Cero. La visita a los abuelos
Un día, hace años, estuve en Atapuerca y al volver a casa, cuando me preguntaron que de dónde venía, dije:
—De ver a los abuelos.
Aquella experiencia cambió mi vida. Regresé convencido de que entre los habitantes supuestamente remotos del conocido yacimiento prehistórico y yo había una proximidad física y mental extraordinaria.
Lo sentí como se siente una llaga.
Los siglos que nos separaban eran calderilla frente a los milenios que nos unían. Los seres humanos hemos pasado el noventa y cinco por ciento de nuestra existencia en la Prehistoria. Acabamos de aterrizar, como el que dice, en este lapso brevísimo de tiempo que llamamos Historia. Significa que la escritura, por ejemplo, se inventó ayer, aunque tenga cinco mil años. Si cerraba los ojos y alargaba el brazo, podía tocar las manos de los antiguos habitantes de Atapuerca y ellos podían tocar las mías. Ellos estaban en mí ahora, pero yo ya estaba en ellos entonces.
El descubrimiento me trastornó.
La Prehistoria no solo no era un asunto del pasado, sino que gozaba de una actualidad conmovedora. Los hechos de aquella época me concernían más que los de mi siglo porque lo explicaban mejor. Me hice, pues, con una biblioteca básica sobre el asunto y comencé a leer. Como es habitual, cuanto más aprendía más se ensanchaba mi ignorancia. Leía y leía sin desfallecer porque el Paleolítico era una droga y el Neolítico eran dos drogas y los neandertales eran tres drogas, y yo me hallaba al borde de la politoxicomanía cuando comprendí que, dadas mi edad y mis limitaciones intelectuales, jamás llegaría a saber lo suficiente como para escribir un libro original, que era lo que me había propuesto desde mi viaje a Atapuerca.
¿Qué clase de libro?
Ni idea. A ratos era una novela, a ratos un ensayo, a ratos un híbrido entre el ensayo y la novela. A ratos, un reportaje o un largo poema.
Renuncié a mi objetivo, aunque no a la droga.
Entre tanto, sucedían cosas. Publiqué una novela, por ejemplo, que me invitaron a presentar en el Museo de la Evolución Humana, vinculado al yacimiento de Atapuerca, en Burgos. Conocí entonces al paleontólogo Juan Luis Arsuaga, director científico del museo y codirector del yacimiento. Arsuaga tuvo la amabilidad de hacerme una visita guiada de la institución que gobernaba. Algunos de sus libros habían formado parte de mi biblioteca básica sobre la Prehistoria o la evolución, y los había leído con avaricia, aunque no siempre con el provecho que se merecían, pues el paleontólogo no hace muchas concesiones cuando escribe. En otras palabras, no siempre me resultaba fácil colocarme como lector a la altura de Arsuaga como autor.
Como narrador oral, en cambio, me pareció atrevido, seductor, ágil. Lo escuchaba literalmente embobado porque cada dos o tres frases perpetraba un acierto expresivo admirable. Deseé adueñarme de ese discurso, que de algún modo era el mío. Observé además que para hablar de la Prehistoria mencionaba el presente del mismo modo que para referirse al presente departía sobre la Prehistoria. Borraba, en fin, las fronteras abusivas que la educación tradicional ha instalado en nuestras cabezas respecto de esos dos periodos y reforzaba, sin saberlo, mi sentimiento de proximidad con nuestros antepasados. Advertí, escuchándolo, que había entre aquello y esto un continuum en el que yo estaba atrapado emocionalmente, pero que me costaba articular de forma racional.
Pasó otro año durante el que seguí leyendo y leyendo hasta lograr, creo, abrir grietas en el fino cristal que me separaba de mis ancestros prehistóricos.
En el cristal que me separaba de mí mismo.
Publiqué otra novela y me las arreglé para que de nuevo me invitaran a presentarla en el Museo de la Evolución Humana. Pedí también a mis editores que me organizaran, si fuera posible, una comida con Arsuaga.
Comimos.
En el segundo plato, gracias al valor obtenido de la ingesta de tres o cuatro copas de Ribera del Duero, decidí ir al grano.
—Oye, Arsuaga, tú eres un narrador oral formidable. Para las personas ignorantes como yo, te explicas mejor cuando hablas que cuando escribes.
