PRÓLOGO
Y, sin embargo, los vemos
De repente se oscurece la gran sala de prensa de la Comisión Europea en Bruselas. Ya está aquí el momento largamente esperado por el que todos hemos trabajado muchos años hasta la extenuación. Es el martes 10 de abril de 2019 y son las 15 horas 6 minutos y 20 segundos. Cuarenta segundos más y la opinión pública mundial admirará por primera vez la imagen de un gigantesco agujero negro. Se encuentra a cincuenta y cinco millones de años luz de la Tierra, en el centro de la galaxia elíptica Messier 87, o M87 para abreviar. Durante mucho tiempo, las profundidades más oscuras de los agujeros negros parecían estar irremediablemente ocultas a nuestros ojos, pero hoy saldrán por primera vez a la luz.
La rueda de prensa ha comenzado, pero aún no captamos en absoluto todo lo que va a desencadenar. Un viaje de exploración hasta los límites de nuestro conocimiento emprendido por la humanidad hace milenios, unas teorías revolucionarias sobre el espacio y el tiempo, unas tecnologías modernísimas, el trabajo de las nuevas generaciones de radioastrónomos y toda mi vida como investigador se concentrarán hoy en la imagen de ese agujero negro. Astrónomos, científicos, periodistas y políticos observan fascinados lo que vamos a mostrar aquí y en otras capitales del mundo. Solo una vez finalizado el acto descubro que millones de seres humanos en todo el planeta han estado a la espera frente a sus pantallas y que en tan solo unas pocas horas han visto nuestra imagen aproximadamente cuatro mil millones de personas.
En la primera fila de la sala están sentados colegas de gran mérito y jóvenes científicos, entre ellos muchos de mis estudiantes. Durante años he trabajado con ellos intensamente, viendo cómo cada uno superaba sus propios límites y a mí con creces; algunos viajaron a los lugares más remotos del mundo solo para alcanzar este objetivo, a veces incluso poniendo en peligro su vida. Y en el día de hoy tenemos el resultado, el éxito de su trabajo ocupa el centro de la atención pública mundial mientras permanecen sentados en la oscuridad. Quiero darles las gracias a todos ellos, sin excepción, porque todos y cada uno de ellos han hecho posible este logro.
Sin embargo, el reloj prosigue con su tictac. Me encuentro en un túnel, todo lo que me rodea me sobrepasa como el viento en contra a un piloto de carreras. No me apercibo del teléfono móvil de la tercera fila con la lente enfocada hacia mí. El clip aparece más tarde como trending topic en una de las páginas web más populares para niños y niñas, entre chistes vulgares sobre el trasero del presidente estadounidense y el porro de un conocido rapero. La tensión vigilante de los periodistas se extiende hacia mí: cada mirada es expectación. Se me aceleran las pulsaciones. Todos me observan.
Carlos Moedas, el comisario de la Unión Europea para Ciencia e Innovación, ha hablado antes que yo. «No se alargue demasiado», le habíamos sugerido. Las palabras de Moedas avivan la curiosidad del público, pero resulta que ha terminado demasiado pronto. Tengo que improvisar y rellenar ese hueco de tiempo tratando de disimular mi nerviosismo.
Anuncian que esta primerísima imagen se emitirá de forma simultánea en todo el mundo. Exactamente a las 15 horas 7 minutos, hora centroeuropea, la imagen aparecerá en la gigantesca pantalla de esta sala. Al mismo tiempo, mis colegas de Washington, Tokio, Santiago de Chile, Shanghái y Taipéi están preparados para presentar la misma captura de un agujero negro, comentarla y responder a las preguntas de los periodistas. Servidores informáticos de todos los continentes están programados para enviar comunicados de prensa a publicaciones especializadas de todo el mundo. El tiempo corre imparable. Lo habíamos coordinado y planeado todo con precisión, la más mínima anomalía pondría todo patas arriba, como ya nos había ocurrido en nuestras simulaciones. Y ahora, justo en el momento de comenzar, tropiezo.
