Hijos de las estrellas

María Teresa Ruiz

Fragmento

Del mismo modo en que un niño pequeño explora el mundo que lo rodea tirando objetos al suelo para ver qué pasa, comiendo o al menos probando juguetes, llaves, gusanos, tierra o lo que encuentre a su alcance, la evolución de la humanidad ha sido impulsada por nuestra curiosidad y espíritu explorador. Estas actitudes nos han llevado adelante como especie exitosa, capaz de multiplicarse y ocupar todos los rincones del planeta Tierra. En esta historia hemos desarrollado la que ha sido nuestra mejor estrategia: descubrir algunos secretos de la naturaleza para usarlos en nuestro beneficio.

Tal vez lo que diferenció a nuestros ancestros de otros primates fue su sorprendente interés por hacerse preguntas «inútiles» para con su existencia inmediata: ¿qué son las estrellas?, ¿por qué se producen los eclipses?, ¿qué son los cometas?, todos objetos o fenómenos muy lejanos que no se pueden tocar, probar ni oler. Preguntas «inútiles» que permitieron que nuestros antepasados prehistóricos desarrollaran sus mentes hasta alcanzar una inteligencia superior. Las primeras respuestas surgieron a través de los mitos, historias que ilustraban «teorías» explicativas acerca del universo; luego vendría el desarrollo de la ciencia. Aún hoy la humanidad avanza adquiriendo nuevo conocimiento y se sigue formulando las mismas preguntas, que son tan relevantes.

La curiosidad y la necesidad de investigar son las que nos han impulsado a extender la búsqueda más allá de la Tierra, en una aventura de descubrimiento y exploración aún más emocionante y difícil que las emprendidas en su época por Cristóbal Colón, Marco Polo o Hernando de Magallanes. Ellos se encontraron con nuevas civilizaciones, pero a pesar de lo extraños que los nuevos seres pudieran parecer, eran semejantes; encontraron árboles, ríos y pájaros que eran similares a los que ya conocían. En cambio, el universo más allá de la Tierra es muy raro, allí pasan cosas que aquí, en nuestro planeta, no ocurren; existen hoyos negros, pulsares, grandes explosiones de supernovas. No podemos hacer comparaciones ni usar nuestra experiencia terrestre para emprender con éxito esta indagación del cosmos que llamamos astronomía.

Por ahora y con muy pocas excepciones, la exploración del universo más allá de la Tierra la hemos realizado con nuestra mente, inteligencia e imaginación, gracias a las cuales hemos extendido nuestros sentidos mediante la creación de instrumentos que nos permiten medir e interpretar la información. Los datos nos llegan en forma de radiación electromagnética a modo de rayos gama, rayos X, luz ultravioleta, luz visible, infrarrojo (luz invisible para el ojo humano y que emite, por ejemplo, un objeto caliente como nuestro cuerpo), ondas submilimétricas y hasta decamétricas. Cada uno de estos tipos de radiación se detecta con diversos instrumentos desde la superficie de la Tierra o, gracias a los satélites, en su espacio circundante.

De manera muy reciente, hemos recibido también noticias sobre nuestro universo que no vienen como radiación electromagnética, sino como ondas gravitacionales. La existencia de estas ondas fue predicha por Albert Einstein en 1916, pero a pesar de los múltiples esfuerzos realizados en varios laboratorios de distintos países por descubrirlas, no fueron detectadas hasta un siglo después. De hecho, el 11 de febrero de 2016 quienes habitamos en el hemisferio sur del planeta vimos irrumpir en nuestra rutina veraniega uno de los fenómenos más extraordinarios de los últimos tiempos: pegados a la pantalla del computador, recibimos la primera información del universo no como radiación electromagnética, sino como onda gravitacional. Esta fue detectada por el instrumento Advanced LIGO y nos informaba sobre la mutua atracción gravitacional y fusión final de dos agujeros negros. ¡Un acontecimiento que valió la pena celebrar!

Las ondas gravitacionales se producen cuando un objeto con masa (que según la teoría de la Relatividad General deforma el espacio a su alrededor) se mueve. La deformación del espacio se propaga por el universo (incluso en el vacío) a la velocidad de la luz (al igual que la radiación electromagnética). Esta deformación del espacio, dada la gran distancia entre nosotros y el lugar donde se produce el evento, es tan pequeña que, incluso contando con los instrumentos más sofisticados para detectar ondas gravitacionales, sólo se puede observar si es producida por el movimiento de cuerpos muy masivos como los agujeros negros, las estrellas de neutrones o las enanas blancas.

Las ondas gravitacionales nos abren una nueva ventana para observar el universo, y no sabemos con qué sorpresas nos vamos a encontrar. Tenemos expectativas de poder conocer qué pasó con el universo en su primer millón de años de existencia después del Big-Bang, cuando era muy denso y caliente, totalmente opaco a la radiación electromagnética, pero transparente a las ondas gravitacionales, las cuales podían desplazarse sin ser absorbidas por la gran densidad de materia existente en esa etapa del cosmos.

Para emprender este viaje por nuestro universo es necesario dejar en casa herramientas tan importantes para la vida diaria como lo son el instinto y el sentido común; ambos los hemos desarrollado para sobrevivir en la Tierra, pero son inútiles explorando el espacio, que es extraño y está lleno objetos que no nos son familiares y que sin embargo forman parte de nuestra historia y de nosotros mismos como seres humanos.

El conocimiento del universo —sus dimensiones, sus tiempos, la variedad de sus estructuras— ha progresado de forma muy acelerada en las últimas décadas, gracias a los nuevos y más poderosos instrumentos para observarlo.

Hasta hace relativamente poco tiempo, considerando la historia de la humanidad, se creía que las estrellas y todos los cuerpos en el cielo giraban en torno a la Tierra. La verdad es que si en una noche despejada, lejos de las luces de la ciudad, ojalá incluso sin luz de Luna, nos tendemos de espaldas, veremos miles de estrellas, la mayor parte de ellas concentradas en una banda luminosa que corresponde a nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Si tenemos la paciencia de permanecer observando el cielo por unas horas, veremos que las estrellas parecen girar en torno a nosotros, pero claro, ahora sabemos que esto es debido a la rotación de la Tierra sobre su eje, que completa un giro en veinticuatro horas, y no a que seamos el centro del universo.

Como humanidad hemos tenido que abandonar ese deseo ancestral de ponernos en el centro de todo y asumir la realidad de que no somos el centro de nada: habitamos un pequeño planeta, entre varios más que giran en torno a una estrella que bautizamos como Sol; es una estrella común y corriente, entre cien mil millones de estrellas que existen en la Vía Láctea, la mayoría de las cuales hoy sabemos tienen sistemas planetarios; y nuestra galaxia es, a su vez, una entre las más de cien mil millones de galaxias que llenan el universo. Un golpe tremendo a nuestra autoestima y a nuestras pretensiones de ser especiales. Sin embargo, al final de este viaje por el universo espero convencer al lector de que en real

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