Introducción
El mito de Ariadna es de los tristes de la mitología griega clásica. El Minotauro era una temible criatura con cuerpo de hombre y cabeza de toro que comía carne humana. Había sido fruto, por decirlo así, de una relación entre Pasífae, esposa del rey Minos, y un toro blanco que Zeus entregó al monarca para que se lo ofreciera a Poseidón como regalo. Pero el rey, impresionado por el morlaco, decidió quedárselo. Los dioses, lógicamente, se enfadaron y castigaron a Minos alentando a su esposa para que se enamorara del animal. La mujer quedó tan prendada de él que le pidió al arquitecto Dédalo que construyera una vaca de madera donde introducirse para seducir a la bestia. La consecuencia de dicha artimaña fue el Minotauro.
El rey, al ver lo sanguinario que era el monstruo, le hizo otro encargo a Dédalo: construir un laberinto donde encerrarlo.
El heredero de Minos, Androgeo, murió en unos juegos celebrados en Atenas. El rey impuso un duro castigo a los atenienses, a pesar de que no tuvieron ninguna culpa en el óbito: cada año deberían enviarse al laberinto a siete jóvenes y a siete doncellas como sacrificio. Las víctimas vagaban perdidas durante días hasta encontrarse con la bestia, sirviéndole entonces como alimento. Con el fin de acabar con esta macabra práctica, el héroe Teseo, hijo del rey ateniense Egeo, se ofreció personalmente como ofrenda para matar al Minotauro.
Cuando Teseo llegó a Creta, Ariadna, hija legítima de Minos y Pasífae, se enamoró de él. La bella princesa ayudó al bravo Teseo en su empresa dándole una espada mágica y un ovillo del hilo que estaba hilando para que pudiese hallar el camino de salida del laberinto tras matar al Minotauro. La dama, además de bella, era intrépida y se ofreció a acompañarle.
Ariadna se quedó en el exterior mientras Teseo entraba en el laberinto sujetando cada uno un extremo del hilo. Gracias a esto, el héroe pudo encontrar la salida después de rematar su proeza con la espada prodigiosa.
En el viaje de regreso, según la tradición más común, el muy desagradecido de Teseo abandonó a Ariadna, dormida, en la isla de Naxos, aprovechando una escala del barco. Allí la encontró el dios Dioniso y la hizo su esposa, regalándole como presente nupcial una magnífica corona de oro. Los finales de la historia, felices la mayoría y muy trágicos algunos de ellos, varían según las distintas regiones, autores y épocas.
El lector tiene en sus manos un libro de divulgación científica donde se describen diez descubrimientos que el autor considera fundamentales.
Las tres preguntas que el lector seguramente se haga serán las siguientes: ¿por qué precisamente diez? ¿Por qué ésos? ¿Qué tienen que ver con el mito de Ariadna? Las respuestas a las dos primeras son sencillas y la tercera es algo más compleja, si bien tan subjetiva como las otras. Son diez descubrimientos porque dicho número en nuestra cultura es casi mágico. Los babilonios usaban el sistema sexagesimal de numeración, pero un libro de sesenta capítulos no hay editor al que le complazca. El dos del sistema binario de las computadoras modernas es demasiado escaso. Los ingleses y otras culturas usarían el doce, pero las docenas prácticamente han caído en desuso. El siete también es un número fascinante, pero hay que reconocer que el sistema métrico decimal, basado en los diez dedos de las manos, extraordinariamente útiles para contar, es el que se ha impuesto globalmente. Así pues, diez es un buen número de descubrimientos.
Escribir sobre asuntos en los que uno no es experto es muy osado. A lo más que se puede aspirar es a no cometer errores graves. Muchos colegas y amigos de especialidades científicas distintas de la mía me han ayudado en ese sentido leyendo y criticando borradores. Los personalizo a todos en Josep Casadesús, catedrático de genética, que tuvo a bien aleccionarme en muchos aspectos y detalles de los capítulos de contenido bioquímico. Si aún persisten errores en ellos, la responsabilidad sería exclusivamente mía. También he de agradecer a Isabel Germán la profesionalidad y el coraje con que ha afrontado un libro tan complejo como éste desde el punto de vista de la edición.
La elección de los hallazgos hecha por el autor ha sufrido infinidad de vaivenes. Se trataba, por una parte, de dilucidar cuáles han sido realmente los más importantes de la historia de la humanidad. Para ello se han consultado muchas clasificaciones hechas por otras personas, desde científicos hasta historiadores, pasando por periodistas. Pero, por otra parte, se ha tratado de distribuir esos descubrimientos por ramas del saber, por eso seguramente esta elección no coincide con ninguna al uso y muchos lectores no estarán de acuerdo con ella. Lo que nadie podrá decir es que los diez descubrimientos descritos no son realmente importantes, por más que se piense que muchos de los no mencionados tienen igual o mayor importancia. Es un riesgo que asume el autor.
Lo anterior también tiene que ver, y mucho, con el objetivo con que se ha escrito el libro. Está dirigido, fundamentalmente, a adolescentes a través de sus padres. La idea es que esos padres recuerden con gozo muchas de las cosas que aprendieron en el instituto, explicadas de una manera diferente, y que les guste tanto, tantísimo, que animen a sus hijos a estudiar carreras científicas. Es ambicioso el asunto, lo sé, pero para eso me he embarcado en él.
Conforme iba escribiendo, me he ido formando una idea del lector a modo de interlocutor, y muy pronto se me incrustó en la cabeza como lectora. O sea, la madre más que el padre del destinatario final del libro. Han sido varias las razones y creo que no interesa demasiado contarlas, pero lo que sí hay que decir es que me refiero a menudo al «lector» y no a la lectora. ¿Por qué si lo que tengo en mente es a esta última? Para evitar que se me tache de oportunista y, sobre todo, porque detesto lo de «lector-lectora», «españoles-españolas», «compañeros-compañeras» y esa zarandaja al uso cada vez más generalizado de algunos políticos.
Que el autor tenga presente al lector en todo momento mientras escribe tiene recompensas y preocupaciones. Las satisfacciones vienen cuando el autor supone, incluso llega al convencimiento, de que alguna parrafada le ha encantado al lector, o le ha maravillado, hecho sonreír, enfadarse e incluso enternecerse. Las preocupaciones siempre se deben a que algunos pasajes, incluso capítulos enteros, tengan un nivel demasiado alto, o sean farragosos, aburridos, no se entiendan y terminen exasperando al lector. Le pido esfuerzo y comprensión por lo siguiente. La ciencia es difícil y exige esfuerzo, eso por una parte. Por otra, la divulgación siempre implica un riesgo: la trivialización paulatina hasta rebasar hacia abajo el umbral de la falsedad. La única recomendación que le hago al lector en esos momentos de desánimo es que lo intente de nuevo, después vitupere al autor y finalmente se salte los párrafos que no entienda y continúe algo más adelante. Pero no abandone, porque hay un fruto que sin duda obtendrá: la idea general de lo que es la ciencia y cómo se distinguen entre sí la biología, la física, las matemáticas, la historia, la geología, la medicina, la filología, la química y la astronomía. De todas ellas trata este libro, y la idea global del autor es que el lector entienda el mundo en que vive a la luz de la ciencia y que le tome cariño tanto a ella como al quehacer investigador a lo largo de los tiempos. Y que, en consecuencia, disuada a sus hijos de que estudien… esas cosas que estudian la mayoría de los jóvenes y se matriculen en una buena facultad de ciencias o una escuela de ingeniería.