Empiezo con unas palabras preliminares mientras detrás de mí una película se va acercando cada vez a una mayor velocidad al corazón de una gigantesca galaxia. Debido a la agitación cometo un tonto lapsus linguae. He confundido «años luz» con «kilómetros». No es ninguna nimiedad para un astrónomo, pero tampoco hay tiempo para un «tierra trágame», hay que seguir adelante.
La pantalla de información cambia de pronto: son exactamente las 15.07. De las profundidades y de la infinita oscuridad del cosmos, desde el centro de la galaxia Messier 87, emerge un anillo de color rojo candente. Sus contornos se perfilan borrosamente, permanecen algo difusos en la pantalla, el anillo destella, cautiva a todos los espectadores y permite entrever que esta imagen, que se tenía por imposible de captar, halló por fin su camino hasta la Tierra por medio de las ondas de radio desde una distancia de quinientos trillones de kilómetros.
Los agujeros negros supermasivos son los cementerios del espacio sideral. Se originan a partir de estrellas que se extinguen lentamente, se consumen y se apagan. Sin embargo, el espacio los alimenta también con gigantescas nebulosas, con planetas y con estrellas. Su masa es tal que curvan el espacio vacío de una manera extrema e incluso parece que puedan detener el transcurso del tiempo. Los agujeros negros atrapan todo objeto que se les acerca demasiado, ni siquiera la luz puede escapar de ellos.
Ahora bien, ¿cómo es posible que podamos ver agujeros negros, cuando ningún rayo de luz puede llegar hasta nosotros desde allí? ¿Cómo sabemos que ese agujero negro ha condensado seis mil quinientos millones de masas solares y que por ello se ha vuelto supermasivo? Al fin y al cabo, el anillo candente envuelve la máxima negrura de su interior, de la que ningún rayo de luz ni ninguna palabra pueden escapar.
«Es la primera imagen de un agujero negro», digo cuando finalmente aparece en la pantalla en toda su plenitud.[1] La sala estalla en aplausos espontáneos. De mí se desprende todo el esfuerzo de los últimos años. Me siento libre, por fin se ha desvelado el secreto. Una fabulosa figura cósmica ha adoptado ahora una forma y un color visibles para cualquiera.[2]
Al día siguiente, los periódicos difunden la noticia de que hemos escrito una página en la historia de la ciencia y que obsequiamos a la humanidad con un instante común de alegría y de asombro:¡y sí, esos agujeros negros supermasivos existen de verdad! No son fantasmagorías creadas por autores de ciencia ficción chiflados.
Esa imagen pudo conseguirse únicamente porque unos pocos seres humanos en todo el mundo persiguieron un objetivo común durante muchos años, más allá de todas las dificultades y de las diferencias. Todos querían desvelar el misterio de los agujeros negros, uno de los mayores secretos de la física. Esta imagen nos ha conducido al límite de nuestro conocimiento. Por muy loco que suene, en el borde de los agujeros negros termina nuestra posibilidad de medir y de investigar actual, y se abre la gran cuestión de si algún día podremos sobrepasar ese límite.
Antes que nosotros, generaciones de científicos habían iniciado este nuevo capítulo de la física y de la astronomía. Hace veinte años, el deseo de captar la imagen de un agujero negro seguía siendo considerado un sueño extravagante. En su día, por aquel entonces un joven investigador, me embarqué en esta aventura a la caza de agujeros negros, que aún hoy me tiene cautivado.
No presentí ni de lejos lo excitante que sería, ni cómo determinaría y cambiaría mi vida. Se convirtió en una expedición a los confines del espacio y del tiempo, un viaje al corazón de millones de seres humanos, si bien yo fui el último en comprenderlo. Habíamos logrado esa imagen con ayuda del mundo, ahora la compartíamos con él, y el mundo la abrazaba con una fuerza mayor de la que yo había creído posible en su momento.