—Eso se lo debo a las clases —apuntó él—. Tienes que inventar mil recursos para que los alumnos no se duerman.
—El caso —seguí— es que tú y yo podríamos asociarnos para hablar de la vida.
—¿Asociarnos cómo? —preguntó.
—De la siguiente manera: tú me llevas a un sitio, al que quieras: a un yacimiento arqueológico, al campo, a una maternidad, a un tanatorio, a una exposición de canarios…
—¿Y?
—Y me cuentas lo que estamos viendo, me lo explicas. Yo hago mío tu discurso. Lo digiero, selecciono sus materiales, los articulo y los pongo por escrito. Creo que levantaríamos un gran relato sobre la existencia.
Arsuaga se sirvió una copa de vino, calló unos instantes y luego continuamos comiendo y hablando de la vida: de nuestros proyectos, de nuestros gustos y disgustos, de nuestras frustraciones… Me pareció que no le había interesado mi propuesta y que fingía no haberla escuchado.
Bueno, me resigné, seguiré intentándolo por mi cuenta.
Pero cuando llegó el café, me miró atentamente, sonrió de un modo un poco enigmático y dio un golpe en la mesa con la palma de la mano al tiempo que decía:
—Lo hacemos.
Y lo hicimos.
Uno. El florecimiento del piorno
—Esto es el gamón, la planta de los Campos Elíseos. Si un día te despiertas rodeado de gamón, es que estás muerto.
Observo los pétalos blancos de la herbácea, que se abren como una alucinación ante mis ojos, y me pregunto, dada la abundancia de estas flores, si no estaremos muertos el señor que me acaba de hablar y yo. El señor es Juan Luis Arsuaga, un paleontólogo. Yo soy Juan José Millás, un paleontologizado.
La sugestión de haber fallecido me da ánimos para seguir al científico, que se introduce ahora en las intimidades de una vegetación de escasa altura bajo la que se ocultan las irregularidades de un suelo sobre el que no resulta fácil mantenerse en pie. Ascendemos hacia la parte alta de una pequeña depresión en forma de uve por cuyo fondo discurre un riachuelo. Arsuaga recorre con agilidad un sendero casi invisible que se abre entre las flores. Yo procuro pisar donde ha pisado él, pero no siempre acierto, de manera que tropiezo y pierdo la posición vertical, y me levanto sin pronunciar un ay para evitar que se vuelva y me sorprenda en una postura humillante.
Al fin llega arriba del todo, donde se detiene y espera a que lo alcance para mostrarme un conjunto rocoso de granito que evoca el escenario de un gran teatro. Su telón está formado por una cascada de agua transparente. El ojo ve; el oído oye; el interior de la nariz se humedece; la piel reacciona con un movimiento de gratitud a la fina lluvia horizontal que se desprende del salto de agua y nos refresca. Todos los sentidos se ponen en guardia, pues hay desafíos para los cinco y para más, si dispusiéramos de ellos.
¿A qué hemos venido aquí? En principio, a ver la cascada, quizá también a que la cascada nos vea a nosotros. Por un instante, bajo el sol magnífico de las cinco de la tarde de un 14 de junio, advierto el divorcio experimentado a lo largo de mi vida con la naturaleza. Noto cómo los sentidos encargados de percibir el temblor de fondo de esa naturaleza, atrofiados por la falta de uso, se despiertan para proporcionarme unos segundos, quizá unas décimas de segundo, de enorme acuerdo conmigo mismo y con mi entorno.
Hola, cascada, digo sin despegar los labios. Bienvenido, Juanjo, me responde ella telepáticamente.
Tal vez, después de todo, sí esté muerto.
Lo cierto es que no recuerdo una combinación semejante de estímulos: el del aroma de las numerosas plantas; el de su variedad cromática; el de la frescura sonora de la cortina de agua; el de la novedad de respirar un aire sin plomo; el del rumor provocado por el aleteo de los insectos… Me viene a la memoria, qué le vamos a hacer, un anuncio de perfumes. Cada uno, incluso en el más allá, es víctima de sus referencias. Ahora bien, en esta ocasión no me encuentro en el sofá, delante de la tele, en esta ocasión estoy dentro del anuncio, como si me hubieran administrado un ácido. Nos hallamos en las profundidades de un templo sin paredes.