Por último, está la cuestión de los hilos de Ariadna. Esto es mucho más sutil, pero terminé convencido de que ese mito era el más apropiado como metáfora de los descubrimientos descritos. Como verá el lector, los diez hallazgos hunden sus raíces en lo más profundo de la historia de la humanidad. Y, efectivamente, a modo de hilo conductor a lo largo de los tiempos, se ha ido recorriendo el laberinto cada vez más intrincado que suponía averiguar el misterio que se pretendía. Por otro lado, en muchas ocasiones será obvio para el lector el papel del espantoso Minotauro y en otras no tanto, pero siempre ha estado ahí aunque fuera sólo como la terrible ignorancia a la que había que vencer. Las demás analogías entre el mito del título y el desarrollo de los contenidos, en cuanto a belleza, ingratitud, ingenio, valentía, final feliz (o trágico), etcétera, le dejo al lector que las descubra por sí mismo. Si al final aún sigue sin comprender la correspondencia entre el título y el contenido, puede leer la dedicatoria y así suponer que el asunto era más sencillo que todo lo dicho.
La última duda que puede asaltarle al lector es si se trata de un libro de ciencia o de historia de la ciencia. Si es de ciencia, a cuento de qué vienen tantas historias como encontrará en sus páginas; y si es de historia, cómo se atreve un científico como es el autor a emular a un historiador. No lo sé, sinceramente, y por ello pido al lector que sea benevolente con el autor, que no ha querido más que mostrar la maravilla que supone la ciencia y lo humanos que son los científicos. Aparte de que he disfrutado tanto averiguando las circunstancias en que se hicieron los descubrimientos y los caracteres de quienes los hicieron, que seguramente transmitiré ese gozo al lector. En cualquier caso, insisto de nuevo, lo que sí tiene meridianamente claro el autor es para qué ha escrito el libro: para aumentar las vocaciones científicas de los jóvenes y el cariño de los adultos hacia la ciencia. Va por todos ellos.
1
Las galaxias
(Los ladrillos del universo)
Si al cielo nocturno, visto desde una ciudad, no lo alegra la Luna, es anodino. Apenas podremos vislumbrar unos cientos de estrellas en una noche clara. Si fuéramos a alta mar, a una montaña o a un desierto, la bóveda celestial de noche nos sobrecogería. Sepa ya el lector que todo lo que se ve en el cielo, salvo los planetas, es lo que parece: estrellas. Pero hay otra excepción más; hay una manchita borrosa y que parece muy lejana que no es una estrella, sino una galaxia completa que se llama Andrómeda. Éste será el cabo del hilo de Ariadna que nos guiará por el laberinto universal. Tirando de él, descubriremos que todas las estrellas que vemos pertenecen a una galaxia llamada Vía Láctea, y que Andrómeda es otro conjunto de cientos de miles de millones de estrellas. Además de estas dos, ¿cuántas galaxias más hay en el conjunto del universo? Vayamos poco a poco, pero no se aturda el lector en ningún momento por los números y las dimensiones de este capítulo. Al final descubrirá una simplicidad y belleza sin parangón.
Los antiguos, nuestros ancestros desde Adán hasta que se empezaron a iluminar las calles, estaban tan familiarizados con las estrellas como los ciudadanos con los barrios de su ciudad o los campesinos con los accidentes del terreno de su entorno. Asociaron formas mágicas a muchos grupos de estrellas, llamándolos constelaciones, y relacionaron el movimiento de la Tierra con el desfile de aquéllas a lo largo del año. Establecían así cosas tan útiles como el calendario.
Si escudriñaban el cielo a simple vista pero con infinita paciencia y durante infinidad de noches, llegaban a varias conclusiones. El cielo, salvo los pocos objetos que se movían, era inalterable. En torno a la Tierra giraban, obviamente, el Sol y la Luna, pero también, aunque su movimiento fuera engañoso, había cinco estrellas errantes que surcaban los cielos siguiendo caminos que formaban raros bucles. Eran los planetas, y no fue difícil dilucidar que esas trayectorias tan raras eran círculos trazados alrededor de otros círculos más amplios con la Tierra en el centro. Por supuesto, también aparecían de vez en cuando los llamados cometas y unas estrellas efímeras que duraban sólo unos meses. Entonces se llamaban novas y hoy día las denominamos explosiones supernovas. Pero aquéllas, igual que las aparentes manchas solares, las interpretaban como nubecillas en las capas altas de la atmósfera terrestre. Tan arraigadas estaban estas creencias que quien osara dudar de ellas, aunque fuera con tanto convencimiento como Galileo, que simplemente veía con sus pequeños telescopios que la naturaleza de esas «nubecillas» era otra muy distinta, podía tener problemas tan serios como acabar en la hoguera.
LAS ESTRELLAS FIJAS
El lector se habrá percatado de que el párrafo anterior no es más que un resumen brevísimo del modelo celeste predominante desde las culturas antiguas hasta el Renacimiento. Los egipcios, los mesopotámicos, los griegos, los mayas, los hindúes, los chinos, etcétera, estaban de acuerdo con que el universo era eso: ocho cuerpos fundamentales y una miríada de estrellas fijas como fondo. Dicho modelo se refinó con gran exquisitez. Por ejemplo, midiendo con instrumentos cada vez más ingeniosos y precisos, haciéndolo con una paciencia y tesón infinitos, luchando con valentía sin par contra poderes fácticos e ignorancia ilimitados, se llegó al convencimiento de que era en torno al Sol como giraban los planetas, que sus órbitas no eran circulares sino elípticas, y muchas cosas más, a cuál más fascinante. Pero el firmamento seguía siendo eso: el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas fijas.
¿Cómo de fijas estaban las estrellas? Totalmente fijas. Cierto es que a lo largo de los siglos se detectaron algunas variaciones en las medidas observadas por los antiguos, pero los ilustrados del XVIII, una vez que descubrieron las leyes de la mecánica celeste, con la ley de gravitación universal de Newton reinando entre ellas, explicaron esas pequeñas diferencias: la Tierra precesionaba cuan peonza y aquellas variaciones eran debidas a esto y no a que las estrellas tuvieran movimiento alguno.
Piense el lector en lo siguiente. John Herschel, de cuyo padre nos ocuparemos más adelante, llegó a ser considerado en su época la máxima autoridad mundial en el conocimiento del universo; escribió un libro de divulgación que se llamaba Tratado de astronomía; las nueve décimas partes del libro trataban del Sol, los planetas y los cometas; sólo un capítulo estaba dedicado a las estrellas. El libro se publicó en 1833, cuando los telescopios ya eran grandiosos, la astronomía una de las grandes ciencias, los planetas descubiertos se acercaban a su totalidad, etcétera. Hasta anteayer, como quien dice, las estrellas eran demasiado remotas y tan estáticas que apenas despertaban el interés de los astrónomos. Más interés ponían en ellas los marinos para orientarse que los científicos para saciar su curiosidad.
Observe el lector los dos dibujos de la figura 1.1. Uno es el modelo con la Tierra en el centro y el otro uno copernicano: los dos coinciden en considerar las estrellas poco interesantes.
¿Y la Vía Láctea? Que las estrellas estuvieran fijas podía no sorprender, pero aquel espléndido manchurrón blanquecino, ¿no sería una agrupación de estrellas? ¿A qué se debería? Curiosamente, a la primera pregunta se respondió acertadamente antes de que se inventara el telescopio. Fíjese el lector en la figura 1.2 que le propongo, que es más deliciosa que los dibujos anteriores.