Todo comenzó para mí hace casi cincuenta años. Cuando de pequeño alcé la vista por primera vez al cielo nocturno, soñé con él como solo un niño puede soñar con el cielo. La astronomía es una de las ciencias más antiguas y fascinantes, y en la actualidad sigue proporcionándonos nuevos conocimientos espectaculares. Desde el comienzo de los tiempos hasta nuestros días, los investigadores han transformado los fundamentos de nuestra visión del mundo una y otra vez, impulsados por la curiosidad y por la necesidad. Exploramos el universo con nuestra mente, con las matemáticas y la física, y con telescopios cada vez más potentes. Provistos de la tecnología más moderna emprendemos expediciones a todos los extremos del mundo e incluso al espacio, para explorar lo desconocido. En el inescrutable espacio sideral, en el infinito universo y en el divino cosmos, el conocimiento, los mitos y las leyendas, las creencias y las supersticiones han estado siempre tan entrelazadas que hoy en día ningún ser humano mira el cielo nocturno sin preguntarse qué más nos aguarda en esa vastedad oscura.
ACERCA DE ESTE LIBRO
Este libro es una invitación a acompañarme en un viaje personal a través de este nuestro universo. En la primera parte partimos de la Tierra, volamos hacia la Luna y el Sol, pasamos los planetas a un ritmo rápido y aprendemos de la historia de la astronomía. A su vez, analizamos por qué la comprensión del sistema solar ha marcado hasta la actualidad nuestra visión del mundo. La segunda parte del libro es un viaje a través del conocimiento de la astronomía moderna. El espacio y el tiempo se vuelven relativos. Descubrimos cómo nacen las estrellas, cómo mueren y cómo a veces se convierten en agujeros negros. Finalmente abandonamos nuestra Vía Láctea, hasta que vemos un universo de un tamaño inconcebible repleto de galaxias que narran los comienzos del espacio y del tiempo, del Big Bang, la Gran Explosión. Los agujeros negros representan el final del tiempo.
La primera imagen de un agujero negro fue una hazaña de la ciencia para la que trabajaron juntos centenares de investigadores durante años. La idea para llegar a esa imagen —una idea que empezó siendo del tamaño de un grano de mostaza y creció hasta convertirse en un gran experimento—, los esfuerzos que asumimos, las emocionantes expediciones a los radiotelescopios de todo el mundo y la excitante espera hasta que finalmente la imagen llegó a la opinión pública, todas las vivencias de esa aventura las describo en la tercera parte.
En la cuarta parte osaremos plantearnos algunas de las últimas grandes preguntas de la ciencia. ¿Los agujeros negros son el final? ¿Qué sucedía antes del comienzo del espacio y del tiempo y qué sucederá tras ellos? ¿En qué nos afecta este conocimiento a nosotros, pequeños seres humanos, aquí, en esta insignificante pero maravillosa Tierra? ¿Este triunfo de las ciencias naturales significa que pronto podremos saber, medir y predecirlo todo? ¿Sigue quedando espacio para las incertidumbres, para las esperanzas, para las dudas y para un dios?
PRIMERA PARTE
Viaje a través del espacio y del tiempo
Una sinopsis sobre nuestro sistema solar
y los comienzos de la astronomía
1
El ser humano, la Tierra y la Luna
LA CUENTA ATRÁS
Emprendamos juntos un emocionante viaje a través del espacio y del tiempo. Comenzamos en la Tierra. Un cohete espacial que inspira temor sobresale entre el paisaje verde. Sin sospechar nada, las aves revolotean alrededor de esa joya de la técnica. La tímida calma antes de la tempestad; sobre el terreno de los lanzamientos espaciales reina todavía la penumbra del incipiente amanecer. La naturaleza no presiente en absoluto el tremendo infierno que va a acontecer aquí dentro de unos pocos segundos.
Excitados pero todavía con caras de sueño se reúnen el personal y los espectadores sobre una plataforma de observación. Desde ahí arriba, todo objeto, todo ser humano y el evento en sí tienen el aspecto gracioso de una casa de muñecas. Un espectador saca su teléfono móvil y retransmite el acto a través de una página web que está repleta de caracteres chinos y de logotipos parpadeantes. Es justo esa transmisión la que yo estoy siguiendo esperanzado y agradecido por internet mientras estoy en otro lugar de la Tierra, acomodado en un acogedor bed & breakfast en medio de la naturaleza verde de Irlanda. Hechizado, observo el desarrollo de los acontecimientos.
