La conquista social de la Tierra

Edward O. Wilson

Fragmento

Prólogo

No hay grial más escurridizo o precioso en la vida de la mente que la clave para comprender la condición humana. Siempre ha sido costumbre de quienes lo buscan explorar el laberinto del mito: para la religión, los mitos de la creación y los sueños de los profetas; para los filósofos, las nuevas percepciones de la introspección y el razonamiento basados en ellos; para las artes creativas, las afirmaciones basadas en un juego de los sentidos.

El gran arte visual en particular es la expresión del viaje de una persona, una evocación de sentimientos que no puede expresarse en palabras. Quizá en lo que hasta la fecha está oculto se halla un significado más profundo, más esencial. Paul Gauguin, cazador de secretos y famoso Hacedor de Mitos (como se le ha llamado), hizo ese intento. Su relato es un telón de fondo valioso para la respuesta moderna que se ofrecerá en la presente obra.

A finales de 1897, en Punaauia, a cinco kilómetros del puerto tahitiano de Papeete, Gauguin se sentaba para plasmar en un lienzo su pintura mayor y más importante. Estaba débil por la sífilis y una serie de ataques cardíacos que lo habían extenuado. Sus fondos casi habían desaparecido, y estaba deprimido por la noticia de que su hija Aline había muerto recientemente de neumonía en Francia.

Gauguin sabía que se le acababa el tiempo. Quería que ese cuadro fuera el último. De manera que, cuando lo terminó, se dirigió a las montañas situadas detrás de Papeete decidido a suicidarse. Llevaba consigo un frasco de arsénico que había guardado, quizá sin saber lo dolorosa que puede ser la muerte causada por este veneno. Pretendía esconderse antes de ingerirlo, de manera que su cadáver no fuera encontrado enseguida y pudiera ser devorado por las hormigas.

Pero después se desdijo, y volvió a Punaauia. Aunque le quedaba muy poco tiempo de vida, había decidido seguir adelante. Para sobrevivir, aceptó un trabajo en Papeete, de seis francos al día, como administrativo del Ministerio de Obras Públicas e Inspecciones. En 1901 se aisló todavía más y se mudó a la pequeña isla de Hiva Oa, en el remoto archipiélago de las Marquesas. Dos años más tarde, sumido en problemas legales, Paul Gauguin murió de un ataque al corazón causado por la sífilis. Fue enterrado en el cementerio católico de Hiva Oa.

«Soy un salvaje —escribió a un magistrado pocos días antes de su muerte—. Y la gente civilizada lo sospecha, porque en mis obras no hay nada tan sorprendente ni desconcertante como este aspecto de “salvaje a pesar de mí mismo”.»

Gauguin había llegado a la Polinesia Francesa, a este casi imposible fin del mundo (solo las islas Pitcairn y de Pascua son más remotas), para encontrar a la vez la paz y una nueva frontera de expresión artística. Alcanzó la segunda, si no la primera.

El viaje de cuerpo y alma de Gauguin fue único entre los grandes artistas de su época. Nacido en París en 1848, su madre medio peruana lo crió en Lima y después en Orleans. Esta mezcla étnica ya ofrecía un atisbo de lo que iba a venir. De joven se incorporó a la marina mercante francesa y viajó alrededor del mundo a lo largo de seis años. Durante ese período, en 1870-1871, fue testigo de la guerra franco-prusiana, en el Mediterráneo y en el mar del Norte. A su retorno a París prestó primero poca atención al arte, para convertirse en corredor de bolsa bajo el asesoramiento de Gustave Arosa, su adinerado tutor. Su interés por el arte lo despertó y lo mantuvo Arosa, un importante coleccionista de arte francés, entre cuyas obras figuraban las últimas del impresionismo. Cuando el mercado de valores francés se hundió en 1882 y su propio banco quebró, Gauguin se dedicó a pintar y empezó a desarrollar su considerable talento. Inspirado en el impresionismo de pintores de grandeza indudable (Pissarro, Cézanne, Van Gogh, Manet, Seurat, Degas), se esforzó para unirse a sus filas. Mientras viajaba aquí y allá, de Pontoise a Ruán, de Pont-Aven a París, creó retratos, naturalezas muertas, paisajes en una obra cada vez más fantasmagórica, que presagiaba el Gauguin que estaba por llegar.

Pero Gauguin estaba descontento con el resultado, y permaneció muy poco tiempo en compañía de sus deslumbrantes contemporáneos. No se había hecho rico y famoso con su propio esfuerzo, aunque, como declararía más tarde, sabía que era un gran artista. Anhelaba una vida más sencilla y más fácil para encontrar su destino. París, escribió en 1886, «es un desierto para un hombre pobre. […] Me voy a Panamá para vivir la vida de un nativo. […] Me llevaré mis pinturas y mis pinceles y me revigorizaré lejos de la compañía de los hombres».

No fue solo la pobreza lo que alejó a Gauguin de la civilización. En el fondo era un alma inquieta, un aventurero, siempre ansioso de encontrar lo que había más allá del lugar en el que vivía. En arte, por consiguiente, era un experimentalista. En sus peregrinaciones era atraído por el exotismo de las culturas no occidentales, y quería sumergirse en ellas en busca de nuevos modos de expresión visual. Pasó un tiempo en Panamá y después en la Martinica. De regreso a su hogar, solicitó un puesto en la provincia de Tonkín, en la actualidad Vietnam del Norte, que entonces era gobernada por Francia. Al no conseguirlo, se dirigió finalmente a la Polinesia Francesa, el último paraíso.

El 9 de junio de 1891, Gauguin llegó a Papeete y se sumergió en la cultura indígena. Con el tiempo se convirtió en defensor de los derechos de los nativos, y por lo tanto en un alborotador a los ojos de las autoridades coloniales. Pero mucho más importante fue que se convirtió en pionero de un nuevo estilo denominado primitivismo: plano, pastoral, a menudo de colores violentos, simple y directo, y auténtico.

No obstante, no podemos eludir la conclusión de que Gauguin buscaba algo más que ese nuevo estilo. Estaba asimismo profundamente interesado en la condición humana, en lo que era en realidad, y en cómo retratarla. Los escenarios de la Francia metropolitana, especialmente París, constituían un paisaje de mil voces que clamaban para conseguir la atención, en el que la vida intelectual y artística estaba regida por autoridades reconocidas, cada una de ellas enraizada en su propia parcela de pericia. Al sentir de Gauguin, nadie podía hacer una nueva unidad a partir de esa cacofonía.

Sin embargo, eso podría hacerse en el mundo de Tahití, muchísimo más simple, pero aun así totalmente funcional. Allí, posiblemente, se podría cortar hasta la roca madre de la condición humana. En ese aspecto, Gauguin era como Henry David Thoreau,* quien anteriormente se había retirado a su minúscula cabaña a orillas del estanque Walden, «para afrontar solo los hechos cruciales de la vida, y ver si acaso podía yo aprender aquello que esta tenía que enseñar […] para hacer un gran papel y salir airoso, para arrinconar a la vida y reducirla a sus términos más bajos».

Esta percepción la expresa mejor Gauguin en su obra de arte de tres metros y medio de ancho. Observemos atentamente sus detalles. Contiene una serie de figuras distribuidas

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