Es el frontispicio de un manuscrito del siglo XIV cuyo autor, Macrobius, comenta la obra de Cicerón El sueño de Escipión. En el centro, por supuesto, está la Tierra, y ésta, como debe ser, está representada por los edificios principales de Roma y Cartago. Después se representan las órbitas de la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte y Júpiter. Al fondo, como era natural, se ve la bóveda de estrellas fijas. Por aquí y por allá aparecen almas soñadas por Escipión, que duerme al fondo plácidamente. Pero ¿qué es y qué contiene la franja elíptica que envuelve todo? La Vía Láctea formada por estrellas. Por más que hoy día estemos tan acostumbrados a esto (¿lo estamos?), considerar la Vía Láctea como una inmensa concentración de estrellas no deja de ser una magnífica intuición. Por supuesto, en cuanto Galileo apuntó con su telescopio al cielo, esta intuición se confirmó. Además, conforme el toscano iba construyendo telescopios más potentes, reafirmaba que el número de estrellas que formaban el firmamento era inmenso, pero el que se agrupaba en la Vía Láctea parecía muchísimo mayor. Muy bien, pero aquello siguió sin despertar mayor interés hasta el siglo XIX. O casi.
NEWTON Y BENTLEY: PRIMERA DISCORDIA
La ciencia y la religión han estado y estarán siempre enfrentadas. No puede ser de otra manera, porque una trata de desvelar los secretos de la naturaleza a base de preguntas, o sea, haciendo experimentos y observaciones, y la otra construyendo argumentos desgajados de uno o varios dogmas. Tan antagónicas son que, aun cuando se tratan con amabilidad, no llegan juntas a ningún resultado interesante. Un teólogo joven y listo, Richard Bentley, se vio en la obligación de dar una serie de sermones, que hoy llamaríamos curso de posgrado, sobre la compatibilidad de ciencia y religión. Cada año me proponen participar en cosas así y siempre rehúso, pero en 1692 y entre eclesiásticos las cosas eran diferentes.
Para preparar sus charlas, el clérigo, lo cual le honra sobremanera, se agenció nada menos que los Principia de Newton. Sabía que el insigne profesor de Cambridge tenía escrito allí lo más grande que se podía decir de la naturaleza desde el punto de vista científico. Además, le habían llegado noticias de que aquel libro estaba causando tanto furor en Europa que era un auténtico best seller. Se vendía por cientos. En cuanto Bentley lo abrió, su entusiasmo se esfumó: no entendía absolutamente nada. El lenguaje usado se basaba más en las matemáticas y la geometría que en el latín. Pero el joven, además de culto, era osado. Le escribiría a su autor para que le explicara algunas cosas de viva voz. La osadía era porque sabía que Isaac Newton era tan huraño que podía ser extraordinariamente desagradable. Bentley no sólo no se arredró, sino que puso a Newton en un brete.
Antes de narrar el encuentro entre Bentley y Newton, he de contarle al lector los dos prejuicios en que estaban instalados el teólogo audaz y el insigne físico.
René Descartes sostenía que Dios creó el universo, lo puso en movimiento y se desentendió de su obra, idea cartesiana que Bentley pretendía refutar. ¿Por qué? Pues porque no le gustaba, ya que sonaba a herejía.
Newton, por su parte, y siguiendo una tradición de unos dos mil años, nunca escribió la palabra «estrella» sola, sino que la acompañaba de «fija»: fixa stella. Ni se le ocurrió pensar en dos cosas que se desprendían directamente de sus más gloriosos descubrimientos. Si su ley de gravitación era de verdad universal, las estrellas tenían que moverse, porque la fuerza de la gravedad actuaba allí donde había algo que tuviera masa (todo en aquel entonces) y, por tanto, puesto que el efecto de una fuerza es el movimiento, las estrellas no podían estar fijas. Por otro lado, Newton fue de los primeros en averiguar que las distancias entre las estrellas eran enormes. Objetos tan lejanos, por rápido que se movieran, apenas mostrarían un cambio en sus posiciones. O sea, que Newton bien podía haber pensado que las fixae stellae no estaban tan fijas, sino que así nos lo parecía, con toda lógica, debido a la lejanía. Pues ni con ésas: en las decenas de kilos de papeles que llevaba escritos hasta entonces, Newton jamás puso en cuestión que las estrellas no estuvieran fijas.
La primera pregunta de Bentley a Newton, en un intento de refutar a Descartes, fue qué pasaría si la materia se hubiera dispersado uniformemente en el espacio infinito y después se la hubiera dejado moverse libremente por la acción de la atracción gravitatoria.
Newton, mirándolo como águila que escruta a su presa, le exigió precisión al clérigo: «¿Se refiere usted a una distribución más o menos uniforme o perfectamente uniforme?». «Pues…» «Pues si la distribución de cuerpos materiales es más o menos uniforme, la gravedad actuaría agrandando las zonas de mayor concentración, a modo de condensación, dando lugar a cuerpos diferentes y cada vez mayores aquí y allá. Y todos de forma esférica. La otra posibilidad daría lugar a un equilibrio, pero un universo formado por estrellas exactamente iguales y perfectamente uniforme es tan improbable como mantener infinitas agujas de punta sobre un cristal infinitamente grande.» «¡Ajá! Entonces, si su ley de gravitación hace mover las estrellas, ¿por qué siempre se refiere usted a ellas como estrellas fijas? ¿Por qué parece que en la Vía Láctea se agrupan más que en otras zonas del cielo?» «Joven, en este preciso instante me deja usted en paz.»
Pero a Newton, curiosamente, le habían impresionado los argumentos de Bentley, por lo que mantuvo con él cierto intercambio epistolar. La solución que dio Newton fue sorprendente. Al principio, la Providencia creó una infinidad de estrellas fijas distribuidas casi uniformemente; con el tiempo, la falta de perfección provocó que las estrellas se movieran en virtud de la ley de gravitación universal; pero cuando el movimiento ya amenazaba con destruir el orden inicial, Dios intervino de nuevo restituyéndolo, o sea, apaciguándolo todo. Así, Newton llegó al concepto de Dios como un gran relojero que mantenía la maquinaria en perfectas condiciones ajustándola de vez en cuando.1 El clérigo se quedó muy contento, pero muchos otros científicos, como el gran enemigo de Newton, Leibniz, lo zahirieron de mil maneras, a cuál más cruel y sensata. Pero tanto unos como otros, a los que se añadió el filósofo Kant, tuvieron que admitir que lo de las estrellas fijas y la Vía Láctea no lo entendían, y que meter a Dios por medio lo que hacía era embarullar aún más las cosas. Y así, para no aburrir al lector con las lucubraciones que se hicieron en el Siglo de las Luces, por deliciosas que sean muchas de ellas, llegamos a William Herschel. No me resisto a hacer una disquisición sobre este personaje, porque estoy seguro de que al lector le va a resultar simpático e interesante.
LOS GRANDES TELESCOPIOS DE HERSCHEL
William Herschel (1738-1822) pasó a la historia como inglés, pero era alemán y su nombre de pila era Friedrich Wilhelm. Y es que, cosas de las guerras, Herschel llegó a Inglaterra como refugiado en 1757 (con diecinueve años) después de la guerra de los Siete Años, que ganaron los franceses. ¿Tan terrible había sido el comportamiento del zagal en la guerra para que al final tuviera que exiliarse? Desde los catorce años, que se fue con su padre a la banda de la Guardia Hannoveriana, lo único de provecho que hizo Herschel fue tocar el fiscorno, trompetón de llaves y pistones muy usado en las agrupaciones musicales militares.