De repente se oye una voz en off entrecortada, una voz chillona, incomprensible, con un tono metálico que llega hasta la médula. Recita una cuenta atrás con monotonía y casi como de memoria, y a pesar de que no entiendo el idioma, también me pongo a contar. Con un estruendo atronador, un resplandor amarillo y rojizo a los pies del cohete espacial ilumina la oscuridad; el encendido de los motores a reacción provoca un ruido ensordecedor incluso en la apacible Irlanda, aunque el sonido procede solo de mi ordenador portátil. El suelo tiembla, caen las sujeciones del cohete, que queda libre y se eleva majestuosamente, luego va dejando tras de sí una estela de calor y, como un cometa invertido, desaparece de la vista y sale disparado en dirección al cosmos.
Me sentí transportado de nuevo al lanzamiento del transbordador espacial Discovery, que pude observar desde Cabo Cañaveral, en compañía de mi soñolienta pero excitada familia en la madrugada del 11 de febrero de 1997. Todavía recuerdo la mirada de orgullo de mi hija de cuatro años al observar de lejos el día anterior aquel cohete espacial tan alto como una torre. En el brillo de sus ojos descubrí el mío propio.
Veintiún años más tarde, el 20 de mayo de 2018, solo veo una transmisión en directo desde China, pixelada y entrecortada. No obstante, sé exactamente cómo se siente uno en ese momento. Y se trata de un lanzamiento muy especial, pues a bordo de la nave hay un pedazo de mí: un experimento de mi equipo de Nimega. De nuevo me siento como un niño. Ese cohete espacial tiene un objetivo especial: la cara oculta de la Luna.
En mis pensamientos vuelo también en ese cohete, hacia la Luna y mucho más allá, igual que lo había hecho tantísimas veces. Vuelo allí donde mis anhelos me han llevado siempre, hacia el cosmos.
EN EL ESPACIO
Una paz celestial. A todo aquel que accede al cosmos lo primero que le llama la atención es el silencio infinito. Los motores a reacción se apagan, fuera muere todo sonido. El telescopio espacial Hubble flota a quinientos cincuenta kilómetros por encima de la superficie terrestre —a una altura casi setenta veces mayor que la del monte Everest—, y se desliza a través de una capa de la atmósfera que es unos cinco millones de veces más fina que en la superficie de la Tierra.[1] El oído humano ya no puede percibir las ondas sonoras, pues son oscilaciones de un aire que aquí no existe: ningún rumor, ninguna palabra, ni siquiera la explosión más potente en la Tierra podría oírse en el cosmos.
Como astrónomo, empleo telescopios espaciales que orbitan alrededor de la Tierra, escucho con atención las historias de los astronautas que han estado allí, y analizo las imágenes que se captaron. En mi mente floto también con ligereza e ingravidez en el espacio, y eso que en realidad me desplazo a toda velocidad alrededor de la Tierra: a unos vertiginosos veintisiete mil kilómetros por hora. Las intensas fuerzas centrífugas podrían arrojarme fuera de la órbita, pero la poderosa fuerza de atracción terrestre las equilibra por completo, y me mantiene en el rumbo adecuado. Este es el secreto de cada movimiento orbital alrededor de un cuerpo celeste. La ingravidez no significa librarse de la gravedad. En órbita, esta sigue dominándonos, pero nosotros nos sentimos ingrávidos porque la fuerza centrífuga y la fuerza de atracción están equilibradas con precisión. En realidad nos hallamos en caída libre, pero esquivamos la Tierra una y otra vez porque damos vueltas en torno a ella, en grandes órbitas que parecen trazadas por un gigantesco compás. Si fuésemos frenando, las órbitas se volverían cada vez más pequeñas y más vertiginosas hasta que esa caída libre terminase en algún momento en un cráter de impacto sobre la Tierra. ¡Pero eso es algo que no quiere nadie!
La fricción del aire restante sobre la nave espacial es tan escasa que podríamos orbitar en torno a la Tierra durante décadas casi sin freno, sin tan siquiera encender el motor de nuestro cohete espacial.[2] Y sin embargo, en algún momento esa resistencia extremadamente baja de la atmósfera residual acabaría frenando nuestra cápsula espacial.
