Dividir un folio para situar en cada uno de sus extremos los pros y los contras de una decisión difícil forma, hoy día, parte del sentido común a la hora de conducirse. Es de suponer que, tal y como se explica en la introducción, el día que Benjamin Franklin recomendó este sencillo proceder a su indeciso amigo Joseph Priestley le proporcionó un gran servicio. Los 7 hábitos de la gente desinformada es, si se quiere, un texto análogo a aquella famosa misiva: un conjunto de reflexiones y consejos breves que bien podrían acabar integrando el más elemental sentido común, pero que hoy son raramente aplicados. ¿De qué trata este ensayo? [D]e cómo la tecnología y las personas hemos encontrado maneras atractivas y confortables de autodesinformanos; [...] el objetivo de las páginas que siguen es ayudar a identificar los hábitos que nos convierten en desinformadores o a quienes no hacen más vulnerables a la desinformación de otros en el entorno digital ¿A quién se dirige? "Está pensado para ser útil a todos los públicos, desde los expertos en redes sociales y profesiones de la gestión de cuentas en Twitter hasta aquellas personas que solo visitan las webs de la prensa de toda la vida. El texto parte de una paradoja: jamás hemos gozado de tanta información como hoy, y sin embargo no parece que estemos mejor posicionados para decidir de manera inteligente que en épocas pasadas. Precisamente, puede que gozar de armas tan poderosas para luchar contra la ignorancia como son las redes e internet, nos hayan relajado en exceso y vuelto especialmente vulnerables al bulo y al rumor. Hoy, dice el autor, Somos capaces de desinformarnos a demanda para poder decidir a placer. Precisamente la definición -muy socrática- que nos dá Marc Argemí de la persona desinformada tiene que ver, no tanto con la cantidad de verdades que atesora, sino con la actitud que enfrenta los procesos informativos. Así, las personas informadas son aquellas que saben que están desinformadas y toman medidas para no dejarse engañar por la desinformación y para minimizarla tanto como sea posible. Las medidas que el autor nos propone en este sentido no son pocas ni tampoco sencillas; chequear la fuente de las informaciones, investigar la financiación del periódico, comprobar la afiliación ideológica del periodista..., no es algo que pueda hacerse habitualmente ni con regularidad. Asimismo, esquivar nuestros sesgos cognitivos, ser autocríticos, evitar las cámaras de eco, o -en general- abstraernos de nuestras emociones a la hora de informarnos es, prácticamente, una quimera. Tan es así que, a medida que avanzan las páginas cierto sentimiento de parálisis e impotencia podrían adueñarse de uno: ¿acaso puedo fiarme de algo? ¿Cómo evitar estar desinformado? Que el lector abandone toda esperanza, alguna que otra vez, quizás muchas, se la van a colar. Pero ello no debería preocuparnos excesivamente ya que, como se precisa acertadamente en el último capítulo, un problema que no tiene solución no es un problema, es una circunstancia con la que aprender a convivir. Precisamente, el sentido profundo de esta obra reside en ayudarnos a lidiar mejor con la irremediable precariedad informativa en la que vamos a vivir. Aceptemos que no podemos tener una opinión demasiado sólida de todos los temas y que seremos fácilmente engañados; que por ello, conviene entonces ser precavidos, tomarse las informaciones recibidas con una dosis de sano escepticismo y, en definitiva, afilar nuestro espíritu crítico. En este sentido, la referencia final a Popper -como la anterior a Sócrates- no es en absoluto gratuita: como demostrara el filósofo vienés, podemos estar mucho más seguros de todo aquello que desconocemos que de aquello que efectivamente conocemos. La conclusión es evidente: conduzcámonos entonces con bastante modestia. Como digo, este pesimismo epistémico podría conducirle a uno a cierto estado de desánimo, incluso de paranoia desde el que que desconfiar de todo y todos. Al contrario, lo que nos propone Marc Argemí es un complejo ejercicio de funambulismo entre los muchos extremos viciosos que menciona: el cuñado que se las traga todas por querer ser el más listo de la sala, y el conspiranoico, que por no querer equivocarse nunca, niega cualquier verdad oficial por evidente y palmaria que sea. Una obra muy recomendable, pero que en ocasiones deja al lector con ganas de mayor profundidad en las muchas y apasionantes cuestiones que el autor menciona solo de pasada. El modus operandi de la rumorología que trabajaba el servicio secreto británico durante la segunda guerra mundial -al que Marc Argemí dedicó su tesis doctoral- o los matices de la mecánica propagandística constantes a lo largo de las décadas podrían haber merecido muchas más páginas, en detrimento de las diversas anécdotas y ejemplos con los que se inicia cada capítulo y se ilustra su idea clave. Quizás el miedo a perder la cada vez más volátil atención del lector, acostumbrado hoy a las fugaces stories de instagram o a los tuits de 120 caracteres, haya provocado esta apuesta por la excesiva divulgación. De otra parte, puede tratarse de una opción deliberada para despertar en el lector la curiosidad para saber más y animarlo a explorar las ciencias de la comunicación. Un propósito que Marc Argemí consigue sobradamente, y es que: ¿Por qué habrá tanta gente que niega la llegada del hombre a la Luna? ¿Por qué el FoMO -fear of missing out- podrá más que el miedo a equivocarse, a que le tomen el pelo a uno? ¿Por qué
? Con Los 7 hábitos de la gente desinformada se obtiene un manual del navegante informado en las aguas revueltas y llenas de piratas que son hoy las redes y el mundo virtual. Escrito con soltura, concisión y en un momento inmejorable, vale la pena conocer estos vicios en los que será fácil reconocerse con cierta vergüenza y sonrojo. Un libro estupendo para nuestro amigo listillo y que tanto bien haría en los estudios de radio y televisión en los que habitan los convencidísimos todólogos, preparados por igual para opinar de economía, geopolítica o el último fichaje sonado de la temporada. Un libro que leería con gusto el Oráculo de Delfos y que pone en valor una de las frases más bonitas de nuestro idioma: no lo sé, la verdad es que es un tema complejo que desconozco y sobre el que no tengo formada una buena opinión.
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