En cuanto llegó a Inglaterra, tanto el chaval como su padre se buscaron la vida copiando partituras. Formaban una pareja curiosa, porque el adusto músico militar adoraba a su hijo y amaba la música de verdad, por lo que estudiaba su teoría sin descanso. William (ya con su nombre anglicanizado), además de la afición por la música y el estudio, tenía un carácter mucho más inquieto que su padre y se entusiasmaba por casi todo. Así, harto de copiar solfeo, empezó a dar clases de música, a tocar cualquier instrumento donde hiciera falta y a componer. No tardó mucho en conseguir un puesto envidiable: organista de una de las capillas de moda de Bath, la Octagon.
El joven consiguió fama y dinero, pero su padre seguía siendo su ídolo. Y como éste continuaba dedicado a la armonía y la teoría musical, al hijo le dio por estudiar los libros del padre, en particular el Harmonics de Robert Smith, libro tan profundo y bien escrito que invitó al vivaz William a leer otro del mismo autor, Optics, pues al fin y al cabo los sonidos y la luz son ondas propagándose en medios distintos. Más o menos. De la óptica a los telescopios no hubo más que un paso, porque Herschel, además de buen hijo, magnífico músico y estudiante entusiasta, era un romántico que pasaba eternidades mirando a las estrellas.
Tanto le gustaban las estrellas a William que pensó en comprarse un telescopio. Pero ¿para qué? ¿Para observar la Luna y los planetas como llevaban haciendo los astrónomos durante los últimos tres mil años? Ni hablar, él quería escudriñar los astros. Si todos decían que no tenían interés, a lo mejor era porque sus telescopios no eran suficientemente potentes. O sea, que si se quería divertir de verdad mirando al cielo por la noche, tenía que construir telescopios tan buenos y grandes como jamás hubieran soñado los excelsos astrónomos reales: los del Observatorio de Greenwich. ¿Quién dijo miedo? ¿A qué iba a temer un muchacho que se había enfrentado en el campo de batalla a los cañones, fusiles y bayonetas del enemigo, por ese orden, a trompetazo limpio?
Los primeros espejos que construyó Herschel eran metálicos, en concreto de aleaciones raras de cobre, estaño y antimonio, pero pronto se oxidaban, se agrietaban y se arrugaban. Continuó probando aleaciones y dejándose el dinero en todas las fundiciones locales. Por fin consiguió un espejo (y unas lentes para los oculares también fabricadas por él) que, una vez montado apropiadamente, llegaba a los seis mil quinientos aumentos con una nitidez sorprendente. En aquel entonces era el mejor telescopio del mundo.
Herschel empezó a ganar dinero vendiendo sus telescopios y a observar las estrellas fijas las noches que la Luna y las nubes se lo permitían. Pronto necesitó ayuda, y de Hannover acudieron solícitos su hermano y, lo que fue para él un milagro durante toda su vida, su hermana Caroline.
Lo que Herschel empezó a hacer fue contar estrellas en todas direcciones, o sea, que inventó la estadística estelar. Pero de tanto escrutar todos los rincones del cielo, ocurrió lo que tenía que ocurrir por más que a él no le interesara el sistema solar: encontró un nuevo planeta, Urano.
Desde tiempos inmemoriales, no se había descubierto una estrella errante, un planeta, por lo que Herschel se hizo famoso de la noche a la mañana. El mayor descubrimiento astronómico de la historia no lo había hecho un astrónomo, sino… ¡un músico! Como eso no podía ser, lo que hicieron los astrónomos consagrados fue convertir a Herschel en astrónomo oficial tan de repente como descubrió Urano. Así pues, el trompetista militar no fue científico profesional hasta los cuarenta y tres años de edad que tenía en 1781.
En cuanto Herschel apuntó bien a infinidad de estrellas con sus grandiosos telescopios, lo segundo que descubrió fue que muchas de las que parecían borrosas, que por eso las llamaban nebulosas, en realidad eran acumulaciones de estrellas. O sea, miríadas de estrellas unidas por la gravedad y, quizá, inmersas en un fluido luminoso. Herschel se fue convenciendo poco a poco de que aquellas agrupaciones estelares podían estar muy alejadas y ser inmensas. Empezó a llamarlas universos-islas. Eran lo que hoy conocemos como galaxias. Y la Vía Láctea a lo mejor era uno de esos cúmulos bien diferenciados de otros. Para mantener cierta tradición, Herschel denominó a esas agrupaciones nebulosas y cúmulos, distinguiéndose en que las primeras tenían varias formas y una concentración tenue de estrellas y los segundos parecían esféricos y de mayor densidad estelar.
Aquello tenía unas implicaciones grandiosas. Por lo pronto, quizá Descartes llevaba razón, en el sentido de que si el universo fue en algún momento creado de manera uniforme, esa uniformidad no era perfecta, y en las ligeras inhomogeneidades debieron de irse acumulando estrellas atraídas por la gravedad. Introducía así nada menos que la evolución temporal del universo, que después sería esencial a la hora de establecer una cosmogonía o cosmología científica, o sea, la parte de la astronomía que se ocupa de las leyes generales del origen y evolución del universo.
Herschel seguía observando nebulosas lejanas con gran tesón por las noches y construyendo telescopios de día. El mayor apoyo que tenía era Caroline, que hasta le daba de comer por las noches cuando él tenía las manos ocupadas manteniendo ajustado el telescopio. Tanta fue la ayuda que le prestó su hermana que la Astronomical Society reconoció su labor otorgándole la medalla de oro, porque incluso cuando su hermano William murió, siguió completando su catálogo de nebulosas y cúmulos estelares. De esa insigne mujer apenas se conservan imágenes salvo una silueta en su juventud y varios retratos en su vejez.
Algunos coetáneos de William pensaron que, con tanta observación, pertinazmente soltero y siempre atendido por su hermana, debía de ser más bien misógino o algo así. Lo que le pasaba era que estaba enamorado de la mujer de un amigo y vecino suyo. Pero el astrónomo era tan formal, que hasta que no se murió aquél no le tiró los tejos a la viuda. Se casaron en 1788 y vivieron muy felices, tanto, que William fue encontrando poco a poco los placeres de pasar las noches en casa y en la cama en lugar de dejándose las pestañas en los telescopios. Pero para la astronomía hizo todavía dos cosas buenas: ayudar a Caroline, devolviéndole así el favor que le había hecho durante años, e inculcarle a su hijo John (que tuvo a la edad de cincuenta y tres años) la pasión por la observación de las nebulosas y la construcción de telescopios.
John Herschel fue tan famoso en su época que se decía (y a menudo se comprobaba) que si se le escribía una carta con «Londres» como única dirección debajo de su nombre, le llegaba con toda seguridad. Lo hicieron noble en 1838, y se convirtió en el cien tífico oficial más poderoso de aquella sociedad prácticamente victoriana.
Aparte de las nebulosas y los cúmulos estelares, el padre de John había descubierto una propiedad muy curiosa (y tierna) de las estrellas: tendían a emparejarse. Las estrellas dobles, que así se llamaban las parejas, eran tan abundantes que hoy sabemos que constituyen casi la mitad de la población estelar. El hijo quiso completar el estudio de estos sistemas dobles que empezó el padre y catalogó 380 más que éste. Pero también seguía escrutando los cúmulos y las nebulosas con pasión pareja a la de su progenitor.
John Herschel era el astrónomo que poseía los mejores telescopios del mundo, porque su padre los hizo y le enseñó cómo hacerlos. Este monopolio lo utilizó de la manera más apropiada que imaginó: apuntando sus telescopios al cielo del hemisferio sur, el que su padre jamás observó. Se fue a Sudáfrica, y en las afueras de Ciudad del Cabo instaló un magnífico telescopio de más de siete metros de largo con espejos de un metro de diámetro (véase la figura 1.5).