—¿Y qué es la naturaleza sino un templo? —supongo que habría dicho Arsuaga de haber abierto la boca.
Habíamos ido a presentar nuestros respetos a la cascada, pero también, y sobre todo, a ser testigos de la floración del piorno, una planta baja de cuyo tallo brota en esta época del año una flor de diferentes tonos amarillos que proporciona al paisaje el resplandor insólito de un Rothko.
Por un momento, la vida dejó de tener un lado siniestro, un costado amenazador. La vida, en ese instante, devino en puro desplazamiento y yo formaba parte de él, del desplazamiento de la vida. Así, mis ideas eran a ratos amarillas como el piorno, y a ratos blancas como el gamón, y moradas a ratos como el cantueso, pero verdes también, como la hierba o las espigas que salpicaban el paisaje. Y cada color ofrecía una variedad infinita de modulaciones por las que mi mente se desplazaba con la lentitud de la sombra de una nube sobre la retama.
El florecimiento del piorno.
Dentro de un mes, quizá antes, cuando el sol comenzara a apretar, aquellas tonalidades amarillas perecerían con la grandeza con la que muere lo pequeño.
—No hay nada como escaparse del colegio —dijo entonces Arsuaga.
Y así era. Nos habíamos escapado del colegio, pues a esa hora de aquel 14 de junio él debía estar en la Complutense, creo, corrigiendo exámenes, y yo en mi casa, intentando escribir las primeras líneas de una novela cuyos personajes me reclamaban desde hacía meses. En cambio, nos encontrábamos en el puerto de Somosierra, a unos noventa y cinco kilómetros de Madrid y a unos mil quinientos metros de altura, disfrutando de un asueto imprevisto.
—Aquí hubo, hace unos doscientos cincuenta millones de años, una cordillera tan alta como el Himalaya que se fue erosionando. Lo que vemos ahora son sus raíces —me ilustra el paleontólogo mientras emprendemos el camino de vuelta—. Este paisaje, muy reciente, es el resultado del abandono de la ganadería. El matorral echa a perder el pasto. En España —añade sin darse un respiro— hay dos grandes periodos: el primero va desde el Neolítico hasta 1958, con los planes de desarrollo de los tecnócratas del Opus. El campo hasta entonces era un sitio lleno de gente, lleno de voces, la vida en el campo no era triste, había niños. El campo era como una calle. En 1970 el campo se había vaciado, no quedaba nadie. Ningún país europeo tiene más del cinco por ciento de población agraria.
—Claro —asentí yo mirando de no tropezar.
—Por cierto, se me olvidó decirte que tienes que leer un libro que se titula Por qué me comí a mi padre.
—Vale, de qué va —pregunté, como si el título no lo resumiera.
—Tú léelo. Es de Roy Lewis. Mira qué robles. Aquí cerca hay también un bosque de abedules.
Dos. Todo es neandertal aquí
Volví a encontrarme con Arsuaga un par de semanas más tarde. Entre tanto, la sugestión de haber muerto iba y venía, pero cuando venía la disimulaba delante de mi familia y de mi entorno. Me hice el vivo, llevé vida normal y seguí enviando mis artículos a los periódicos para los que trabajo. Muchos estaban escritos como desde el más allá, aunque ningún lector me lo hizo notar. He de añadir que la existencia, durante aquellos días, cobró una luz insólita, además de un significado del que antes carecía.
El paleontólogo me había recogido a la puerta de mi casa poco antes del mediodía y ahora viajábamos en su Nissan hacia la sierra de Madrid.
—Te voy a dar una sorpresa —dijo.
Conducía él para que yo pudiera tomar notas en un cuaderno pequeño, de tapas rojas, que compré hace años en una librería de Buenos Aires y que reservaba para escribir un poema genial que parecía que iba a llegar y que no llegó. Ya ni lo espero.
Fuimos un rato en silencio, escuchando la radio, donde desmintieron un bulo que había circulado acerca de un personaje conocido.
