Las montañas de la mente

Robert Macfarlane

Fragmento

cap-1

1

POSESIÓN

Pensé en la pasión irresistible que induce al hombre a emprender escaladas tremendas. No hay escarmiento que lo haga desistir…, un pico puede ejercer la misma atracción arrolladora que un abismo.

 

THÉOPHILE GAUTIER, 1868

Tenía yo doce años cuando, en casa de mis abuelos, en las Tierras Altas escocesas, me encontré por primera vez con uno de los grandes relatos de montañismo: The Fight for Everest, una descripción de la expedición británica de 1924, en la que George Mallory y Andrew Irvine desaparecieron cerca de la cima del Everest.

Veraneábamos allí, en casa de mis abuelos. Mi hermano y yo teníamos permiso para entrar en todas partes salvo en la habitación del final del pasillo, que era el estudio de mi abuelo. Jugábamos al escondite y muchas veces me ocultaba en el gran armario ropero de nuestro dormitorio. Olía intensamente a alcanfor y había tal desbarajuste de calzado en el suelo que resultaba difícil ponerse de pie dentro del armario. También estaba el abrigo de pieles de mi abuela, colgado y enfundado en fino plástico transparente para protegerlo de la polilla. Qué raro se me hacía ir a tocar las suaves pieles y encontrarme con el plástico liso.

Lo mejor de la casa era el invernadero, la «habitación del sol», lo llamaban mis abuelos. Tenía el suelo de losas grises, que siempre estaban frías, y dos paredes eran ventanales gigantes. En uno de los ventanales, mis abuelos habían pegado la silueta de un halcón recortada en cartulina negra, para espantar a los pajarillos teóricamente, pero la verdad era que muchos chocaban contra los cristales de todas formas, creyendo que era aire, y morían.

Aunque era verano, en el interior de la casa se respiraba el frío aire mineral de las Tierras Altas y los objetos estaban siempre gélidos al tacto. A la hora de comer, los macizos cubiertos de plata que sacaban del aparador nos enfriaban las manos. Por la noche, cuando nos íbamos a dormir, las sábanas estaban heladas. Yo me acurrucaba en el colchón lo más abajo posible y me tapaba hasta la cabeza con la sábana de arriba, creando una cámara de aire. Entonces, calentaba toda la cama respirando lo más profundamente que podía.

Había libros por todas partes, en la casa. Mi abuelo no se había molestado en ordenarlos, de modo que podían encontrarse juntas obras muy diversas. En una pequeña balda del comedor, Mr. Crabtree Goes Fishing, El hobbit y The Fireside Omnibus of Detective Stories compartían el espacio con dos tomos encuadernados en piel de Sistema de Lógica, de J. S. Mill. Había también varios libros sobre Rusia cuyos títulos no entendía del todo, y decenas sobre exploración y montañismo.

Una noche no podía conciliar el sueño y bajé a buscar algo de lectura. Contra una pared del pasillo había una alta pila de libros amontonados de lado. Casi al azar, saqué un gran tomo verde del centro del rimero, como un ladrillo de una pared, y me lo llevé a la «habitación del sol». Me senté en el ancho alféizar de una ventana y, a la luz de la luna, empecé a leer The Fight for Everest.

Ya conocía algunas anécdotas gracias a mi abuelo, que me había contado la historia de la expedición. Pero el libro, con sus largas descripciones, sus veinticuatro fotografías en blanco y negro y sus mapas desplegables llenos de nombres de lugares desconocidos —glaciar de Rongbuk, en el Lejano Oriente, el Dzongpen de Shelkar, el Lhakpa La—, era mucho más vívido que su relato. La lectura me sacó de mí mismo y me transportó al Himalaya. Las imágenes me arrollaban. Veía las planicies de grava del Tíbet extendiéndose hasta los lejanos picos blancos, el propio Everest como una pirámide oscura, las bombonas de oxígeno que los alpinistas llevaban a la espalda y que les hacían parecer submarinistas, las impresionantes paredes del collado Norte que escalaban con cuerdas y escalas, como guerreros medievales sitiando a una ciudad, y, finalmente, los sacos de dormir, que, dispuestos en dos hileras perpendiculares sobre la nieve, en el campamento VI, comunicaron a los escaladores de los campamentos inferiores —que observaban las laderas más altas de la montaña con telescopio— que Mallory e Irvine habían desaparecido.

Hubo un párrafo del libro que me emocionó más que ningún otro. Era la descripción que hizo Noel Odell, el geólogo de la expedición, sobre la última vez que avistó a Mallory e Irvine.

De pronto se abrió un claro en el cielo por encima de mí y se me aparecieron la cresta superior completa y el último tramo del pico del Everest. A lo lejos, en una ladera nevada que ascendía hacia lo que me parecía el penúltimo paso desde la base de la última pirámide, distinguí un objeto diminuto en movimiento que se acercaba al paso de la roca. Lo seguía otro igual y, entonces, el primero ascendió hasta la cima del paso. Mientras seguía atentamente la espectacular aparición, las nubes lo envolvieron todo…

Leí el párrafo una y otra vez; no deseaba nada más que ser uno de aquellos dos puntos diminutos que luchaban por sobrevivir en la nada.

* * *

Y ya no hubo más que hacer: la aventura me había ganado para su causa. En una orgía devoradora de libros, solo permitida en las épocas de la infancia, saqueé la biblioteca de mi abuelo y, al final de aquel verano, había leído unos doce famosos relatos verídicos de exploración de las montañas y los polos, entre los que se encontraban El peor viaje del mundo, relato de la perseverancia en la región Antártica de Apsley Cherry-Garrad; La ascensión al Everest, de John Hunt, y la cruenta crónica de Edward Whymper, Scrambles amongst the Alps.

La imaginación infantil confía más que la del adulto en la transparencia de los relatos, está más dispuesta a creer que las cosas sucedieron tal como se cuentan. También la capacidad de empatía es muy superior, y leí esos libros viviendo intensamente con los exploradores y a través de ellos. Pasé noches a su lado en la tienda de campaña, descongelando en un hornillo, con grasa de foca, raciones de carne seca y prensada mientras el viento aullaba fuera. Tiré del trineo, hundido hasta los muslos en la nieve polar. Choqué contra los sastrugi, me caí por barrancos, trepé por cuchillas y caminé por crestas. Desde las cumbres de las montañas contemplé el mundo como si fuera un mapa. Estuve a punto de morir diez veces o más.

Me fascinaban las dificultades que afrontaban y soportaban aquellos hombres, puesto que casi todos eran hombres. En los polos, el frío era tan intenso que el coñac se congelaba y a los hombres se les soldaban las barbas a la chaqueta si bajaban la cabeza. Las prendas de lana adquirían la rigidez de láminas metálicas y solo podían doblarse a martillazos. Por la noche, los exploradores se metían en los sacos de piel de reno con una lentitud exasperante, deshaciendo grumo a grumo el hielo que los había dejado tiesos como vainas congeladas. En las montañas, colgaban cornisas del borde de los precipicios como olas horizontales, ataques invisibles de las alturas, y se producían avalanchas y ventiscas capaces de cubrir completamente el mundo de blanco en un instante.

A excepción del triunfante ascenso al Everest, protagonizado por Hillary

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