De matasanos a cirujanos

Lindsey Fitzharris

Fragmento

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Cuando un científico distinguido pero anciano afirma que algo es posible, es casi seguro que tenga razón. Cuando afirma que algo es imposible, es casi seguro que esté equivocado.[1]

ARTHUR C. CLARKE

La tarde del 21 de diciembre de 1846, cientos de hombres se agolpaban en la sala de operaciones(1) del hospital University College, donde el cirujano más famoso de la ciudad se preparaba para fascinarlos con la amputación de una pierna por la mitad del muslo. Cuando se presentaron allí, no sabían que iban a ser testigos de uno de los momentos estelares de la historia de la medicina.

La sala de operaciones se hallaba atestada de estudiantes de medicina y espectadores curiosos, muchos de los cuales llevaban consigo la suciedad y la mugre de la vida cotidiana en el Londres victoriano. El cirujano John Flint South comentó que las avalanchas y las peleas por conseguir un sitio en una sala de operaciones no eran diferentes de las que se producían por conseguir un asiento en el patio de butacas o el palco de un teatro.[2] Los asistentes se apretujaban como sardinas enlatadas, en las últimas filas eran constantes los empujones para ver mejor, y a menudo se oía gritar «¡Esas cabezas!» cada vez que a alguien se le interponía una. En ocasiones había en esas salas tal cantidad de gente hacinada que el cirujano no podía operar hasta que se hubiera despejado parcialmente. A pesar de que era diciembre, el ambiente allí dentro era sofocante, rayando en lo insoportable. Y el calor resultante del hacinamiento de los cuerpos resultaba insufrible.[3]

El público estaba compuesto por un grupo de hombres eclécticos, algunos de los cuales no eran ni médicos ni estudiantes de medicina. En las dos primeras filas de una sala de operaciones solían estar los hospital dressers, como se conocía a los auxiliares que acompañaban a los cirujanos en sus rondas y que transportaban las cajas con los materiales necesarios para vendar heridas. Detrás de ellos se colocaban los alumnos, que no dejaban de darse empujones y cuchichear en las últimas filas, así como invitados de honor y otros miembros del público.[4]

El voyerismo médico no era nada nuevo. Había comenzado en los escasamente iluminados anfiteatros anatómicos del Renacimiento, donde cuerpos de criminales ejecutados eran diseccionados ante espectadores cautivados como si se tratara de un castigo adicional por sus crímenes. Previo pago, los espectadores observaban a los anatomistas extraer del vientre de cadáveres ya en descomposición vísceras de las que no solo brotaba sangre, sino también fétido pus.[5] La macabra demostración se acompañaba en ocasiones de las rítmicas y nada apropiadas notas de una flauta. Las disecciones públicas eran «teatrales», una forma de entretenimiento tan popular como las peleas de gallos o el hostigamiento a osos. Pero no todo el mundo tenía estómago para contemplar aquello. El filósofo francés Jean-Jacques Rousseau dijo de esta experiencia: «¡Qué espectáculo tan horrendo es un teatro anatómico! Cadáveres apestosos, carne amoratada, sangre, intestinos repugnantes, horribles esqueletos, vapores pestilentes! Creedme cuando os digo que ese no es el sitio donde yo buscaría entretenimiento».[6]

La sala de operaciones del hospital University College se parecía más o menos a otras existentes en la ciudad. Consistía en una plataforma parcialmente cerrada por gradas semicirculares que ascendían hasta una gran claraboya que iluminaba la zona central. Los días en que las nubes ocultaban el sol, gruesas bujías alumbraban la escena. En el centro de la sala había una mesa de madera con señales reveladoras de carnicerías anteriores. Debajo de la mesa se había esparcido serrín por el suelo para que absorbiera la sangre que pronto brotaría de la extremidad amputada. Casi todos los días, los gritos de los que se sacudían bajo el cuchillo se fundían discordantes con los ruidos cotidianos de la avenida: risas de niños, charlas de gente y tránsito de carruajes.

En la década de 1840, la cirugía era una práctica repulsiva con muchos peligros ocultos. Debía evitarse a toda costa. Los riesgos no eran pocos, y muchos cirujanos se negaban en redondo a operar. Se prefería limitar su alcance al tratamiento de dolencias externas, como afecciones de la piel y heridas superficiales. Los procedimientos invasivos eran escasos y distantes en el tiempo, y este era uno de los motivos por los que tantos espectadores acudían a las salas de operaciones cuando había una intervención quirúrgica. En 1840, por ejemplo, solo se realizaron ciento veinte operaciones en la Royal Infirmary de Glasgow. La cirugía era siempre el último recurso, y solo se llevaba a cabo en casos de vida o muerte.[7]

El médico Thomas Percival aconsejaba a los cirujanos cambiar sus delantales y limpiar la mesa y los instrumentos entre intervenciones, no con fines higiénicos, sino para evitar «todo lo que pudiera infundir horror».[8] Pocos seguían sus consejos. El cirujano operaba con un delantal manchado de sangre, rara vez se lavaba las manos o los instrumentos, y llevaba a la sala el inconfundible olor a carne podrida al que los de su profesión se referían alegremente como la «vieja y buena peste de hospital».

Cuando los cirujanos creían que el pus era una parte natural del proceso de curación, en lugar de una siniestra señal de sepsis, la mayoría de las muertes estaban causadas por infecciones postoperatorias. Las puertas de aquellas salas eran las puertas de la muerte. Resultaba más segura una operación en casa que en un hospital, donde las tasas de mortalidad eran de tres a cinco veces más altas que en el ámbito doméstico. Ya en 1863, Florence Nightingale declaró: «La mortalidad real en los hospitales, especialmente en los de las ciudades grandes y superpobladas, es muy superior a la que se esperaría de cualquier cálculo de la mortalidad por la misma clase de enfermedades entre los pacientes tratados fuera del hospital».[9] Pero recibir tratamiento en casa era caro.

Las infecciones y la suciedad no constituían los únicos problemas. La cirugía era dolorosa. Durante siglos se buscó la manera de que lo fuera menos. Aunque el óxido nitroso había sido reconocido como analgésico desde que el químico Joseph Priestley lo sintetizara en 1772, el «gas de la risa» no se usaba normalmente en la cirugía porque no se confiaba en sus resultados. El mesmerismo —que debe su nombre al médico alemán Franz Anton Mesmer, inventor en la década de 1770 de la técnica hipnótica— tampoco había hallado aceptación en la práctica médica corriente del siglo XVIII. Mesmer y sus seguidores creían que cuando ponían sus manos en los pacientes ejercían alguna influencia física sobre ellos. A su parecer, esta influencia producía cambios fisiológicos positivos que ayudaban a los pacientes a sanar, además de conferirles poderes psíquicos. La mayoría de los médicos no estaban convencidos.

El mesmerismo gozó de un breve resurgimiento en Gran Bretaña durante la década de 1830, cuando el médico John Elliotson comenzó a realizar demostraciones públicas en el hospital University College durante las cuales dos de sus pacientes, Elizabeth y Jane O’Key, eran capaces de predecir el destino de otros pacientes del hospital. Bajo la influencia hipnótica d

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