—Somos una especie cotilla —apuntó Arsuaga a propósito de la noticia—, aunque el cotilleo está desprestigiado porque se asocia al chisme, y son cosas distintas. El chisme sirve para controlar la jefatura. Cuando un dirigente hace algo que contradice el pensamiento convencional, es víctima del chisme. ¿Cómo crees que se acabaron en la evolución las jerarquías basadas en la fuerza?
—Ni idea —dije.
—Acabaron gracias a las pedradas. Somos la única especie que lanza objetos con precisión. Los hombres prehistóricos desarrollaron esa capacidad que no está en los chimpancés. La puntería ha sido esencial en la evolución. Desarrolla el sistema nervioso y la musculatura. La razón por la que los chimpancés no tallan no es de orden cognitivo, es que carecen de la coordinación necesaria.
El paleontólogo volvió la cabeza y me miró como para averiguar si le seguía. Yo hice un gesto leve hacia la carretera para recordarle que el que conducía era él. Cuando de nuevo me ofreció su perfil, comprobé que es un perfil de pájaro en el que destaca la nariz. Hace tiempo, creo que en la radio, le escuché decir que la nariz proyectada es un rasgo específico del rostro humano. El resto de los primates la tiene chata. Desde entonces siempre observo con cierta extrañeza este apéndice de la gente, también el mío al mirarme en el espejo. Se trata, si uno se fija bien, de un añadido curioso. Un pegote en medio de la cara. La nariz de Arsuaga, como decía, le proporciona un aire de pájaro. Sus dientes, ligeramente desorganizados, contribuyen a este efecto. También su pelo, blanco y revuelto como la cresta de algunas aves tropicales.
El paleontólogo suspiró, sonrió con expresión de nostalgia, y continuó hablando:
—Los historiadores no tienen suficientemente en cuenta esta capacidad para lanzar piedras. Una pedrada en el cráneo de una hiena la mata. Los perros huyen cuando nos agachamos como para coger una piedra porque una pedrada en la boca los deja sin dientes. El lanzamiento de piedras es una cosa muy seria. No te sirve de nada ser el más bruto, si los demás miembros del grupo saben lanzar piedras.
—David contra Goliat —se me ocurrió.
—Ahí lo tienes —continuó él—. La fuerza fue sustituida por la política gracias a las piedras. Los chismes son nuestras piedras. Acaban con la reputación de alguien y lo inhabilitan para convertirse en jefe.
—¿Y el cotilleo?
—El cotilleo es una forma de coerción que impide que alguien se desvíe de la norma. Es muy opresivo, sobre todo en las comunidades pequeñas. Mira cómo está la retama. La jara, en cambio, ya no.
Entramos en el valle del Lozoya, por el que discurre el río del mismo nombre, en la sierra de Guadarrama, al noroeste de la Comunidad de Madrid.
—La sierra de Guadarrama —dijo cambiando de conversación— no es la más alta ni la más bella, pero sí la más culta. Todos los poetas y pensadores del regeneracionismo han escrito sobre ella. Los regeneracionistas no eran escritores de café, estaban ligados a la naturaleza. Son lo mejor de la cultura española del siglo XX. Tras la Guerra Civil, el campo y el deporte empezaron a estar mal vistos. Un intelectual, después de la guerra, no iba al campo. Mira a tu derecha: aquello es Peñalara.
Miré a mi derecha y de paso, furtivamente, eché un vistazo al reloj. Ya era la hora de comer, pero el paleontólogo no daba muestras de dirigirse a ningún restaurante. Cuando no como a mi hora, la caída del azúcar o de los carbohidratos, no sé, la caída de algo dentro de mi sistema endocrino me pone de mal humor, de manera que me costaba atender a lo que decía.
Pero en esto, tras dejar atrás un pueblo pequeño, de nombre Lozoya, entramos, literalmente hablando, en el paraíso.
Ante mis ojos se manifestó un paraje que no es de este mundo.
¿Otra prueba de que estamos muertos?
El sol, que se encontraba en lo más alto de su recorrido, provocó una borrachera de luz que excitaba los sentidos, dando lugar a una percepción como de realidad aumentada, quizá de sueño lúcido. Abrí la ventanilla del coche y al respirar respiré luz, sudé luz, la luz penetraba por mis poros, alcanzaba mis huesos, atravesaba su tuétano, salía por mi espalda y seguía su camino hacia el centro de la tierra, donde quizá devenga en una luz oscura que ilumine de forma inversa sus entrañas. No había nadie a nuestro alrededor, ningún coche, ninguna moto, ninguna bicicleta. De vez en cuando una sombra con forma de pájaro rasgaba la materia silenciosa de la que está hecho el aire.