A pesar de no contar con la magnífica ayuda que en Inglaterra le prestaba su tía Caroline, John Herschel hizo un espléndido catálogo de nebulosas y cúmulos estelares del cielo sureño. En total, Herschel catalogó unas 1.700 nebulosas y cúmulos y unas 2.100 estrellas dobles.
El monopolio de Herschel de los grandes telescopios reflectores terminó poco después de su regreso a Inglaterra, cuando se construyó el famoso Leviatán, uno de los más portentosos instrumentos de la época. Era un telescopio cuyos espejos medían dos metros y pesaban cuatro toneladas (véase la figura 1.6).
En febrero de 1845, el Leviatán dio las primeras imágenes. Observe el lector las tres figuras de la página siguiente.
Se trata de la nebulosa que William Herschel catalogó con el nombre M51 tal como la vio él, como se dibujó tras observarse con el Leviatán y fotografiada con un telescopio moderno. ¿Qué era aquello? ¿A qué se debía esa estructura espiral? ¿Eran todas las nebulosas sistemas parecidos a ése? ¿Cuántos había? Más que de estrellas fijas, parecía que el fondo estrellado bien pudiera estar formado por esas agrupaciones extrañas. ¿Cuántas estrellas contendrían cada una de ellas?
¿Y la Vía Láctea? William Herschel estaba convencido de que el efecto luminoso del Camino de Santiago era debido a que el Sol, y por tanto también nosotros, estábamos inmersos en una capa de innumerables estrellas. Su hijo John insistió en esta interpretación, porque era lo que se desprendía del hecho de que también desde el hemisferio sur se observara la Vía Láctea.
Así pues, a las puertas del siglo XX, no se sabía cuál era, ni siquiera de manera aproximada, la estructura del universo, si bien se intuía que ése era el problema y que su dilucidación iba a abrir unas perspectivas hasta entonces inconcebibles. ¿Se trataba de construir telescopios cada vez más grandes? Por lo que se sabía en aquel entonces, con telescopios más portentosos seguramente se encontrarían más y más nebulosas que engrosarían los catálogos, pero continuaría ignorándose su naturaleza y muchas de sus intimidades. Y es que las cuestiones fundamentales eran a qué distancias estaban de nosotros esas nebulosas y qué tamaño tenía nuestra Vía Láctea. En definitiva, había que medir a qué distancias estaban ciertos objetos sin conocer sus tamaños típicos, lo cual era muy difícil. El universo bien podía consistir en un plato de estrellas, la Vía Láctea, con nebulosas, cúmulos y estrellas sueltas por encima y por debajo del plato. Es decir, una esfera con un plano que pasara por el centro cuajado de estrellas y los demás objetos distribuidos dentro de la bola de manera más o menos uniforme pero con una densidad mucho menor que en el disco central. Y todo estaría ligado por la atracción gravitatoria universal. Se trataba de un bonito universo y todo apuntaba en esa dirección, pero también podía ser de una naturaleza muy diferente.
LAS CEFEIDAS O EL INGENIO Y LA PACIENCIA DE UNA MUJER
Del atolladero nos sacó una mujer admirable: Henrietta Leavitt. El papel de las mujeres en astronomía ha sido quizá uno de los más relevantes de los que han desempeñado en las ciencias. La discriminación que sufrían en este campo era mayor que en otros por lo mal visto que estaba que una mujer como Dios manda pasara muchas y largas noches fuera de casa. Por eso, a lo que destinaban a las pocas mujeres a las que les daba por la astronomía era a examinar las fotografías que tomaban los señores astrónomos de noche. Puede imaginar el lector que ésa era la más tediosa y menos gratificante de todas las tareas astronómicas. Pero justo por eso, porque la infinita paciencia que derrocharon una serie de mujeres era lo que necesitaba la astronomía en determinados momentos para avanzar, muchos de los mejores hallazgos se los debemos a astrónomas tenaces y pacientes.
Situémonos en los albores del siglo XX. En Harvard, pusieron a Henrietta Leavitt a escudriñar las fotografías de estrellas de brillo variable de la Nube Pequeña de Magallanes que se obtenían en el observatorio del hemisferio sur, que tenía la universidad en Perú. Las estrellas variables se conocían desde hacía mucho tiempo, pero no se sabía casi nada de ellas por varias razones. En primer lugar, porque medir la diferencia entre el brillo máximo y el mínimo que presentaban esas estrellas exigía instrumentos muy precisos, sobre todo cámaras fotográficas cuyas lentes fueran de máxima calidad óptica y películas de muy alta sensibilidad. En segundo lugar, porque el tiempo transcurrido entre dos momentos de igual brillo, por ejemplo dos máximos, el periodo de la estrella, era también difícil de determinar, porque variaba mucho de unas estrellas a otras: podía ir desde unos pocos días hasta meses. Y así, todo eran dificultades, pero Henrietta Leavitt, con una paciencia infinita, estudió todas las estrellas variables que pudo de la Nube Pequeña de Magallanes.
¿Qué es esta nube? O mejor, estas nubes, porque si hay una pequeña, habrá una grande, ¿no? Efectivamente, las dos nubes de Magallanes son concentraciones de estrellas y polvo de formas irregulares (nebulosas) que parecía como si estuvieran desgajadas del Camino de Santiago, nuestra Vía Láctea. Estas nubes se conocían desde la antigüedad, pero fue Magallanes quien mejor las describió en 1516 durante su infausto periplo.
Leavitt, en 1908, publicó un listado de 1.777 estrellas variables de la Nube Pequeña y con dieciséis de ellas hizo algo espléndido: determinó su periodo observando que en todas ellas se cumplía que cuanto más largo era el periodo, mayor era el brillo máximo que alcanzaba la estrella. ¿Tan difícil y tan importante es esto? Por lo pronto, para evaluar la dificultad, el lector debe saber que para escudriñar fotografías con gran paciencia y tesón, porque Leavitt estaba muy animada, tardó cuatro años en pasar de aquellos dieciséis periodos de estrellas variables a veinticinco. Y confirmar así que no había excepciones en la regla de que a mayor periodo, mayor luminosidad.
La importancia de este descubrimiento la puede deducir el lector considerando lo siguiente: va perdido por el campo de noche y ve a lo lejos dos luces artificiales. Dos bombillas. Una brilla más que la otra. Se alegra, pero inmediatamente duda hacia dónde dirigirse porque no sabe cuál es la que está más cerca. (Una bombilla de 100 vatios a cierta distancia brilla más que una de 40 vatios que esté más cercana a nosotros.) La luminosidad de una fuente de luz disminuye con la distancia a razón del cuadrado de ésta. Si tenemos un fotómetro, sabremos cuánta luminosidad nos llega, pero, si no sabemos cuánta emite cada bombilla, seguiremos sin saber a qué distancia están. Ahora vamos a suponer que las bombillas que vemos son del tipo de las estrellas variables que descubrió Leavitt, que, por cierto, se llaman cefeidas por razones históricas.2 O sea, que las bombillas brillan intermitentemente y sabemos que sus luminosidades son proporcionales al tiempo que transcurre entre dos destellos. Ya está: contamos los segundos que pasan entre dos encendidos y calculamos así cuánta luz emite (por ejemplo, si una bombilla del paréntesis anterior tarda un segundo en destellar y la otra dos y medio, ya sabemos que la primera es la de 40 vatios y la otra la de 100, o al menos que sus potencias están en esa relación); con nuestro fotómetro medimos cuánta luz nos llega; aplicamos la regla del inverso al cuadrado de la distancia y averiguamos así a qué distancia está cada bombilla.
