Palabra de madre

Ibone Olza

Fragmento

INVIERNO DE 2019

Lo hice lo mejor que pude. Intento recordarme esta frase a mí misma cada vez que me invade la sensación de no haber sido una buena madre. Un sentimiento que en los últimos tiempos se ha acrecentado, coincidiendo con la llegada de la mayoría de edad de mi hija pequeña. Mis tres hijos son ya, oficialmente, adultos. Seguro que la crianza terminó hace bastante, pero yo no sabría decir en qué momento.

¿Cuándo finaliza el trabajo de una madre? ¿Cómo sabe una que terminó la tarea? ¿Acaso se acaba alguna vez? El final de la crianza no está marcado en ningún calendario, no sabemos con certeza en qué instante dejamos de criar. Por eso, tal vez, el día en que nuestros hijos pequeños se convierten en adultos lleva esa carga simbólica: ya está, finito, no hay que criar más. Son, definitiva e irreversiblemente, adultos.

Y sí, ahora veo que, en los últimos tiempos, coincidiendo con la llegada de los dieciocho años de la menor, se ha ido acrecentando en mí este sentimiento de no haber sido una buena madre. Ni siquiera suficientemente buena. De no haberlo hecho bien con mis hijos. El sentimiento se incrementa cuando, con frecuencia, paso tiempo en compañía de familias cercanas con hijos e hijas más pequeños o bebés. Entonces me admira lo bien que esas madres y padres amigos lo hacen con sus hijos. ¡Con qué cariño los tratan, cómo brillan sus pequeños! ¡Qué bien crecen! Mi admiración sincera, casi sin que pueda evitarlo, va seguida de una comparación interna que es como un látigo: «Yo no lo hice así de bien. Yo no los traté con tanta paciencia ni con tanto respeto. Yo no les ofrecí un entorno tan rico. Yo no fui tan consciente. Yo no me di cuenta. Yo no supe parar a tiempo. Yo no les presté suficiente atención... Yo no, yo no, yo...». Un látigo que, sin misericordia, me atiza y, en ocasiones, me llena de lágrimas e impotencia. Me convierto en jueza implacable con mi propio pasado y me quedo temblando.

Lamento de madre. La conciencia de la irreversibilidad. Ya pasó. Ya no lo puedes cambiar. ¿Por qué no fui más atenta? ¿Por qué no me di cuenta de lo único y valioso que era cada instante? ¿Por qué no lo hice mejor? La culpa patética a la que ahora se suma la pena. No lo hice bien y ya es demasiado tarde. Aquellos niños preciosos ya no están aquí, ya no me reclaman. Todos esos años, por increíble que ahora me parezca, pasaron volando. Ya no preparo tres cola caos cada mañana ni hago de taxista los fines de semana. No llevo piezas de miniaturas de juguetes en el bolso ni sé qué está de moda en el patio del recreo. Hace años que no tengo piojos. Nadie se mete en mi cama en medio de la noche y me abraza con las manitas. Me sumerjo así en mis recuerdos y me vienen infinidad de escenas que, por fortuna, no sé cuántos megas ocupan porque nunca se grabaron. No están en ningún álbum y eso, de alguna forma, me proporciona un deleite más íntimo y seguro, aunque a veces sea con tintes de tristeza. Imágenes que ya solo bailan en mi memoria y que seguramente sean mi más preciado tesoro.

Pero el presente irrumpe de nuevo con estas sobrinas, niños, bebés vecinos que disfruto ahora con alegría y que, a veces, me curan la nostalgia. Preciosos estos niños y niñas del aquí y el ahora. Aunque otras veces me traigan, de nuevo, al compararme, el martilleo de la culpa.

¡Qué no daría ahora por pasar una tarde con aquellos, mis niños! ¿Por qué no los cuidé mejor? Eran tan divertidos... Estos tres adultos que ahora contemplo perpleja hace ya mucho que me sacaron una y hasta dos cabezas. En mi mirada sigue presente el mismo asombro. Son los que, durante un tiempo, vivieron en mi vientre. Puedo recordar sus talones acariciando por dentro mi barriga. Sus deditos haciéndome cosquillas. Mi leche derramándose por la comisura de sus labios. Extraño sus voces alegres, sus risas y los tiempos en que mi cuerpo era su cobijo.

En silencio pienso en la que fui, en la que era, en la que me convertí. En todas las noches y todas las mañanas. Las risas, los insomnios, los sustos, el cansancio y, sobre todo, el incesante movimiento, el continuo ir y venir, el no parar apenas. La alegría. A menudo, siento pena de que haya pasado todo tan rápido. Me entristece no haber sido más consciente de lo preciosos y delicados que eran mis niños, no haber tenido más presencia. No haber estado más tranquila. Quería hacer demasiadas cosas.

Me escapaba.

«Lo hiciste lo mejor que pudiste», me digo al final.

Ya, bueno, sí, claro. ¿Me consuela? No lo sé. Me pregunto si este tormento es una fase normal del famoso síndrome del nido vacío, aun cuando el mío todavía sigue lleno, de prepararse para ver a los hijos volar, de cierre de la crianza. Mirar atrás, lamentarse un poco, para cerrar y luego poder de nuevo mirar hacia adelante. Como quien da dos pasos hacia atrás antes de coger carrerilla. Pero, espera, ¿es justo? ¿Seguro que fue así? De alguna manera, cuando me comparo con otras madres y sus hijos pequeños, mi memoria me trae una foto algo gris y triste de lo que fueron mis años de madre joven, como si se centrara más en ver todo lo que pudo haber sido y no fue que en lo que en realidad viví, vivimos. ¿Seguro que fue como yo lo recuerdo ahora? ¿No será esta otra de las trampas de la mente o de mi tendencia a la depresión?