—¿Estamos en el Valle Secreto? —pregunté.
—Sí —dijo el paleontólogo—, el valle de los Neandertales. Se le llama secreto porque está muy aislado.
Me había hablado de él en el encuentro anterior, prometiéndome que un día me llevaría a verlo. Para mí significaba visitar a los abuelos, pues soy neandertal. Lo sé desde el colegio porque los niños sapiens, que eran unos cabrones, me miraban raro. Tenía que llevar a cabo unos esfuerzos heroicos para ocultar mi neandertalidad, así que me pasaba la vida observándolos para imitar su comportamiento y no me quedaba tiempo para dedicarme al estudio. Suspendía todo, lo que me volvía más neandertal, si cabe. Mi familia, a simple vista, no parecía neandertal, por lo que deduje enseguida que era adoptado, un adoptado idiota, claro, hasta que tropecé en la tele con un programa de neandertales y me reconocí en el protagonista, que parecía una copia de mí o yo de él. Mis padres no se dieron cuenta de nada. Papá, que era un sapiens sapiens de los de pura cepa, dijo que menos mal que el hombre había logrado escapar de aquella condición.
«¿Por qué?», pregunté yo.
«Porque los neandertales —dijo él— carecían de capacidad simbólica».
No me atreví a preguntar en qué consistía la capacidad simbólica, pero consulté la enciclopedia y aprendí lo que era un símbolo. Las banderas, por ejemplo. A mí me parecían unos símbolos de mierda, pero fingí interesarme por ellas para hacerme pasar por sapiens. Estábamos rodeados de símbolos. El collar de perlas Majorica de mi madre, por poner otro ejemplo, también era un símbolo (de estatus). Averigüé asimismo que los neandertales y los sapiens habían intercambiado todo tipo de materiales, incluido el genético. Al principio, los sapiens daban a los neandertales collares de vidrio a cambio de comida porque a los sapiens les gustaba la gastronomía mientras que a los neandertales les fascinaba el resplandor. Al carecer de capacidad simbólica, pensaba yo, ignoraban el significado de ese resplandor, pero se quedaban encandilados con él. El caso es que de tanto intercambiar objetos, y como el roce hace el cariño, los neandertales y los sapiens empezaron a meterse en la cama juntos. Los sapiens, que eran los listos, lo hacían por vicio, mientras que los neandertales, más ingenuos, se acostaban por amor. Y ahí es donde comenzó el intercambio genético.
En mi calidad de neandertal pasé una adolescencia muy dura, pues no quería a las chicas por su dinero (la ausencia de capacidad simbólica me impedía apreciar el valor de los billetes de banco), sino por su resplandor. Pero a ellas les gustaban los jóvenes con capacidad simbólica, es decir, que conocieran el significado de poseer un Renault. No había manera de intercambiar material genético con ninguna. Aceptaban que las invitara a merendar, pero cuando les ofrecía una porción de semen salían corriendo.
Fue duro, todavía lo es. Continúo fingiendo que entiendo a los sapiens, que formo parte de ellos, pero la verdad es que sufro como un perro porque el sapiens ha llevado sus capacidades intelectuales hasta extremos difíciles de imitar.
El paleontólogo, en fin, me había traído de vuelta a casa. Esta era la sorpresa, supongo, de la que me había hablado al salir.
El espectáculo te dejaba sin respiración. Parecía un valle platónico, un valle arquetípico, un valle hiperreal.
Parecía EL VALLE.
—¿Tú te puedes creer que esto exista? —murmuró apagando el motor.
Abandonamos el coche en silencio. El paleontólogo había traído un paraguas que abrió para protegerse del sol, y comenzó a subir una suave pendiente en busca de una perspectiva más amplia.
—Mira —dijo mostrándome una planta—, esto es el gordolobo. Se utilizaba para pescar. Lo echaban a una poza como la que forma el río ahí abajo y los peces subían medio muertos. Observa cómo están los escaramujo