Mientras damos vueltas en el espacio sideral, podemos disfrutar desde allá arriba de la visión única de la Tierra. Similares a dioses, contemplamos esa canica azul en la negrura aterciopelada del universo. Los continentes, las nubes y los mares crean un rico e intenso juego cromático. Por la noche, los rayos y las ciudades resplandecientes, así como los destellos de las auroras polares, iluminan el escenario del mundo y ofrecen un panorama espectacular. Las fronteras desaparecen y con una mirada universal reconocemos la Tierra como el hogar común de todos los seres humanos. El borde que nos separa del frío del espacio sideral es claro y nítido. Solo ahora y solo desde aquí arriba comprendemos bien lo fina que es la capa de aire que nos protege de un cosmos hostil y que hace posible la vida. Incluso los fenómenos meteorológicos tienen lugar en la estrecha franja que hay sobre la Tierra. Qué frágil y quebradizo nos parece de pronto este soberbio planeta. Estas fascinantes vistas y visiones se las debemos a la tecnología moderna. Sin embargo, con su empleo desconsiderado en la Tierra estamos destruyendo también nuestros medios de subsistencia y este planeta azul y único.
Siempre que veo esas maravillosas imágenes de la Tierra, percibo también la soledad y el vacío, el sufrimiento y la miseria que imperan en ella. «Dios extiende el norte sobre el vacío, y cuelga la Tierra sobre la nada», exclamó hace milenios Job, sometido a duras pruebas.[3] En mitad de la nada, en el cielo extendido como una lona negra, ¡está nuestro globo terráqueo! Al autor de la Biblia no se le concedió la posibilidad de esa mirada desde arriba, y no obstante, en sus visiones percibió la Tierra ya como un todo. Las antiguas visiones de la humanidad se completan hoy con imágenes nuevas que nos suministra la técnica actual. Un enjambre de satélites, cuyas cámaras apuntan de manera permanente a nuestro planeta, graba las nubes, los continentes y los mares ofreciéndonos unas vistas detalladas que cortan la respiración.
Job, que ve la Tierra suspendida en la nada, se lamenta ante Dios por algo profundamente humano, el sufrimiento absurdo. También en nuestros días coexisten en este planeta el sufrimiento y la belleza. Desde el espacio no es posible divisar a un ser humano en concreto. El sufrimiento solo se capta desde cerca; desde el espacio, todo en la Tierra parece sublime y único. Incluso los huracanes, las inundaciones y los incendios de los bosques provocan desde arriba una fascinación mórbida. En el espacio se está muy lejos del sufrimiento individual, que allá abajo se multiplica miles de veces, e incomprensibles son nuestros problemas terrestres. ¿No suele pasar desapercibida a los mismos seres humanos esa «mirada técnica»?
Es más que sorprendente cómo esta investigación, sobria y técnica, transforma de manera duradera incluso a los astronautas más avezados. Después de Yuri Gagarin en 1957, han estado en el cosmos unos quinientos cincuenta seres humanos y casi todos informan de cómo les impresionó en lo más profundo la sublime fragilidad de la Tierra y les cambió intensamente en lo personal. Poder abarcar todo el globo terráqueo con la mirada parece ser similar al estado de embriaguez. Overview Effect, denominó a este fenómeno el periodista estadounidense Frank White, que lo investigó y describió psicológicamente y en detalle. ¿Qué desencadena en nosotros la visión del globo terráqueo? ¿Cómo nos transforma? ¿Cómo podemos obtener provecho de ese efecto? Los médicos están investigando el Overview Effect desde que fue descrito por primera vez. La Tierra es única; hasta donde sabemos, en el espacio sideral no hay nada comparable. Esto es lo que sienten también los astronautas. Flotar por encima del planeta como ángeles y verlo todo desde arriba no nos deja fríos. Así pues, dejémonos inspirar por estas nuevas imágenes procedentes del espacio y que este no nos haga pasar por alto a los seres humanos.
