El árbol enmarañado

David Quammen

Fragmento

cap-1

TRES SORPRESAS

Una introducción

Hasta donde sabemos, y poco importa cuán intensamente podamos imaginar lo contrario, la vida en el universo es un fenómeno peculiar limitado al planeta Tierra. Hay mucha especulación y mucho mejunje probabilista, pero ninguna prueba de lo contrario. La probabilidad y las circunstancias químicas parecen indicar que la vida tendría que existir en otros lugares, pero, hasta la fecha, no tenemos experiencia alguna de la realidad de esa otra vida, si es que la hay. Es una conjetura, mientras que la terrestre es un hecho. Si mañana, o el año que viene, o mucho después, cuando el lector y yo ya no estemos, se anunciase el asombroso descubrimiento de seres extraterrestres, la impresión de que la Tierra es única se desvanecería. Sin embargo, por ahora, esto es lo que tenemos: la vida es algo que se ha desarrollado solo aquí, en esta esfera rocosa relativamente pequeña situada en un discreto rincón de una galaxia mediana. Se trata de una historia que, hasta donde sabemos, ha ocurrido solo una vez.

Por eso mismo, la estructura de esta narración, tanto en sus grandes rasgos como en sus más mínimos detalles, tiene su interés.

¿Qué sucedió en el transcurso de aproximadamente cuatro mil millones de años para que la vida se ramificase desde su origen primordial hasta generar la diversidad y complejidad que conocemos hoy? ¿Cómo sucedió? ¿Qué concatenación de accidentes y determinaciones hizo que apareciesen criaturas tan maravillosas como los humanos o las ballenas azules, los tiranosaurios o las secuoyas gigantes? Sabemos que hubo transiciones cruciales en la historia de la evolución, casos improbables de convergencia, vías muertas, extinciones masivas, grandes acontecimientos y pequeños sucesos con enormes consecuencias, incluidas algunas contingencias fatales de cuyo acaecimiento quedaron pruebas sutilmente impresas en el registro fósil y en el mundo actual. Si, en un experimento imaginario, alterásemos esas pocas contingencias, todo sería diferente. Sencillamente, nosotros no existiríamos. Los animales y las plantas tampoco. ¿Por qué todo sucedió así y no de otra manera? Las religiones tienen sus respuestas particulares a estas preguntas, pero la ciencia aún debe descubrir las suyas, para luego sustentarlas con pruebas empíricas, no recibirlas en estado de sagrado trance.

Este libro trata de un nuevo método para narrar esta historia, para inferirla, y expone ciertas ideas inesperadas que han brotado de él. Este método responde al nombre de «filogenética molecular». Algún lector arrugará la nariz ante este término tan sofisticado, lo cual es bastante comprensible, pero, de hecho, lo que significa es bastante simple: la lectura de la historia profunda de la vida y los patrones de parentesco en la secuencia de las unidades constituyentes de ciertas moléculas largas, unas moléculas que hoy en día sabemos que existen en los seres vivos. Estas moléculas son principalmente el ADN, el ARN y algunas proteínas específicas. Las unidades constituyentes son, por una parte, bases de nucleótidos y, por otra, aminoácidos; más adelante los definiré. Las ideas inesperadas que mencionábamos antes han remodelado de manera fundamental lo que creemos saber sobre la historia de la vida y las partes funcionales de los seres vivos, nosotros incluidos. Nos han dado, en particular, tres grandes sorpresas sobre quiénes somos —nosotros, los animales multicelulares, y en particular, nosotros, los humanos—, qué somos y cómo evolucionó la vida en nuestro planeta.

Una de ellas es la existencia de unas criaturas anómalas, que conforman una categoría integral de forma de vida, antes insospechadas y ahora conocidas con el nombre de «arqueas», Archaea cuando nos refiramos formalmente al dominio. Otra es una modalidad de cambio hereditario asimismo inopinado, a la que ahora se llama «transferencia horizontal de genes». La tercera es todo un hallazgo o, en todo caso, una posibilidad con bastante fundamento, en relación con nuestra ascendencia más profunda. Es probable que nosotros —nosotros, los humanos— provengamos de criaturas que hace solo cuarenta años desconocíamos.

El descubrimiento y la identificación de las arqueas, a las que durante mucho tiempo se había tomado por un subgrupo de bacterias, revelaron que la vida actual a escala microbiana es muy diferente de lo que la ciencia había creído hasta entonces, y que la historia temprana de la vida también fue muy diferente. El reconocimiento de la transferencia horizontal de genes —THG, en la sopa de letras de los expertos— como fenómeno generalizado ha dado un vuelco a la certeza tradicional de que los genes fluían solo verticalmente, de padres a hijos, y no podía haber intercambio lateral, que traspasara las fronteras de las especies. La última noticia sobre las arqueas es que todos los animales, todas las plantas, todos los hongos y todas las demás criaturas complejas compuestas de células con ADN en su núcleo —la lista nos incluye— descienden de estos antiguos y extraños microbios. Tal vez. Es como si alguien se enterase de pronto de que su tatarabuelo no era de Lituania, sino de Marte.

Las tres sorpresas, juntas, dan lugar a nuevas incertidumbres, pues acarrean importantes implicaciones sobre la identidad, la individualidad y la salud humanas. No somos precisamente lo que pensábamos que éramos. Somos criaturas compuestas, cuya ascendencia parece provenir de una zona oscura del mundo viviente, de un grupo de criaturas cuya existencia la ciencia ignoraba hasta hace unas décadas. La evolución es más complicada, es mucho más intrincada de lo que habíamos pensado. El árbol de la vida está más enmarañado. Los genes no se mueven solo de forma vertical. También pueden hacerlo lateralmente, traspasando los límites de las especies a través de brechas más anchas, incluso entre los distintos reinos de la vida, y algunos han entrado de esta manera en nuestro linaje —el de los primates—, procedentes de fuentes inesperadas ajenas a él. Es el equivalente genético de una transfusión de sangre o —con otra de las metáforas preferidas de algunos científicos— de una infección que transformase la identidad: una «herencia infectiva». Diré más sobre esto en su momento.

Y hablando de infecciones, otro resultado de este movimiento lateral de genes se relaciona con el actual desafío médico global de las bacterias resistentes a los antibióticos, una crisis silenciosa que con el tiempo empezará a hacer ruido. Microbios peligrosos, como el SARM —el Staphylococcus aureus resistente a la meticilina, que mata a más de once mil personas al año en Estados Unidos y a muchas más en todo el mundo—, pueden adquirir de repente, a partir de bacterias del todo distintas, paquetes enteros de genes de resistencia a los antibióticos mediante la transferencia horizontal de genes. Esta es la razón de que el problema de las superbacterias resistentes a múltiples fármacos —bacterias a las que no podemos matar— se haya extendido tan rápidamente por todo el mundo. De repente, estos hallazgos, de carácter tan material como profundo, nos desafían a reajustar la concepción básica de lo que los humanos somos, de qué ha tomado parte en nuestra aparición y de cómo funciona el mundo de los seres vivos.

Este reinicio radical del pensamiento biológico ha tenido su origen en varios puntos espaciales y temporales. Uno de ellos, tal vez el más crucial, merece especial mención. Se trata de algo

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