La teoría del todo (edición ilustrada)

Stephen Hawking

Fragmento

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Cubiertae ha convertido en tópico que el siglo XX estuvo marcado por la física y el XXI lo estará por la biología molecular. Puede que sea así, pero aún está por ver si la física quedará de alguna manera relegada de la vanguardia del afán de progreso de la humanidad, sobre todo si se consigue formular lo que se ha dado en llamar teoría del todo, pues el tópico e incluso el paradigma real de la ciencia podría verse alterado. No será una revolución abrupta y sus efectos sobre nuestra vida no serán evidentes hasta muchos años después, pero seguramente alterará la física más de lo que supuso el Origen de las especies por medio de la selección natural para la biología, la tectónica de placas para la geología o la secuenciación del genoma humano para la genética. Y si estas teorías que sirven de sustrato a esas ciencias aceleraron el progreso humano, quizá se pueda esperar más de lo que bien podría ser el cimiento último de esos auténticos pilares de la sabiduría: la unificación de las fuerzas de la naturaleza en una teoría del todo. Este libro trata de acercar el público general a esa nueva piedra filosofal de la ciencia auténtica. Lo hace de la mano de alguien a quien se le ha atribuido el papel de nuevo oráculo y que en realidad es uno de los grandes científicos de la segunda mitad del siglo pasado: Stephen Hawking.

Otro tópico, este más injusto que el anterior, es que si Hawking no hubiera estado postrado en una silla de ruedas comunicándose pobremente con su voz sintetizada, oracular, habría sido un físico notable pero «pasado de moda» y, por tanto, ignorado poco después de la década de 1970. Es injusto, como mínimo, por absurdo, porque nadie puede decir a dónde le habría llevado su sagacidad científica si hubiera vivido libre de las tremendas limitaciones que le provocó su cruel enfermedad degenerativa. A esta le debemos que Hawking acercara al público general los conocimientos que envuelven a sus hallazgos. Efectivamente, cuando los gastos exigidos por el avance de la enfermedad se hicieron insostenibles para un profesor de universidad, como era Hawking, algún avispado editor dio con la solución. El libro de divulgación que le propuso escribir, Breve historia del tiempo: del Big Bang a los agujeros negros, se mantuvo como best seller durante años. Desde entonces, 1988, todos hemos disfrutado con sus muchos otros libros de divulgación y sus actos públicos, y él ha gozado de popularidad, cariño, reconocimiento y, sobre todo su entorno, de riqueza. Pero ¿qué hizo en realidad Stephen Hawking por la ciencia, aparte de divulgarla magistralmente? Plantar una de las semillas más fecundas de las que quizá florezca la teoría del todo.

Los agujeros negros son, posiblemente, los objetos del universo más inquietantes, misteriosos y que, a su vez, menos influyen en nuestra vida. Salvo en un matiz que a la postre puede ser decisivo para nosotros: suponen el laboratorio más adecuado para ingeniar teorías que reúnan todas las ramas de la física.

Como juego intelectual, en el siglo XVIII se había especulado con objetos de tal masa que la velocidad necesaria para escapar de su atracción gravitatoria tendría que ser superior a la de la luz; su masa sería enorme, aunque el universo es tan grande que quizá no fueran raros semejantes monstruos de materia acumulada. Atraerían todo a su alrededor hasta engullirlo y nada podría escapar de ellos, ni la luz, por lo que les llamaron con acierto «agujeros negros». Pero pronto vieron que la idea era absurda: la luz no tiene masa y la fuerza gravitatoria se da entre dos cuerpos con masa distinta de cero.

Tras la reformulación que hizo Einstein de la gravitación universal de Newton, lo anterior dejaba de ser correcto, por lo que el concepto de agujero negro, entendido ahora como una deformación extrema y singular del espacio-tiempo, sí que permitía concebir un curioso movimiento de la luz en los alrededores del monstruo. Habría un conflicto entre la luz que trataba de escapar y la que llegaba, estableciéndose así un borde más o menos difuso, como el de cualquier sombra. Esto permitía establecer una región limitada por la superficie de ese anillo que envolvería a los agujeros negros. Los físicos volvieron a centrar su atención en ellos.

La nueva tarea que planteaba la relatividad general de Einstein aplicada a los agujeros negros era ardua, porque esa teoría de la gravitación, posiblemente uno de los mayores logros individuales del cerebro humano, es cualquier cosa menos sencilla. Y, por si fuera poco, en cuanto se trataba de aplicar dicha teoría a los agujeros negros, se complicaba de una manera extraordinaria porque inmediatamente surgían problemas que iban más allá de ella.

De entrada, había que acudir a la termodinámica, un campo, en principio, completamente ajeno a la gravitación. Si un cuerpo se traga a otro, aumenta el desorden en su interior o, lo que es lo mismo, se calienta. Pero todo cuerpo caliente emite radiación. Así que, si se quiere explicar lo que ocurre en el borde anterior, hay que hacer intervenir la entropía (o grado de desorden) y la temperatura, pura termodinámica que poco tiene que ver con la fuerza de la gravedad. Sin embargo, no acaba ahí la complicación, porque las energías de los fotones, la luz, si se quiere, han de describirse con la mecánica cuántica, reina del mundo subatómico de las partículas elementales. Estas, a su vez, estaban cada vez mejor descritas por esa mecánica cuántica, con la que se estaba llegando a construir un modelo tan sofisticado y eficaz que empezó a llamarse «estándar». En este modelo, ya casi con la categoría de teoría, se fueron fundiendo poco a poco dos de las cuatro fuerzas de la naturaleza: la electromagnética y la nuclear débil; e incluso se entreveía la posibilidad de unir a ellas la nuclear fuerte. Pero ¡ay!, la gravedad se mostraba renuente a incorporarse a todo ello. ¿Serían los agujeros negros un buen sistema físico donde ensayar esa unificación en una teoría global? La tarea, repito, era ardua, titánica, podría decirse. Y a eso se enfrentaron muchos físicos, entre ellos, Stephen Hawking.

Analizando primero los resultados imaginativos de un estudiante de doctorado, Jacob Bekenstein, y colaborando después con otros físicos rusos, Hawking describió muy bien la dinámica de la radiación en aquel horizonte definido de los agujeros negros, que quizá con toda justicia, se llamó «radiación de Hawking».

En los libros de divulgación científica, en particular los de física, nada hay que inquiete más al editor que una fórmula. De hecho, este que tiene el lector en sus manos no tiene más que una, por eso me atrevo a añadir solo una más en este prólogo:

SBH = 1/4 (c3 k)/(4ħ G) A

Obsérvese bien. La c es la velocidad de la luz y esta es la que transmite la fuerza electromagnética. La k es la constante de Boltzmann, reina de la mecánica estadística o, si se quiere, la versión sofisticada de la termodinámica. La G es la constante de gravitación universal. La ħ, la constante de Planck, que está en la base de la mecánica cuántica. Así pues, esa fórmula, llamada de Bekenstein-Hawking (BH), relaciona la e

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