EL TIEMPO ES RELATIVO
Sin embargo, una vez que hemos alcanzado la órbita, también cambia nuestra perspectiva sobre el espacio y el tiempo. No solo obtenemos otra visión de nuestro hogar, la Tierra, sino también de cómo percibimos los días, los meses y los años. «Porque mil años ante tus ojos son como el día de ayer, que ya pasó», como se dice en un famoso y antiguo versículo de los Salmos.[4] El tiempo es relativo. Los seres humanos ya lo sospechaban desde tiempos inmemoriales, pero en ningún otro lugar lo experimentamos de una manera más drástica que en el cosmos.
Cuando escribí mis primeros programas de monitoreo para el telescopio espacial Hubble, tuve que dividir las secuencias de comandos en bloques de noventa y cinco minutos porque eso es lo que tarda el telescopio en dar una vuelta alrededor de la Tierra. Cada noventa y cinco minutos salía y se ponía el sol. Un día dura noventa y cinco minutos en el espacio. También los astronautas de la Estación Espacial Internacional experimentan amaneceres cada hora y media, y yo los vivía desde mi escritorio, mientras preparaba mis observaciones y en mi mente flotaba por el universo.
Ahora bien, la relatividad del tiempo significa mucho más que disponer de una nueva medida para la duración de un día. En el cosmos, aunque casi nadie lo considere posible, los relojes funcionan de una manera diferente que en la Tierra. En una órbita a veinte mil kilómetros por encima del planeta, el día avanza treinta y nueve microsegundos más rápido. Por tanto, en setenta años nuestros relojes terrestres van un segundo más lentos que nuestros relojes del espacio. Eso suena a poco, pero hoy en día podemos medir sin problemas esa diferencia mínima. Es precisamente esta diferencia inapreciable la que revela ya el pensamiento central de la teoría general de la relatividad de Albert Einstein: el tiempo es realmente relativo. Esta teoría describe no solo nuestro sistema solar, sino también los agujeros negros y el entramado del espacio-tiempo en el cosmos entero.
El camino hasta alcanzar esta comprensión ha sido excepcionalmente largo. Comienza, a grandes rasgos, con descubrimientos tan fundamentales como la estructura y las regularidades de nuestro propio sistema solar y se extiende hasta el entendimiento de todo nuestro cosmos. A pequeña escala, este camino de conocimiento empieza con la comprensión de la paradójica conducta cambiante de la luz como onda y también como partícula, y está vinculado, como es natural, a la famosa teoría de la relatividad de Einstein.
La clave de todo está en la comprensión precisa de las extrañas propiedades de la luz. Lo más asombroso es que gracias a ella no solo podemos ver la Tierra, la Luna y las estrellas, sino que está íntimamente ligada al tiempo, la gravedad y el espacio.
Hagamos una breve retrospectiva sobre la historia de la física moderna. Para Isaac Newton, el padre primigenio de la teoría de la gravedad, la luz estaba compuesta por pequeños corpúsculos. En el siglo XIX, el físico escocés James Clerk Maxwell, basándose en los geniales trabajos pioneros de Michael Faraday, desarrolló la teoría de que la luz y todas las formas de radiación son ondas electromagnéticas. Por tanto, la onda de radio de la red de área local inalámbrica (WLAN), los teléfonos móviles o las radios de los automóviles, la radiación térmica de los dispositivos de visión nocturna, los rayos X con los que hacemos visibles los huesos, o la misma luz visible que perciben nuestros ojos, son oscilaciones de campos eléctricos y magnéticos. Solo se diferencian unos de otros por la frecuencia en la que oscilan y por la forma en que se generan y se miden, pero en el fondo representan todas —luz de radiofrecuencia, luz infrarroja, rayos X y luz visible— el mismo fenómeno: la luz.
En el rango de las frecuencias de los teléfonos móviles, las ondas oscilan mil millones de veces por segundo y su longitud de onda se extiende más de veinte centímetros. En la luz visible, las ondas oscilan miles de trillones de veces por segundo y son cien veces más pequeñas que el diámetro de un cabello. Dado que las ondas luminosas de una frecuencia y un color determinados siempre oscilan al mismo ritmo, la luz es también el secuenciador perfecto para un reloj y la medida exacta para todo cuando se trata de medir el tiempo. Los relojes ópticos más precisos están ajustados en la actualidad a una fracción de 10–19.[5] ¡Dos de estos relojes discreparían solo medio segundo en toda la vida del universo hasta el momento, que es de unos catorce mil millones de años! Una precisión que las generaciones pasadas ni siquiera se atrevieron a soñar.