Todos los astrónomos del mundo se percataron de la importancia del descubrimiento de Henrietta Leavitt, porque lo que había que hacer para averiguar las distancias que nos separan de las nebulosas era descubrir estrellas cefeidas en ellas y medir su periodo. Pero esto se basa en una suposición y tiene dos problemas. La suposición es que las propiedades de las cefeidas son las mismas estén donde estén. O sea, que las que catalogó Leavitt de la Nube Pequeña de Magallanes son iguales que las de las nebulosas que catalogó Herschel que estaban por doquier. Esto no es difícil de aceptar, puesto que no hay razón para que una estrella de una determinada clase (no hay tanta variedad de estrellas como el lector quizá pueda imaginar) tenga propiedades distintas en diferentes entornos. El primer problema es que distinguir cefeidas en agrupaciones estelares lejanas es muy, pero que muy difícil. Piénsese que tenemos que diferenciar estrellas individuales, de propiedades tan especiales que no las hacen precisamente muy abundantes, entre millones de ellas inmersas en el polvo interestelar. (Es como descubrir en plena noche desde un avión que vuela muy alto las luces intermitentes de los coches en una gran ciudad.) Ya hablaremos de esto, pero adelantamos que lo de millones se refiere a centenares de miles de millones. Incluso un simple cúmulo globular, el número de estrellas típico que contiene es de cien mil. Muy buenos telescopios hemos de usar. Pero es que, además, las distancias que nos ofrecen las cefeidas son relativas. O sea, que con ellas podremos calcular las distancias entre las nebulosas en que estén y la Nube de Magallanes, ¿no? Tendríamos que encontrar cefeidas cercanas al Sol, en nuestra querida Vía Láctea, para calibrar distancias con ellas. Entonces intervino de manera relevante un norteamericano llamado Shapley.
¿UNA GALAXIA O MUCHAS?
Harlow Shapley, curiosamente, empezó siendo periodista, pero a los veintiséis años se puso a trabajar con el gran astrónomo Russell, en Princeton. Hay que ser muy entusiasta para empezar como estudiante de doctorado en un campo como la astronomía tan diferente al que uno se ha formado, el periodismo. A los treinta años, Shapley defendió una magnífica tesis doctoral sobre las órbitas de 90 estrellas dobles que giraban una en torno a la otra orientadas ambas de manera que, vistas desde la Tierra, se eclipsaban con cierta periodicidad. Esto, aunque parezca una curiosidad científica más, tiene gran importancia, porque permite calcular, entre otras muchas cosas, la masa de las estrellas aplicándoles las leyes de Newton. ¿Acaso no es interesante tener un método para pesar estrellas?
Shapley fue quien estableció la manera de calibrar distancias usando las estrellas cefeidas. Además, con una paciencia extraordinaria, aunque movido más por la ambición que en el caso de Henrietta Leavitt (¡hombres…!), estudió sin descanso placas fotográficas hasta encontrar cefeidas en los doce cúmulos globulares más cercanos. Para descubrirlas en los más lejanos, había que esperar a que los telescopios aumentaran en potencia y calidad para distinguirlas de las demás estrellas y el polvo interestelar. En esto, la formación inicial de Shapley le dio unos frutos insospechados. Escribía muy bien en los periódicos tanto de política científica como de divulgación de los últimos hallazgos astronómicos para el gran público. Pronto se convirtió en director del Departamento de Astronomía de Harvard y tuvo poder suficiente para obtener fondos con los que renovar los equipos experimentales para la observación astronómica. Y entonces llegó el popularmente famoso Gran Debate.
El Gran Debate fue tan pequeño que apenas puede ser llamado debate, a pesar de que haya pasado a la historia con ese nombre; al final del párrafo, quizá el lector esté de acuerdo en que tuvo algún sentido llamarlo así. Shapley imaginaba el universo como una (y sólo una) gran Galaxia, la Vía Láctea, con cierta forma espiral, un tamaño portentoso de unos 300.000 años luz, formada por centenares de millones de estrellas y polvo interestelar, aplanada por todas partes salvo por el centro, donde mostraba cierto abultamiento, y envuelta por cúmulos y nebulosas formados por miles de estrellas, algunas de ellas diseminadas por ahí, y estando todo el conjunto de objetos celestes contenido en una forma más o menos esférica. Podía ocurrir, incluso, que el Sol estuviera en el centro de este inmenso tinglado a modo de un nuevo copernicanismo. Aunque esto último Shapley se lo creía poco, tan poco que uno de los muchos frutos de sus esfuerzos que queda hoy fue la determinación relativamente aproximada del centro de la Vía Láctea y lo alejados que estamos de él.
La otra visión del mundo, por cierto mayoritaria en la comunidad astronómica, era la mantenida, por ejemplo, por uno de los astrónomos bien establecidos: Heber D. Curtis. Éste, y casi todos sus colegas, sostenía que las nebulosas espirales detectadas desde el mismísimo Herschel hasta entonces eran galaxias del todo parecidas a la Vía Láctea y que el universo consistía justo en eso: galaxias espirales esparcidas por una inmensidad muchísimo mayor que la pretendida por Shapley. El mundo era un conjunto descomunal, quizá infinito, de lo que los antiguos ilustrados llamaban universos-islas.
El lector puede pensar que todo era cuestión de establecer escalas de distancias, y que desde lo de Leavitt con las cefeidas, y el propio Shapley con su magistral manera de sacar provecho de ellas para medir distancias, se había adelantado tanto que parece absurdo que el despiste a principios del siglo XX fuera tan grandioso. Pues así era, y es que el asunto era mucho más complicado de lo que parece a primera vista. Voy a poner un ejemplo que, sin ser el más intrigante, espero no sólo guste al lector, sino que entienda las causas del desconcierto entre los astrónomos de 1920, que fue cuando se celebró el Gran Debate.
La nebulosa llamada Andrómeda desde la antigüedad tenía el aspecto de ser una galaxia muy, pero que muy parecida a nuestra Vía Láctea. Por cierto, la palabra galaxia, que viene del latín galaxias, del griego galaxías, que significa simplemente «lácteo», ya se usaba para toda mancha blanquecina del cielo, o sea, para las nebulosas. Pero desde 1885 había unas fotografías espléndidas de Andrómeda que daban cuenta del siguiente fenómeno: una simple estrella empezó a brillar tanto que en poco tiempo alcanzó una luminosidad cercana al 10 por ciento de la nebulosa completa. El fenómeno duró poco. Observe el lector las dos fotografías de la misma región separadas por una década (véase la figura 1.8).
Si Andrómeda era una galaxia como la nuestra, estaría compuesta por decenas de millones de estrellas (hoy sabemos que la Vía Láctea la forman casi dos centenares de miles de millones de estrellas; digiera el lector la cifra), ¿cómo iba a alcanzar una de ellas el brillo del 10 por ciento de ellas, o sea, de millones? Era mucho más lógico lo siguiente: una estrella esplendorosa pero normal encuentra a su paso una nebulosa de tamaño modesto y la ilumina. Las dos, tanto la estrella como la pequeña nebulosa, están en la Vía Láctea.
Hoy día sabemos que una estrella de buen porte, digamos de una masa diez o veinte veces mayor que la del Sol, muere de una forma espectacular llamada explosión supernova, que es un fenómeno que puede alcanzar un brillo comparable a la galaxia completa a la que pertenece la estrella moribunda y que sucede a un ritmo endiablado: unas cuatro o cinco veces por siglo en cada galaxia. Esto es lo que en realidad pasó en Andrómeda, que una de sus estrellas estalló, pero a principios del siglo XX no se tenía ni idea no sólo de cómo moría una estrella, sino de si éstas vivían o evolucionaban de alguna manera. No se sabía ni cuál era el origen de su energía, por lo que difícilmente se podían imaginar que pudieran encerrar una tan portentosa como para provocar uno de los cataclismos más descomunales del mundo: las explosiones supernovas.
