porque dimensiones básicas, casi estructurales, de nuestra manera de estar en el mundo son examinadas con su ojo crítico en estas páginas. Pienso, por ejemplo, en la imagen del cuerpo con que tendemos a funcionar, de manera casi automática, en la sociedad actual, sin ser conscientes de hasta qué punto dicha imagen es el resultado, el efecto, de la confluencia de diversos vectores, de naturaleza no solo cultural, sino también social y —ay— económica que terminan por determinarnos incluso en lo que considerábamos más íntimo.

Se me permitirá un pequeño excursus histórico respecto al concepto de «cuerpo» para poder regresar al presente y al libro de Sitges en mejores condiciones. En realidad, el hecho mismo de que hablemos del cuerpo (y no de que hablemos del yo, o de la persona) implica que damos por supuesto que el cuerpo es una parte de nosotros, siendo la otra el alma, el espíritu, la mente, o alguna que otra entidad parecida. A esta división se la llama, tradicionalmente, dualismo.

El dualismo está en el origen del pensamiento occidental, alcanzando en Platón su primera formulación, en términos de cuerpo-alma, que no deja de ser una variante de la relación materia-espíritu. El cristianismo hizo suya esta contraposición, y le dio un sesgo fuertemente moral, hasta el punto de que en este caso, más que hablar de dualismo cuerpo-alma, habría que hablar de antagonismo cuerpo-alma, en el que el primero carga con toda la negatividad, visto como el territorio privilegiado del pecado, dando lugar con el tiempo al ordenancismo moral de la doctrina católica oficial, que estipula hasta el detalle el uso legítimo del cuerpo, precisamente porque no lo considera propiedad del hombre sino del Creador: de ahí, en el límite, la prohibición del suicidio.

La modernidad filosófica seculariza este dualismo, transformándolo a partir de Descartes en un dualismo mente-cuerpo, esto es, como un problema entre dos tipos de realidad o dos tipos de sustancia, lo que obliga a plantear la correspondencia entre ambas. También aquí, por cierto, como en el caso del cristianismo, se han dado intentos por escapar a este esquema único: por ejemplo, Bergson —y en su estela Gabriel Marcel, Sartre o Merleau-Ponty— ha llamado la atención sobre el hecho de que lo característico de mi cuerpo es precisamente que lo conozco desde fuera, por las percepciones, y desde dentro, por las afecciones.

¿Hay algo nuevo, distinto, al llegar a la época contemporánea? Hubo momentos en el siglo XX en que pareció que se podía producir una auténtica ruptura con todo lo anterior. Así, en los felices años veinte o, sobre todo, con las presuntas revoluciones culturales de finales de los sesenta, se creyó que el cuerpo había obtenido por fin una nueva consideración y pasó de ser visto como territorio del pecado a ser visto como territorio de libertad.

Desafortunadamente, las cosas no han ido por ahí, y la evolución de los acontecimientos parece dar la razón al novelista francés Michel Houellebecq: lo nuevo de nuestra época

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