Pero ¿qué es lo que oscila en realidad? Durante mucho tiempo se pensó que todo el espacio sideral estaba lleno de lo que se denominaba «éter». No, no se trata de ningún disolvente, sino de un medio hipotético en el que las ondas electromagnéticas, es decir, las ondas de luz y de radio, se mueven y se propagan como las ondas sonoras en el aire.
Una de las propiedades de las ecuaciones de Maxwell que más sorprende, y aún hoy deja perplejos a todos los físicos, es la circunstancia de que la luz de cada color se mueva siempre a una velocidad constante en el espacio vacío, con independencia de la velocidad de uno mismo. Los rayos X son igual de rápidos que la luz de radiofrecuencia o que un rayo láser, y la velocidad de la luz no depende, en las ecuaciones de Maxwell, de la velocidad del receptor o del emisor. El hecho de que la luz no sea infinitamente rápida no se supo hasta las mediciones de los movimientos de las lunas de Júpiter realizadas por Ole Rømer y Christiaan Huygens a finales del siglo XVII.[6] Sin embargo, ¿no tiene que cambiar la velocidad de la luz cuando te desplazas más rápido por el misterioso éter o cuando te quedas quieto en relación con él?
Si estoy en el mar con una tabla de surf, un viento tormentoso sopla de mar a tierra y me impulso con la tabla contra el oleaje, entonces las olas me alcanzan a una velocidad mayor, pero esta es exactamente la misma velocidad a la que chocan contra la costa. Ahora bien, si cambio mi dirección y surfeo con rapidez a favor del viento y las olas, seré igual de rápido que la ola bajo mi tabla de surf. En relación con mi tabla, la velocidad de las olas es baja; sin embargo, en relación con la orilla, la velocidad a la que surfeo es muy alta.
Exactamente esto mismo es válido para las ondas sonoras. Si voy en mi bicicleta con el viento soplando a mi favor, el sonido de la bocina de un coche que circule detrás de mí me alcanzará un poco más rápido que sin viento, y el aviso me llegará un poco antes; si pedaleo con el viento en contra, la bocina de atrás me llegará algo más tarde. El sonido tiene que avanzar contra el viento. Si pudiera pedalear a una velocidad supersónica en relación con el viento, el sonido de la bocina no me alcanzaría en absoluto. Si cada vez circulo más rápido y adelanto a mi propio ruido, rompo entonces la barrera del sonido y genero un estallido, porque muchos de mis tonos alcanzan al oyente al mismo tiempo. Contrariamente a los pilotos de los aviones a reacción, ningún ciclista ha logrado hasta la fecha provocar una explosión sónica.
Las ondas de radio tendrían que comportarse exactamente de la misma manera, esto es lo que se pensaba hace más de cien años. Se creía que el éter llenaba el vacío del espacio sideral —como el aire en nuestra atmósfera— y que la Tierra, en consonancia con mi bicicleta o mi tabla de surf, va arando el éter en su órbita alrededor del Sol a cien mil kilómetros por hora. Si medimos la velocidad de la luz en la dirección del movimiento de la Tierra en torno al Sol, esta «velocidad de la luz» tendría que adoptar en realidad una magnitud completamente diferente que si la medimos en ángulo recto o en el sentido contrario de la primera dirección, dependiendo de si la Tierra surfea a través del éter con el viento a favor o en contra.
Fue justo este efecto el que los físicos estadounidenses Albert A. Michelson[7] y Edward W. Morley quisieron demostrar a finales del siglo XIX. Para ello midieron la velocidad relativa de la luz en dos tubos que formaban un ángulo recto entre sí. El experimento fracasó estrepitosamente. No pudo demostrarse ninguna diferencia significativa en la velocidad de la luz. Por consiguiente, no había ningún indicio claro de que el éter existiera, se trataba de pura ilusión. <