EL (PEQUEÑO) GRAN DEBATE
Para exponer los argumentos a favor de un universo formado por una gran galaxia de unos 300.000 años luz de diámetro (Shapley y algún que otro) o uno enormemente más grande formado por infinidad de galaxias parecidas entre sí (Curtis y muchos otros), se organizó una reunión en Washington en el año ya mencionado: 1920. Hubo una gran expectación y una gran decepción. Allí estaba la plana mayor del Observatorio de Harvard, institución de gran prestigio, que por entonces estaba sin director. El puesto lo ambicionaba Shapley, y al final lo obtuvo, pero entonces no era cuestión de permitir que Curtis le dejara en ridículo. Para colmo, le había tocado hablar en primer lugar, por lo que Shapley hizo lo que en términos taurinos se llama una faena de aliño, o sea, salir del paso sin comprometerse demasiado. Y Curtis, más o menos lo mismo. Sin embargo, a los pocos meses, los organizadores del debate recibieron los textos escritos de las intervenciones de Shapley y Curtis, y estos dos artículos sí que contenían todos los datos y argumentos a favor y en contra de cada concepción del universo. Por esa razón se llamó el Gran Debate, porque realmente los dos insignes astrónomos presentaron razonamientos muy sólidos a favor de cada uno de los dos modelos.
El lector debe tomar nota de un aspecto de este debate que a mí me parece de la mayor importancia, aunque quizá exagere. La ciencia avanza de manera portentosa porque está basada en la observación y la experimentación. Cuando los datos que se tienen son escasos por las razones que sean, por ejemplo porque los telescopios del momento no tengan una potencia acorde con lo que se quiere investigar, es seguramente estéril hacer lucubraciones porque, aunque basadas en datos objetivos, empiezan a invadir el terreno de la filosofía. Los datos que usaban tanto Curtis como Shapley eran parciales, fragmentados y con grandes defectos. Acertó uno y falló el otro más por intuición o suerte que por interpretar mejor las observaciones en que basaban sus afirmaciones. La comunidad científica ha aprendido de estos errores y, aunque se repiten con cierta frecuencia, cada vez están más extendidos el escepticismo y la cautela.
HUBBLE: DE LAS GALAXIAS A LAS ESTRELLAS… DE HOLLYWOOD
Para salir del nuevo atolladero hubo que esperar a que se construyeran telescopios de mayor alcance y que apareciera en escena un personaje curioso y, para mi gusto, bastante detestable: Edwin Hubble. Antes de relajar al lector con las peripecias y el carácter de este individuo, explicaré cómo decidió el Gran Debate a favor de Curtis. Hubble, con el telescopio Hooker de Monte Wilson, lo que hizo fue encontrar varias cefeidas en Andrómeda. La distancia desde nosotros que marcaban las estrellas variables era mucho mayor que el mayor diámetro que predecía Shapley para nuestra gran (y única, según él) galaxia, la Vía Láctea. O sea, que Andrómeda estaba fuera y muy lejos de nosotros (si la Vía Láctea fuera como Andalucía, Andrómeda, de porte similar, estaría por Australia), por lo que todas las nebulosas espirales, que parecían mucho más alejadas que Andrómeda (así es), bien podían ser otras galaxias parecidas a ambas: el universo era de un tamaño muchísimo mayor que el previsto por Shapley, y sus ladrillos básicos podían ser las galaxias y no las estrellas ni los cúmulos de éstas.
Anita Loos, la autora de la novela que dio pie a los guiones de un espectáculo de Broadway y una película, titulados todos gloriosamente Los caballeros las prefieren rubias, dijo de Hubble que era muchísimo más guapo que Clark Gable. Se supone que ella entendía de eso. El lector pensará que los que, como ya he confesado antes, detestamos al astrónomo que dio con las claves del universo y que para las mujeres era atractivo a rabiar, no podemos ser más que simples envidiosos. ¡Qué va!
Hubble nació en un pueblucho de Missouri, siendo el tercero de siete niños que sobrevivieron a varios más que tuvo un honrado agente de seguros. Puritano y tan estricto que ni probaba el alcohol ni de su boca salía un taco, el agente educó a sus hijos sin grandes ambiciones: sólo tenían que ser buenos cristianos y honrados padres de familia. Y madres, porque Edwin tuvo tres hermanas. En esta familia tan anodina creció el futuro astrónomo, que lo fue gracias al único miembro interesante de ella: el abuelo James, que era primo nada menos que del bandido Jesse James, tal como suena. Y además, era astrónomo aficionado, pero aficionado de los buenos, es decir, de los que se construían sus propios telescopios.
Al agente de seguros le fueron muy bien las cosas y se mudó con toda la familia a Chicago. Vivieron en un barrio ni pobre ni rico, cuyo instituto no estaba mal, pero tampoco era especialmente prestigioso. Las notas de Edwin no eran malas ni excepcionales, pero él era un líder en todo lo demás, o sea, en el patio del colegio y en los campos de fútbol y baloncesto. El liderazgo ya era muy apreciado en el Estados Unidos de entonces, aunque todavía no se había convertido en la religión en la que se transformó poco después. Así pues, el mozarrón obtuvo una beca para la Universidad de Chicago.
Edwin no destacó en los estudios ni en los deportes en la universidad como había hecho en el instituto, pero pocos combinaban ambas facetas tan bien como él. Su padre quería que estudiara leyes, pero a él le seguía influyendo su abuelo con lo de la astronomía. Entonces aprovechó una oportunidad de oro: una beca Rhodes. Estas becas se destinaban (hoy día aún se convocan) a futuros líderes en ciernes para estudiar tres años en Oxford. Además, eran de 1.500 dólares anuales, un dineral a principios de siglo. El deporte que le sirvió de catapulta a Edwin fue el baloncesto. Y ya tenemos al norteamericano alto y guapo en el Queen College de Oxford, donde lo primero que hizo fue adoptar el acento vernáculo de aquella insigne universidad. Pero lo hizo de forma tan exagerada que se convirtió en el hazmerreír de todos: oxonienses y colegas norteamericanos. A los primeros les divertían los fallos tan graciosos que cometía; los segundos encontraban inexplicable que Edwin adoptara un acento que ellos evitaban que se les contagiara, como si de la peste se tratara, al considerarlo una auténtica mamarrachada. Tanto le impresionó Oxford a Hubble que inmediatamente solicitó el ingreso en el equipo de remo. Lo obtuvo, remó como un loco y terminó lesionado, por lo que al fin se pudo dedicar a estudiar leyes, nada de astronomía, porque no era cuestión de enemistarse con su padre, aunque poco a poco fue asistiendo a algunos cursos de astronomía.
Un norteamericano en la Europa de la primera década del siglo XX con dólares en el bolsillo era un personaje fuera a donde fuera. Por ejemplo, en Alemania. Allí el joven Hubble quedó gratamente impresionado. ¡Qué eficiencia, qué poderío militar! El deporte que eligió practicar durante su larga estancia en Alemania no podía ser más apropiado a su sentimiento: esgrima, pero la esgrima que se practicaba en los duelos de honor, si bien no participó en ninguno de verdad.
Cuando Edwin regresó a Estados Unidos, concretamente a Kentucky, donde se había mudado su familia después de la reciente muerte del padre, causó sensación. O estupefacción, lo dejo a la imaginación del lector, porque se presentó vistiendo pantalones bombachos, un reloj de pulsera (una excentricidad como la anterior en aquel lugar y en aquella época), un anillo en cada dedo meñique, un sombrerito de paja, una capa y un bastón de caña. Y, encima, hablando de aquella manera que al principio no se le entendía y después provocaba la risa tonta.
