Normas para el parque posnatural

Manuel Arias Maldonado

Fragmento

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SOCIEDAD LIBERAL Y EMERGENCIA CLIMÁTICA

 

Sócrates dejó dicho en el Fedro de Platón que los campos y los árboles nada querían enseñarle, a diferencia de los hombres de la ciudad. Sugería con ello que tanto la filosofía que busca la verdad como la política que ordena la convivencia constituyen actividades humanas que se practican en la polis: sus protagonistas son los ciudadanos en contacto con otros ciudadanos. Pasarían varios siglos hasta que Rousseau describiese a ese mismo ciudadano como un ocasional paseante solitario, perdido en la contemplación del paisaje.[1] Sin embargo, tampoco el pensador ginebrino otorgaba un valor intrínseco a la naturaleza, llamada más bien a ser solaz privado del ciudadano e instrumento afectivo para la cohesión nacional. Hoy, sin embargo, la afirmación de Sócrates adquiere un sentido distinto: en un mundo transformado por la humanidad, el cambio ecológico es cambio social y viceversa. Michel Serres lo ha expresado así:

La palabra política debe ahora considerarse inadecuada, porque se refiere solo a la polis, la ciudad-estado, los espacios públicos, la organización administrativa de los grupos humanos; pero quienes viven en las ciudades [...] no saben nada del mundo.[2]

 

No saben, pero deben aprender que no hay separación, sino continuidad, entre polis y naturaleza. En otras palabras, un entramado socionatural que exige de los seres humanos atención a las señales provenientes de los sistemas planetarios y una respuesta eficaz a su desestabilización. Algo que los hombres de la ciudad solo podrán lograr deliberando y haciendo política. Tal es el desafío que el Antropoceno plantea a las sociedades liberales en el nuevo siglo.

Sobre la necesidad de actuar, no debería haber demasiadas dudas. Por una parte, concurren razones relativas a la conservación del mundo natural y podemos asumir que la mayoría de los ciudadanos no desean su completa desaparición. Erle Ellis lo expresa bien:

 

Imagina un mundo sin lugares salvajes. Un planeta tan cubierto por piscifactorías, plantaciones, ranchos, granjas, pueblos y ciudades que las criaturas y los lugares salvajes, de existir todavía, apenas ocupasen los márgenes de nuestros paisajes rurales, urbanos y marítimos. ¿Es este el planeta en que quieres vivir? No importa quién seas, seguro que no.[3]

 

Sin embargo, también está en juego la estabilidad socioeconómica. Según un estudio dedicado a medir el impacto del cambio climático en la economía estadounidense, un incremento de la temperatura de apenas 1,5 grados a final del siglo XXI podría reducir el PIB hasta en un 1,7 por ciento, mientras que un aumento de 4 grados llevaría a pérdidas que oscilarían entre ese 1,7 y un 5,6 por ciento. Se trata de medias estadísticas, pues existen estados donde la pérdida sería del 10 por ciento y otros donde llegaría al 20 por ciento. Lógicamente, el impacto está llamado a ser mayor en las zonas pobres, de por sí más calurosas y con menor productividad agrícola. Y, aunque una posible solución podría ser la migración hacia zonas más frías, es patente que quienes carecen de recursos tienen menos facilidad para mudarse. Estas conclusiones pueden extrapolarse al resto del mundo, donde hay países que podrían perder hasta un 40 por ciento de su PIB. Huelga decir que este empobrecimiento global tendría un efecto pernicioso sobre el bienestar humano, la cohesión social y la viabilidad de las instituciones democráticas. Si queremos evitar estos efectos, debemos desarrollar políticas que hagan posible un cambio social significativo.[4]

Se plantea de inmediato un problema: ¿de qué manera pueden aplicar las sociedades liberales unas políticas que parecen contradecir los principios básicos que las fundan? Más aún: ¿y si la desestabilización planetaria fuese, de hecho, un efecto colateral del ejercicio de la libertad individual que ocupa el centro normativo del liberalismo político? Maticemos: nadie destruye el mundo natural ni desestabiliza los sistemas planetarios de manera intencionada; individuos y sociedades transforman el planeta mientras persiguen otros objetivos. Pero el efecto no depende de la intención y es del efecto —agregado— de lo que tenemos que ocuparnos. La pregunta sería si podemos hacerlo sin alterar decisivamente la dimensión liberal de nuestras sociedades y si cabe decidirlo de manera democrática. Dale Jamieson expresa sus dudas: «¿Es sostenible una sociedad que permite un alto grado de libertad personal y de individualismo cuando los horizontes materiales empiezan a empequeñecerse y los sistemas ecológicos se desordenan?».[5]

Ya vimos que el propio Jamieson apunta hacia la separación liberal entre las esferas pública y privada como la causa principal del problema. Acciones consideradas tradicionalmente como privadas —ducharse, comer una hamburguesa, conducir, tener hijos— generan ahora consecuencias públicas, en la medida en que contribuyen a la disrupción de unos sistemas planetarios de los que depende la vida de todos. Esto significa que perjudican también a sujetos que no han tomado parte en esas acciones: las generaciones futuras, otras sociedades, las demás especies. Estamos ante un efecto acumulativo: debido a las complejas mediaciones que caracterizan nuestros sistemas sociales, ni mi ducha ni mi hamburguesa pueden considerarse en sentido estricto una causa del cambio climático u otras manifestaciones antropocénicas. Mis emisiones se agregan a las emisiones de los demás y se dispersan en una intrincada cadena causal que incluye deslizamientos espacio-temporales: el dióxido de carbono enviado hoy a la atmósfera provoca el calentamiento de mañana. En este contexto, las teorías morales tradicionales tienen dificultades para operar: aquí no concurren ni la intencionalidad (requerida por los enfoques deontológicos) ni las cadenas causales lineales (exigidas por los enfoques consecuencialistas).[6] Ningún individuo es, por sí solo, responsable del cambio climático ni un agente desestabilizador de los sistemas planetarios; ninguno, tampoco, puede resolver de forma individual los problemas que se han creado de este modo. Así que la mayoría de nuestras acciones poseen dos vidas: una episódica y otra sistémica. Esta última se activa cuando nuestra acción privada entra en contacto con la infraestructura del Antropoceno: el sistema energético, el sistema alimentario o el sistema de transporte. Sus efectos se agregan entonces al resto, de manera sostenida y acumulativa, lo que tiene consecuencias planetarias.

¿De qué manera puede romperse este círculo vicioso? ¿Puede restringirse la libertad individual en nombre de la sostenibilidad colectiva? ¿Y qué decir del crecimiento económico? Sabemos lo que piensan al respecto los decrecentistas, poco preocupados por el debilitamiento de los principios liberales —autonomía individual, pluralismo social— que podría acarrear un disciplinamiento socioecológico a gran escala. Pero también hay pensa

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