Soy madre de tres hijos preciosos, sanos, que se llevan muy bien entre ellos... Igual no lo hice tan mal. Son, sobre todo, bastante inmunes al chantaje emocional y me paran rápido los pies cuando voy por ahí.

—¡Eh, mamá!, ya te vale... ¡Deja ya de decir que no nos criaste bien, si lo hiciste genial!

Ah, entonces igual el que sean tan sanos, o que a mí me lo parezcan, sea el indicio de que hubo algo importante que sí hice bien.

Así, vuelvo a la pregunta inicial: ¿lo hice bien, suficientemente bien, al menos? Igual es que solo me recuerdo en lo malo.

¿Qué es hacerlo bien? ¿Qué se supone que tenía que haber hecho? ¿Cómo podría haberlo hecho mejor? ¿Qué es ser madre? ¿En qué consiste? Rudolph Schaffer, allá por 1977, escribió: «Preguntemos a cualquier madre acerca de qué es aquello que considera esencial en el “ser madre” y no vacilará en contestar: “El amor”».[1] Sin embargo, pocas páginas después afirma que el amor materno no es preceptivo, dice que no es parte necesaria de la naturaleza humana al igual que el respirar, ya que sociedades enteras llegan a funcionar sin él, aunque de un modo que puede resultar horrible.

Me gustaría comprender qué clase de madre he sido. Captar, aunque sea de manera fugaz, el núcleo de mi experiencia maternal. Atesorarla, sí, esa es la palabra. Y así, de paso, comprender mejor la experiencia maternal en su sentido más amplio: la de todas las madres.

Las otras madres. Por ejemplo, las que me ayudaron a pensarme como madre. Mis hijos crecieron mientras yo acompañaba a otras madres y atendía a cientos, tal vez miles de niños en la red pública de salud mental. Niños y niñas, familias de todas las clases sociales y muy diversos orígenes. Durante toda la crianza trabajé como psiquiatra infantil. Lo que aprendí de todas esas familias es, pues, parte inherente de mi camino como madre, siempre lo ha sido. Incluso si yo era la profesional, la supuesta experta, en realidad estaba aprendiendo, casi me atrevo a decir luchando, para encontrar mi manera de ser madre. ¡Cómo no tener el síndrome de la impostora! Atendía a los más pequeños, jugaba con ellos en la consulta, con plastilina o bloques de madera, los ayudaba a construir sus relatos... Pero, sobre todo, intentaba que las madres y los padres pudieran verlos a través de mis ojos, que pudieran percibir todo aquello tan sano y bonito que sus hijos tenían y que ellos, sumidos en la culpa o el estrés, a menudo no eran capaces de percibir. Luego, cuando tras la jornada de trabajo llegaba cansada a mi hogar, ¿acaso era yo capaz de ver a mis hijos con esa misma mirada? No lo sé. Aquellas familias me enseñaban y me daban mucho, pero también, con demasiada frecuencia, me llevaba sus miedos y preocupaciones a casa. Mis niños me recibían sanos y alegres, aunque a menudo yo llegaba después de trabajar con el corazón dolorido, la cabeza repleta de historias y mucha necesidad de silencio. No era capaz de percibir cómo el dolor y los miedos de otras familias me afectaban en mi relación con mis hijos. Creo que eso solo pude empezar a atisbarlo muchos años después, cuando, siendo ellos ya adolescentes, terminé cogiendo una excedencia de mi trabajo como psiquiatra infantil en la red pública.

Igual por eso me resulta tan difícil ahora no compararme. Años atendiendo a familias con dificultades mientras atravesaba las propias tal vez me dejaron esta inútil facilidad para comparar y ver todo lo que no hice o sigo sin lograr hacer. A la vez, creo que mi rasero de medir quedó inevitablemente dañado. Me acostumbré al dolor y sufrimiento ajeno, me sumergí en las miserias de la falta de amor, el trauma y la pobreza afectiva, trabajé en el lodazal de los abusos y malos tratos a la infancia... Tanto que se me olvidó que la alegría y la confianza florecen exuberantes de manera cotidiana en las familias más sanas o menos dañadas.

Años después de convertirme en madre, cuando afronté una separación y la difícil cuestión de organizar los cuidados y la custodia de nuestros hijos, sentí con nitidez que todo lo que había visto en mi consulta como psiquiatra infantil me ayudaba a la hora de mantener cierta cordura en un momento en que separarme de mis hijos, aún muy pequeños, me desgarraba de dolor. Sí, las madres y las familias que atendí o acompañé en mi trabajo me enseñaron mucho. De alguna forma, el privilegio de conocer sus dificultades y sufrimientos íntimos me ayudó a desdramatizar los míos, me salvó de ahogarme en muchos vasos de agua. Me dio fuerzas en muchos momentos. Con frecuencia me preguntaba a mí misma: ¿es esto lo peor que nos podría pasar? La respuesta, siempre negativa, me ayudaba a levantarme y seguir adelante.

Las comadres. Las compañeras de crianza, las amigas. Esas otras madres, como las voluntarias de Vía Láctea, siempre generosas, que al principio me ayudaron a conectar con mis bebés. Las que seguro que me ofrecieron esa mirada amorosa y contenedora que yo, como madre inexperta y abrumada, también necesitaba. Su presencia en los primeros años de la crianza fue clave en mi modo de pensarme como madre. Me ayudaron a percibir no solo las necesidades de mis retoños, sino también las mías.

Las madres y amigas activistas, todas esas mujeres con las que compartí lucha y este activismo que se convirtió, sorprendentemente, en una parte central de mi experiencia como madre. Todas ellas —también algunos padres— empeñadas en cambiar el

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