Cómo hacer una tarta de manzana desde el principio

Harry Cliff

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Una gélida mañana de marzo de 2010 detuve mi coche junto a un complejo vallado a las afueras del municipio francés de Ferney-Voltaire. Un cartel atornillado al portón de acero anunciaba:

CERN SITE 8

ACCÈS RÉSERVÉ AUX PERSONNES AUTORISÉES

Me estiré con dificultad para sacar la mano por la ventana del copiloto —mi coche tiene el volante a la derecha— y pasé la tarjeta de seguridad por el lector. El portón no se abrió. Mmm..., ¿no se habría tramitado mi solicitud de acceso? Al percatarme de que se empezaba a formar una cola de coches detrás de mí, volví a pasar la tarjeta una y otra vez por el lector, con creciente ansiedad. Nada. Estaba a punto de salir para intentar negociar con el guardia de seguridad en mi precario francés del instituto cuando, para mi alivio, el portón empezó a abrirse con un chirrido.

Aparqué detrás del laboratorio principal, de cara a la valla metálica que marca el perímetro de la pista del aeropuerto de Ginebra. Fuera del coche, mi aliento se condensaba en el aire frío, en el que flotaba un olor dulzón, ya familiar, procedente de una fábrica de perfumes situada en la cercana ciudad suiza de Meyrin. Hundí las manos en los bolsillos del abrigo y me dirigí hacia un edificio de nombre tan prosaico como Edificio 3894, un pabellón prefabricado de una sola planta que se usaba para las reuniones matinales.

En su interior, la mayoría de los asistentes ya estaban arremolinados en torno a la alargada mesa esperando el inicio de la reunión. Algunos hablaban con sus vecinos en inglés, francés, alemán o italiano; otros daban sorbos a su café o se inclinaban sobre sus ordenadores portátiles. Yo ocupé un asiento en segunda fila, confiando en que no me pidieran que hablase.

A cien metros bajo nuestros pies, en un túnel de hormigón tan largo que podría rodear una ciudad, cobraba vida la máquina más grande y potente jamás construida: el Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés). En unos días, este acelerador de partículas con forma de anillo haría colisionar partículas subatómicas entre sí con una violencia tan extraordinaria que recrearía de forma efímera las condiciones que existieron durante el instante inmediatamente posterior al Big Bang.

Estos minúsculos cataclismos serían registrados por cuatro gigantescos detectores de partículas alojados en cavernas del tamaño de catedrales y situados a varios de kilómetros de distancia entre sí a lo largo del anillo del LHC. Uno de ellos —el experimento Gran Colisionador de Hadrones de lo bello (LHCb)— estaba directamente bajo nuestros pies: seis mil toneladas de acero, hierro, aluminio, silicio y cables de fibra óptica, preparado como un esprínter en los tacos de salida, aguardando a que llegase su momento.

La espera había sido larga. Este momento era la culminación de la carrera de algunos de mis colegas. Veinte años de planificación, solicitudes de financiación, diseño escrupuloso, pruebas e ingeniería habían desembocado en uno de los detectores de partículas más avanzados jamás construidos. En los días siguientes, todo ese trabajo se pondría por fin a prueba, pues los ingenieros del LHC se disponían a hacer colisionar partículas en el interior del detector por primera vez.

Yo tenía veinticuatro años, estaba en el segundo año de mi doctorado y había llegado unas semanas antes a Ginebra para la primera de mis dos estancias trimestrales. Mi nuevo hogar era el CERN, la Organización Europea para la Investigación Nuclear, el laboratorio de física de partículas más grande y avanzado del mundo. A lo largo de las semanas anteriores había aprendido a orientarme por el laberinto de edificios administrativos, talleres y laboratorios que forman el vasto recinto del CERN, me había enfrentado a las ventiscas de febrero y había descubierto que tirar de la cadena en Suiza después de las diez de la noche conllevaba una severa reprimenda de los vecinos. También estaba haciéndome a mis nuevas tareas en el LHCb, incluida la de ser responsable de uno de sus numerosos subsistemas, cada uno de los cuales tenía que funcionar a la perfección. Si alguno fallaba, los tan esperados datos podían acabar siendo inservibles.

Mi primer contacto directo con el LHCb había tenido lugar un año y medio antes. Mi supervisor, Uli, un investigador posdoctoral alemán que trabajaba a tiempo completo en el CERN, me había guiado a través de la compleja serie de procedimientos obligatorios para acceder al detector. Armado con una placa que medía mi exposición a la radiación durante mi recorrido subterráneo, primero tuve que convencer a un caprichoso escáner de iris para que me dejase atravesar unas puertas de seguridad de color verde intenso semejantes a esclusas. A continuación, un pequeño ascensor metálico descendió traqueteando ciento cinco metros desde de la superficie, hasta un lugar con el inquietante nombre de «el foso».

Las puertas se abrieron a un extraño mundo subterráneo de maquinaria runruneante, pórticos metálicos pintados de colores primarios y túneles de hormigón que recorrían kilómetros de cables y tuberías. Otro par de puertas de seguridad, esta vez amarillo intenso y adornadas con símbolos de alerta por radiación, daban a un estrecho pasaje que serpenteaba a través de un muro de protección de doce metros de grosor hasta desembocar abruptamente en una altísima gruta de hormigón.

Lo primero que llama la atención es su tamaño. El LHCb es grande: diez metros de altura por veintiún metros de longitud, y se extiende de lado a lado de la gruta. A primera vista puede ser difícil entender lo que uno está viendo: destacan las escaleras, plataformas de acero y andamios, pintados de verde y amarillo, cuyo cometido es facilitar y permitir el acceso a los elementos sensibles del detector, que en su mayoría no están a la vista. Las paredes de la gruta están atravesadas por haces de cables que suministran energía al detector y extraen el torrente de datos que generan sus millones de diminutos sensores de alta precisión. El LHCb es capaz de medir con una precisión de unas pocas milésimas de milímetro las trayectorias de miles de partículas subatómicas cuando salen despedidas tras colisionar a una velocidad ligeramente inferior a la de la luz; y de hacerlo un millón de veces por segundo.

Pero quizá lo más extraordinario del LHCb sea la manera en que se construyó. Como los otros tres grandes experimentos del LHC, es una moderna torre de Babel, en la que cada componente ha sido diseñado y ensamblado por un equipo internacional de físicos e ingenieros pertenecientes a decenas de universidades de todo el planeta, desde Río de Janeiro hasta Novosibirsk. Reunidos en este gigantesco agujero subterráneo a las afueras de Ginebra, componen un instrumento único de una complejidad asombrosa. El hecho de que todo esto funcione siquiera no deja de parecerme milagroso.

Mis colegas en Cambridge habían pasado la última década diseñando, construyendo y probando los componentes electrónicos que iban a tomar datos del subdetector encargado de distinguir entre los diferentes tipos de partículas. Mi peque

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