A 1.778 km de distancia

Ferran Ramon-Cortés

Fragmento

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Nota del autor

Empiezo a las nueve en punto con un Zoom con la oficina de Ámsterdam.

Empalmo a toda prisa con un Teams con mi equipo (la mitad teletrabajan hoy).

Me conecto para una entrevista virtual a un nuevo candidato (es la tercera ronda de entrevistas y aún no ha pisado nuestras oficinas).

Teletrabajo en casa el resto del día, con un ojo puesto a todo lo que entra por chat y por correo.

Y termino la jornada con una videollamada por Whats­App con mi hija, que está trabajando en Suiza.

Y me pregunto:

¿Lo estamos haciendo bien?

¿Hacia dónde vamos?

La comunicación se ha revolucionado, y con ella nuestra forma de trabajar y de relacionarnos en lo profesional y en lo personal. Todo esto empezó tímidamente, pero la pandemia del COVID convirtió la comunicación virtual en imprescindible y le dio un impulso definitivo. Tras ello, hemos entrado en un periodo en el que tenemos todas las herramientas posibles pero aún no sabemos muy bien cómo utilizarlas. Y me da la sensación de que nos hemos centrado en la tarea (cómo organizarnos mejor y hacer más efectivo nuestro trabajo) y nos estamos olvidando de las relaciones.

Este libro busca poner algo de luz a este nuevo mundo. Algunos estudiosos apuntan que necesitaremos una década para consolidar todo lo que está ocurriendo. Es posible. Pero entretanto debemos transitar ese camino y probar y aprender cosas nuevas.

Si hay un titular claro es este: la comunicación virtual nos ayuda, pero no sustituye a la presencial. El teletrabajo es fantástico, pero necesitamos encontrarnos personalmente para determinadas tareas. Nada es blanco ni negro. Cada uno de nosotros tendrá su matiz de gris que le funcione.

Esta obra pretende inspirarte para que te cuestiones lo que estás haciendo, y ayudarte a definir lo que crees que necesitas hacer para trabajar mejor y, sobre todo, para cuidar mejor tus relaciones.

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Introducción

Viernes, 5 de noviembre

—¡Basta! ¡No puedo más!

Confiaba en que mis interlocutores no hubieran oído el grito. El micrófono estaba encendido, pero se suponía que la sesión había finalizado. Había sido un grito de impotencia, de profundo cansancio. Estaba derrotado. Llevaba ocho horas empalmando videoconferencias delante de la pantalla y no podía más. Zoom, Teams y el resto de las plataformas nos habían salvado la vida al permitirnos mantener el contacto en la distancia en plena pandemia, pero algo fallaba. Terminaba las jornadas exhausto; en cambio, antes, cuando todo era presencial, eso no me ocurría. Por otra parte, me sentía cada día un poco más alejado de todo y de todos, cada día un poco más solo. Añoraba las pequeñas conversaciones de pasillo, el contacto con los demás. Preguntarnos cómo nos iba la vida a través de la pantalla no era para nada lo mismo que hacerlo en persona.

Era viernes, la semana llegaba a su fin y, sin más energía para continuar, decidí que leería los últimos correos y me desconectaría. Necesitaba levantarme de la silla, estirar los brazos y las piernas, salir y caminar, sobre todo para llenarme los ojos de verde y descansar la vista.

Eliminé el primer correo sin ni siquiera abrirlo (la enésima oferta comercial: ¡qué difícil es desaparecer de las listas de emailing!), pero me detuve en el segundo porque el asunto me llamó poderosamente la atención. Decía: «Ferran, ¿tienes respuestas?». A pesar de que no fui capaz de identificar al remitente (aparecía una dirección de correo que de entrada no reconocí), decidí abrirlo:

Apreciado Ferran:

He seguido tu trabajo durante todos estos años. Me sedujo La isla de los 5 faros y te he leído desde entonces. Como experto en comunicación y relaciones, estoy seguro de que compartes conmigo la impresión de que estamos viviendo una profunda transformación. Durante siglos, la comunicación se ha regido por las mismas pautas, pero con la llegada de internet y la instauración del trabajo remoto, que la pandemia ha acelerado, todo está cambiando a una velocidad de vértigo. La comunicación, tal como la hemos entendido hasta ahora, está dando un giro radical que necesitamos comprender.

Quiero compartir contigo mis vivencias: desde hace más de un año estoy sumergido en la nueva comunicación virtual; vivo permanentemente conectado a mi familia, a mis amigos y a todo mi entorno, pero cada día me siento más alejado de todos y del mundo. Hablo por Skype con personas cercanas, pero también con gente a la que nunca he visto en la vida real, con la que nunca he compartido un espacio físico, y me cuesta mucho establecer vínculos con ellos. Ya hace demasiado tiempo que no me tomo con tranquilidad un café con un amigo; hace demasiado tiempo que no nos reunimos en grupo, que no nos reímos juntos y que no nos abrazamos.

Hoy odio en particular la mesa de trabajo que me he montado en casa y también mi ordenador. Pero ¿cuál es la alternativa? Reconozco que la comunicación virtual me facilita estar en contacto con los míos, y en algunos casos más que antes. Me permite organizarme mejor y optimizar mi tiempo. Así que no sé si darle las gracias a esa nueva comunicación virtual o culparla de todo lo que me pasa. No sé qué pensar. Lo que es seguro es que busco respuestas. ¿Las tienes tú?

Leí el correo dos veces porque me sentía identificado con todas y cada una de aquellas líneas. Como no llevaba firma, volví a fijarme en la dirección del remitente: era de Gmail y, aunque me sonaba vagamente, no conseguía reconocerla. Pensé que debía de habérmelo enviado alguno de mis alumnos que, al conocer mi trabajo, me lanzaba aquella invitación. Aun así, me extrañaba la falta de firma, no acababa de entenderlo.

Destaqué el mensaje de entre la lista de Recibidos para no olvidarme de él, pero estaba tan agotado que apagué el ordenador y decidí salir a dar ese paseo que ya hacía rato visualizaba en mi mente y que Nim, mi perra (una labrador preciosa), me reclamaba con mirada suplicante.

Salí disparado hacia el parque que hay cerca de casa (de hecho, fue la perra la que me arrastró hacia él), y mientras recorría de manera maquinal sus senderos me di cuenta de que no se me iba de la cabeza aquel correo. Me había tocado porque describía con precisión algo que hacía semanas que me inquietaba: la comunicación estaba cambiando a pasos agigantados y, por mi trabajo y por mí mismo, necesitaba comprender esos cambios.

Pensé en mi situación. Era cierto que gracias a las videoconferencias había podido continuar con mi trabajo en pleno confinamiento: había impartido virtualmente mis cursos y llevado a cabo mis sesiones; había recibido, asimismo, nuevos encargos, y en algunos casos todo esto lo había hecho y lo continuaba haciendo con un ahorro de tiempo importante. Debía reconocer, sin embargo, que en los cursos no me embargaba ni de lejos la energía que acostumbraba a sentir cuando eran presenciales. Era cierto, por a

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