El mejor empleo que encontró Hubble fue de profesor de instituto. Enseñaba ciencias y, curiosamente, español. Tenía a los chavales fascinados, porque, por una parte, lo consideraban amanerado hasta el ridículo, pero, por otra, era un maestro del baloncesto. Tanto fue así que como entrenador llevó al equipo del colegio hasta el tercer puesto del campeonato estatal. Y ya estamos en el infausto 1914, año en que empezó la Gran Guerra. Y la guerra, cosa que a poquísima gente le pasa, fue para Hubble una bendición.
Harto del instituto, solicitó plaza en los observatorios astronómicos. Era un momento muy apropiado porque se estaban construyendo nuevos telescopios por todo el país. Las respuestas por carta eran lacónicas, pero en cuanto le hacían una entrevista personal, quienquiera que se la hiciera caía presa de los encantos del atlético y simpático astrónomo. Empezó en el Observatorio Yerkes de la Universidad de Chicago, que estaba a unos cien kilómetros de la ciudad. Hubble inició allí un periodo de cuarenta años mirando al cielo nocturno. Corría el año 1915. Comenzó a observar lo que entonces se llamaban nebulosas tenues. A continuación, paso a hacer una breve digresión para que el lector no se líe con los términos antiguos y modernos.
Lo que Hubble estudiaba era lo que hoy llamamos galaxias: conjuntos de centenares de miles de millones de estrellas, polvo estelar y muchas más cosas de las que todavía no sabemos nada, y que muy pronto las describiremos más adecuadamente. La palabra «galaxia» era la preferida por Shapley, curiosamente porque él no creía que hubiera más que una, aunque pronto se convenció de su abundancia. Así pues, y para más ironía, Hubble dedicó su vida profesional a estudiar objetos que casi se podían considerar bautizados por el que sería su enemigo mortal: el propio Shapley. La palabra nebulosa se utiliza hoy día para designar no las manchas tenues con las que Hubble comenzó su carrera de astrónomo, sino a las nubes de polvo que vagan por nuestra galaxia y que son remanentes de explosiones supernovas, o sea, los restos de las estrellas muertas. Los cúmulos globulares son parecidos a lo que se suponía antiguamente: inmensas agrupaciones de estrellas (entre miles y centenares de miles) más o menos esféricas y que están situadas normalmente por encima y por debajo del disco galáctico de estrellas.
Como íbamos diciendo, Hubble se dedicaba a observar las galaxias, y lo hacía muy bien y con gran paciencia, algo que para muchos resultaba sorprendente debido a su carácter inquieto y ambicioso.
En Monte Wilson, California, se acababa de instalar el mayor telescopio del mundo y necesitaban jóvenes astrónomos. Hubble solicitó una plaza, lo entrevistaron y se la dieron. Era 1917, y todo el mundo estaba alterado. A Hubble le llegaban noticias de que todos sus compañeros y amigos de Oxford estaban en el campo de batalla, algunos incluso ya habían muerto, y Estados Unidos estaba a punto de entrar en la guerra. La principal enemiga era su amada Alemania, pero él era un patriota de tomo y lomo, así que preguntó si le guardarían la plaza en Monte Wilson si se alistaba y le dijeron que por supuesto. Empezó el entrenamiento como oficial de la reserva en mayo de 1917, y en un año ya era capitán al mando de un batallón. En septiembre del año siguiente embarcó hacia Europa como comandante. Llegó a Francia en octubre, y si no se da prisa no llega a frente alguno porque los alemanes estaban de retirada.
Hubble se inventó mil hazañas bélicas, pero lo único constata ble es que en su hoja de servicios, donde ponía battles, engagements, skirmishes («batallas», «combates», «escaramuzas») se consignaba none («ninguna»).
El armisticio llegó muy pronto a Europa y, aprovechando que estaba en el viejo continente, fue a su querida Oxford. Pero en la insigne universidad no quedaba casi nadie, por lo menos en astronomía. Se fue a Cambridge. Allí estaba el gran astrofísico Eddington y algunos físicos de renombre. Aprendió mucho con ellos. Al año o así le reclamaron de Monte Wilson y cuando llegó al observatorio causó una impresión aún más notable que cuando regresó de Oxford a Kentucky: impecable en su uniforme militar y como héroe de guerra, se hizo llamar comandante Hubble, e incluso, simplemente, Comandante.
Las nebulosas tenues que observaba Hubble le iban convenciendo cada vez más firmemente de que eran galaxias lejanas tan pobladas de estrellas como la Vía Láctea. Recuerde el lector que la prueba la obtuvo Hubble usando el método de calcular distancias cósmicas establecido por Leavitt y Shapley con las estrellas variables cefeidas, primero en Andrómeda y después en otras galaxias. También ha de recordar el lector que los argumentos de Shapley y los defensores de una sola galaxia, la Vía Láctea, eran poderosos y variados, por más que sólo hayamos presentado algunos. O sea, que a la postre, primero Curtis y después Hubble llevaban razón. Pero las disputas que mantuvo este último con los que pensaban como Shapley rayaban en la grosería. Y Shapley no era suave que digamos, por lo que como he indicado fueron enemigos acérrimos durante toda la vida.
Le doy al lector otro ejemplo para que vea que la controversia tenía mucha razón de ser todavía por aquel entonces, digamos 1924, año en que Hubble publicó su justamente famoso artículo cuyo título encontrará razonable el lector: «Cefeidas en nebulosas espirales». Un holandés que trabajaba también en Monte Wilson calculó que si las llamadas galaxias de Hubble giraban como parecía y sus tamaños y distancias eran las que decía el comandante, las estrellas de sus bordes llevaban una velocidad mayor que la de la luz. Como eso no era posible por ir en contra de la ya por entonces célebre teoría de la relatividad de Einstein, la única conclusión posible era que esas nebulosas no eran galaxias y estaban dentro de la Vía Láctea. El comandante zahirió al holandés, que, además de excelente astrónomo, era amigo de Shapley, todo lo que pudo. Los dos llevaban razón, pero Hubble más que Van Maanen (el holandés), por más que los cálculos de este último fueran correctos aunque basados en los datos erróneos de Hubble. Lo dicho: un lío, pero encima enredado con argumentos razonables de todas las partes.
El lector pensará, con razón, que aún no he dicho qué fue lo que hizo Hubble de meritorio para la nueva concepción del mundo, ni por qué lo he tachado de detestable. Ni lo de las cefeidas en las nebulosas parecía muy decisivo ni sus payasadas en Oxford y las mentirijillas sobre la guerra eran tan odiosas. Empecemos por esto último, que es lo irrelevante pero divertido, y seguiremos con lo importante, que aunque sea de gran interés es más duro de roer.
El citado 1924 fue el año milagroso para Hubble, pero no por lo de las cefeidas en Andrómeda, sino por haberse casado con Grace Burke Leib. Sus apellidos le venían de uno de los banqueros más ricos de Los Ángeles, Burke, su padre, y de un geólogo aún más rico por parte de familia, Leib, su difunto marido, que se había asfixiado inspeccionando una mina de carbón. O sea, que ese año Hubble se hizo astrónomo famoso y rico como jamás lo hubiera soñado.
El viaje de novios fue apoteósico. Primero, lógicamente, la pareja fue a Oxford y Cambridge, donde el novio, además de dar seminarios, invitaba a lo grande a todo científico importante. Después París, Ginebra… ¡Florencia! Lo de Florencia fue notable porque Hubble quedó tan maravillado