La vida del pastor

James Rebanks

Fragmento

cap

Dedicado a la memoria de mi abuelo,

W. H. Rebanks,

y, respetuosamente, a mi padre,

T. W. Rebanks

En el nacimiento de estos valles se asentaba la perfecta República de Pastores y Campesinos, en la que el arado de cada uno de los hombres se aplicaba en exclusiva al mantenimiento de su propia familia o al ocasional servicio a su vecino. Dos o tres vacas proveían de queso y leche a cada familia. La ermita era la única edificación que presidía sobre estas moradas, cabeza suprema de esta mancomunidad. Sus miembros pervivían en el seno de un poderoso imperio como una sociedad ideal o una comunidad organizada, cuya constitución hubiera sido dictada y regulada por las montañas que aseguraban su protección. No había aquí noble de alta cuna, caballero ni señor; por contra, muchos de estos humildes hijos de las colinas poseían la conciencia de que la tierra que hoyaban y labraban había pertenecido durante más de quinientos años a hombres de su mismo nombre y su misma sangre...

WILLIAM WORDSWORTH,

A Guide Through the District of the

Lakes in the North of England, 1810

cap-1

Hefted

Image

HEFT

Sustantivo: 1) (Norte de Inglaterra) Zona de pasto en tierras altas en la que un animal de granja está asentado. 2) Asimismo, animal que está asentado.

Verbo: Trans. (Norte de Inglaterra y Escocia). De un animal de granja, especialmente un rebaño de ovejas: Asentarse o desarrollar apego por un área de pasto en terrenos altos.

Adj.: Hefted: Dícese del ganado que ha desarrollado ese apego.

Etimología: del nórdico antiguo hefð, «tradición».

 

 

Comprendí que éramos distintos, muy distintos, una mañana lluviosa de 1987. Estaba en una asamblea en la escuela secundaria pública del pueblo, un precario edificio de cemento típico de la década de los sesenta. Yo tendría unos trece años y estaba allí, rodeado de un montón de otros malos estudiantes, escuchando a una vieja profesora derrotada darnos un sermón sobre el hecho de que debíamos aspirar a ser algo más que granjeros, carpinteros, albañiles, electricistas y peluqueros. Daba la impresión de haber soltado esa misma charla muchas otras veces ya. Era una pérdida de tiempo total y ella lo sabía. Todos aquellos chavales estábamos firmemente decididos, como nuestros padres y abuelos, madres y abuelas, a ser exactamente lo que éramos, lo que siempre habíamos sido. Muchos teníamos inteligencia de sobra, pero ni la más mínima intención de demostrarlo en la escuela. Eso hubiera sido peligroso.

Entre esa profesora y nosotros se abría un abismo de comprensión. Los chavales que habían mostrado mayor interés por los estudios ya se habían marchado el año anterior a la escuela selectiva de secundaria, y habían dejado a los «perdedores» pudrirse durante los tres años siguientes en un lugar en el que nadie quería estar. El resultado terminó siendo algo parecido a una guerra de guerrillas desatada entre unos maestros bastante desilusionados y algunos de los niños más aburridos y agresivos que pueda imaginarse. En clase «jugábamos» a destrozar material escolar valioso y hacíamos que pareciera un «accidente».

A mí ese tipo de cosas se me daban bien.

El piso estaba cubierto de microscopios rotos, muestras biológicas, taburetes dañados y libros destrozados. Una rana muerta hacía tiempo y conservada en formol yacía en el suelo nadando a braza. Las llaves del gas echaban fuego como una plataforma petrolífera y una de las ventanas estaba rota. La profesora nos miraba con las lágrimas corriéndole por el rostro, hecha polvo, mientras un técnico de laboratorio intentaba restablecer el orden. Una de las clases de matemáticas mejoró notablemente, a mi juicio, con una pelea a puñetazos entre un alumno y el profesor. Luego el chaval salió corriendo escaleras abajo, cruzó los campos de juego embarrados y fue derribado por el profesor cuando intentaba escapar al pueblo. Los demás lanzamos vítores como si se tratase de un gran placaje en un partido de rugby. De vez en cuando, alguien intentaba (sin demasiada maña) incendiar la escuela. Pocos años más tarde, un niño al que acosábamos se suicidó en su coche. Era como estar metido en una película de Ken Loach: si de pronto hubiera aparecido un niño flaco con un cernícalo, nadie se habría sorprendido.

En otra ocasión sostuve ante nuestro atónito director que en realidad la escuela era una prisión y constituía «una violación de los derechos humanos». Me miró con extrañeza y me dijo: «¿Y qué harías en casa?». Como si la pregunta fuera imposible de responder. «Trabajaría en la granja», contesté, igual de sorprendido por que él no pudiera ver algo tan simple. Dándose por vencido, se encogió de hombros y añadió que me dejara de tonterías y que me largara. Cuando alguien se metía en serios problemas, lo mandaba a casa. Así que pensé en lanzar un ladrillo contra su ventana, pero no me atreví.

En aquella asamblea de 1987 yo me encontraba entonces soñando despierto, mirando la lluvia a través de las ventanas y preguntándome qué estarían haciendo los hombres de nuestra granja, y qué debería estar haciendo yo, cuando me di cuenta de que la reunión trataba de los valles del Distrito de los Lagos, las tierras donde trabajaban mi abuelo y mi padre. Así que reconecté. Después de atender durante unos minutos, reconocí que la maldita profesora creía que éramos demasiado bobos y carentes de imaginación como para llegar «a hacer algo con nuestras vidas». Nos pinchaba, instándonos a alzarnos por encima de nosotros mismos. Éramos demasiado tontos como para querer salir de aquel lugar de sucios trabajos sin futuro y costumbres provincianas de mente estrecha. No había nada allí para nosotros, debíamos abrir los ojos y verlo. A su juicio, dejar pronto la escuela para ponerse a trabajar con las ovejas era más o menos lo mismo que ser idiota.

La idea de que tanto nosotros como nuestros padres y madres podíamos ser gente inteligente, trabajadora y orgullosa que se dedicaba a algo que merecía la pena, algo que podía ser incluso admirable, se le escapaba. Para una mujer que creía que el éxito se demostraba a través de la educación, la ambición, el afán de aventura y la ostentación de los logros profesionales, nosotros debíamos de constituir un grupo bastante pobre. No recuerdo que nadie mencionara alguna vez la palabra «universidad» en aquella escuela; de todas formas nadie quería ir: quienes se marchaban dejaban de pertenecer a aquel lugar, cambiaban y nunca podían regresar del todo, eso lo teníamos bien claro. La escolarización era una «salida», pero ninguno queríamos tomarla, ya habíamos elegido. Más tarde llegaría a entender que las comunidades industriales modernas están obsesionadas con la importancia de «ir a alguna parte» y de «hacer algo en la

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