¡Que le den a la ciencia!

Rocío Vidal

Fragmento

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Prólogo

He seguido la trayectoria de Rocío con mucho interés desde el principio, cuando puso en marcha su canal de YouTube La Gata de Schrödinger, y admiro la facilidad con la que se ha creado un público de calado, así como todo lo que ha aportado al mundo de la divulgación. Rocío comenzó su carrera en febrero de 2018 y, en el momento de escribir este prólogo, tiene más de 216.000 suscriptores y sus vídeos se han visto casi 7,5 millones de veces. Algo realmente impresionante.

Puede parecer contradictorio, pero soy de los que piensan que no solo los científicos deben divulgar. La divulgación requiere conocimiento, pero sobre todo la capacidad de traducción de conceptos complejos a un lenguaje accesible, la de encontrar ejemplos que no solo expliquen, sino también enganchen, así como el sentido del humor para hacer ligera la exposición y entender el medio en el que te mueves. El éxito de Rocío en este campo demuestra con creces que posee esas habilidades. Por todo ello, fue un honor recibir su mensaje proponiéndome que escribiera el prólogo a este libro. Aunque Rocío y yo habíamos colaborado antes —concretamente, en su vídeo sobre la psicología de la felicidad—, me pilló completamente por sorpresa. Y aquí estoy, intentando explicar por qué este trabajo importa.

La divulgación es un camino complejo, lleno de dificultades y a menudo poco o nada recompensado. El que entra en él como profesional sabe que no va a ser un camino de rosas, que lo tiene todo en contra porque la ciencia, a pesar de que vivamos en la época más tecnológicamente desarrollada que ha habido en la historia —salvo que creas que los atlantes tenían platillos voladores y energía ilimitada y otras chorradas—, no es el tema que más interés suscita. Vivimos rodeados de tecnología cuyo funcionamiento desconocemos, lo cual la hace a veces asimilable a la magia. Somos propensos a creer en lo misterioso y lo sobrenatural porque, simplemente, la racionalidad no es algo inherente al ser humano. Nuestra forma de procesar la información está plagada de atajos, sesgos y estimaciones que nuestro organismo emplea en un intento de dar sentido al mundo que lo rodea, y de hacerlo a toda velocidad para maximizar nuestra supervivencia, y no para conocer el mundo a la perfección, ser felices o trascendentes. Y, para colmo, contamos ahora con un acceso a océanos de información sin filtro, que nos desborda y que dificulta aún más la tarea de diferenciar la información verdadera de la falsa. Además, el charlatán se anuncia por los mismos canales que el científico, y presenta las pruebas bajo el mismo prisma que los cuentos.

Y por si fuera poco, en nada ayuda el hecho de que la prensa, que cuenta con un incentivo supremo en la atención, la audiencia y los clics, a menudo presente debates que no existen (como si la homeopatía funcionase, por ejemplo), poniendo en pie de igualdad a científicos y mamarrachos. Esto cuando no tenemos programas como Cuarto milenio, dedicados directamente a vender la gilipollez como si fuera realidad, y a presentar «misterios» que en su mayor parte ya se desvelaron de modo sencillo hace mucho. No desaparecen más barcos ni aviones en el Triángulo de las Bermudas que en otros sitios del mundo. Y así, como en Scooby Doo, cada vez que un científico trata de investigar un hecho «sobrenatural» o misterioso, la respuesta es inevitablemente: «no es magia».

Por todo ello, la tarea del divulgador es importante. El científico investigador a menudo tiene su tiempo copado con su trabajo y con la docencia universitaria. Las revistas científicas no son accesibles al público, y leer e interpretar estudios requiere conocimiento y práctica, años de trabajo. Pues bien, los divulgadores acercamos todo eso a la gente, y con ello no solo transmitimos conocimiento, sino también la importancia de la ciencia, nuestra amada ciencia, y cómo esta lo permea absolutamente todo. Somos un puente entre lo que pasa en los laboratorios y las universidades y el resto del mundo.

Antes decía que no creo que los divulgadores tengan que ser necesariamente científicos. Ha habido numerosos casos de investigadores que han divulgado maravillosamente bien, como el legendario Carl Sagan, pero no es menos cierto que otros, como por ejemplo Eduard Punset, que provenía de un campo tan distinto como el del derecho y la política, han sido capaces de transmitir su amor por la ciencia y acercarla a muchos. En radio, televisión, prensa y literatura los ejemplos abundan. En mi propio campo de estudio, la psicología, se han escrito obras notables, como El poder del hábito, del periodista Charles Duhigg, que resumen excelentemente muchos años de investigación en psicología del aprendizaje y modificación de conducta, y las acercan al gran público.

Tanto si el divulgador es científico de profesión como si no, el compromiso que tiene con la verdad y con la sociedad es aún más importante si consideramos además las consecuencias que la pseudociencia y las creencias falsas pueden llegar a tener, especialmente en campos como los relacionados con la salud y la conducta humana. Y es que, en estas parcelas, la ignorancia mata, o como mínimo alarga el sufrimiento de las personas, físico o psicológico. Hablamos de tratamientos ineficaces que solo hacen perder el tiempo y el dinero al paciente sin que este alcance nunca una mejora que sea replicable. En los peores casos, dichos tratamientos causan que el paciente abandone otros que podrían haberle salvado.

Por todo esto, nuestra labor es importante. Por ello, este libro es importante, y es bueno que vivamos un momento en el que este tipo de publicaciones tienen un público cada vez más amplio. Así pues, es motivo de celebración que aparezca un libro así, y un honor ser el encargado de escribir el prólogo. Y por ello doy gracias a Rocío.

Deseo que disfruten del libro. Si Rocío ha hecho bien su trabajo, y yo creo que sí, les sorprenderá, les cabreará, les hará reír y, sobre todo, espero que los acerque con más cariño aún a la ciencia. Y con más cuidado. Hay mucho charlatán. Seamos escépticos.

RAMÓN NOGUERAS PÉREZ,

psicólogo y profesor universitario.

Barcelona, 29 de junio de 2019.

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Introducción

Me da la impresión de que lo que hace falta es un equilibrio exquisito entre dos necesidades contrapuestas: un análisis escrupulosamente escéptico de todas las hipótesis que se nos presenten y, al mismo tiempo, una enorme disposición a aceptar ideas nuevas. Por una parte, si solo se es escéptico, ninguna idea nueva calará, pues uno nunca aprendería nada nuevo y se convertiría en un viejo malhumorado convencido de que la estupidez gobierna el mundo. Y, además, encontraría, por supuesto, muchos datos que lo avalasen.

Por otra parte, si el pensamiento es virgen hasta la simpleza y no se tiene una pizca de sentido escéptico, no se pueden distinguir las ideas útiles de las inútiles. Si para uno todas las ideas tienen el mismo valor, está perdido, porque entonces, a mi entender, ninguna idea vale nada.

CARL SAGAN,

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