La cuenta atrás

Alan Weisman

Fragmento

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Nota del autor

Posiblemente muchos lectores recuerden mi anterior libro, El mundo sin nosotros, como un experimento mental que imaginaba qué ocurriría si la gente desapareciera de nuestro planeta.

La idea de eliminarnos teóricamente de la faz de la Tierra pretendía mostrar que, pese al daño colosal que le hemos infligido, la naturaleza tiene una resistencia y una capacidad de curación extraordinarias. Cuando se ve aliviada de las presiones que los humanos ejercemos a diario sobre ella, el restablecimiento y la renovación se inician con sorprendente rapidez. A la larga incluso evolucionan nuevas plantas, criaturas, hongos, etc., para llenar nichos vacíos.

Mi esperanza era que quizá los lectores, seducidos por la magnífica perspectiva de una Tierra renovada y saludable, se preguntaran cómo podríamos reintroducir al Homo sapiens en la foto, solo que ahora en armonía, y no en mortal combate, con el resto de la vida terrestre.

En otras palabras, ¿cómo podríamos seguir teniendo un mundo con nosotros?

Bienvenidos a otro experimento mental exactamente sobre el mismo tema. Solo que esta vez no se trata de imaginación: aquí los escenarios son reales. Y además de la gente de la que hablo, lugareños y expertos bien informados, están todos los demás, incluyéndonos a usted y a mí. Resulta que todos formamos parte de la respuesta a lo que básicamente he reducido a cuatro preguntas que he ido planteando por todo el mundo, preguntas que varios de los mencionados expertos consideraban las más importantes en relación con la Tierra.

«Pero probablemente —añadió uno de ellos— son imposibles de responder.»

Cuando hizo esta observación estábamos almorzando en una de las instituciones de enseñanza superior más antiguas y veneradas del mundo, en la que él era un distinguido miembro del cuerpo docente. En aquel momento me alegré de no ser un experto. Los periodistas raras veces se atribuyen un conocimiento profundo de ningún ámbito; nuestro trabajo consiste en buscar a gente que dedique su carrera al estudio de lo que estemos investigando —o que de hecho viva de ello— y plantearle las suficientes preguntas racionales como para que el resto de nosotros podamos entenderlo.

Cuando tales preguntas resultan ser probablemente las más importantes del mundo, que los expertos consideren o no imposibles sus respuestas es irrelevante; no nos queda otra que encontrarlas. O seguir preguntando hasta que lo hagamos.

Y eso fue lo que hice, en más de veinte países durante más de dos años. Ahora el lector podrá planteárselas por sí mismo siguiendo mis viajes e investigaciones.

Si al final le parece que hemos encontrado las respuestas, ¡bueno!, estoy bastante seguro de que sabrá qué debemos hacer a continuación.

A. W.

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PRIMERA PARTE

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Una tierra cansada de cuatro preguntas

LA BATALLA DE LOS BEBÉS

Es una fría tarde de enero en Jerusalén, las últimas horas del viernes anteriores al inicio del sabbat judío. El sol de invierno, al acercarse al horizonte, convierte el color dorado de la Cúpula de la Roca, en lo alto del Monte del Templo, en un tono anaranjado sanguinolento. Desde el este, donde la llamada vespertina del muecín a la plegaria musulmana acaba de terminar en el Monte de los Olivos, la dorada cúpula aparece envuelta en una difusa corona rosácea de polvo y humo del tráfico.

A esta hora, el propio Monte del Templo, el lugar más sagrado del judaísmo, es una de las zonas más tranquilas de esta antigua ciudad, casi vacía salvo por la presencia de unos cuantos estudiosos vestidos con abrigos, que atraviesan a toda prisa con sus libros una plaza fría a la que dan sombra los cipreses. Hubo un tiempo en que el tabernáculo original del rey Salomón se hallaba aquí. Este albergaba el Arca de la Alianza, que a su vez contenía las tablas de piedra en las que se creía que Moisés había grabado los Diez Mandamientos. En el 586 a.C., los invasores babilonios lo destruyeron todo y se llevaron cautivo al pueblo judío. Medio siglo después los judíos fueron liberados por Ciro el Grande, emperador de Persia, lo que les permitió regresar y reconstruir su templo.

En torno al 19 d.C., el templo fue renovado y fortificado con una muralla circundante por el rey Herodes, solo para ser demolido de nuevo por los romanos noventa años después. Aunque el exilio de Tierra Santa se produjera tanto antes como después, es esta destrucción romana del Segundo Templo de Jerusalén la que simboliza de manera característica la Diáspora que dispersó a los judíos por toda Europa, el norte de África y Oriente Próximo.

Hoy, un fragmento conservado del perímetro de dieciocho metros de altura del Segundo Templo en la Ciudad Vieja de Jerusalén, conocido como el Muro Occidental (o «de las Lamentaciones»), es un lugar de peregrinación obligatoria para los judíos que visitan Israel. Sin embargo, para evitar que pisen inadvertidamente el lugar donde antaño se alzaba el Sanctasanctórum, un decreto rabínico oficial prohíbe a los judíos subir al propio Monte del Templo. Aunque de vez en cuando se cuestiona, y pueden acordarse excepciones, eso explica por qué el Monte del Templo lo gestionan musulmanes, que también lo consideran sagrado. Se dice que desde allí el profeta Mahoma viajó una noche sobre un corcel alado hasta el Séptimo Cielo para luego regresar. Solo a La Meca y Medina, respectivamente el lugar de nacimiento y la tumba de Mahoma, se las considera más sagradas. En un raro acuerdo entre Israel y el islam, solo los musulmanes pueden rezar en este sagrado terreno, que ellos llaman al-Haram al-Sharif.

Pero actualmente no llegan aquí tantos musulmanes como antaño. Antes de septiembre de 2000 acudían a miles, haciendo cola ante una fuente rodeada de bancos de piedra para hacer sus abluciones de purificación antes de entrar en la mezquita de al-Aqsa, tapizada de alfombras carmesíes y revestida de mármol, situada frente a la Cúpula de la Roca en el extremo opuesto de la plaza. Venían especialmente los viernes al mediodía para escuchar el sermón semanal del imán, que versaba sobre los acontecimientos del momento además del Corán.

Un tema frecuente por entonces, rememora Jalil Tufakyi, era el que la gente denominaba en broma «la bomba biológica de Yasir Arafat». Salvo que no era ninguna broma. Como recuerda Tufakyi, un demógrafo palestino que hoy trabaja en la Sociedad de Estudios Árabes de Jerusalén: «En la mezquita, en la escuela y en casa nos enseñaban a tener un montón de hijos, por un montón de razones. En América o en Europa, si hay un problema, puedes llamar a la policía. En un lugar sin leyes que te prot

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