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ENERO
Cuando nos creíamos invulnerables
Las calles olían al azúcar quemado de las almendras garrapiñadas y a castañas asadas. También a canela y a jengibre. Mi madre, como siempre, decía que olía a frío. Es algo que jamás he logrado entender, pero para ella el invierno siempre trae ese olor que yo nunca he sido capaz de identificar. Aunque no lo reconozca, creo que se trata de algo más metafórico que real.
Las luces de Navidad decoraban las principales calles y avenidas, y miles de personas abarrotaban desde los grandes centros comerciales de las afueras hasta las pequeñas tiendas del centro de las ciudades. Todos se habían lanzado a la búsqueda de ese regalo de última hora que siempre nos olvidamos de comprar.
Los niños apuraban sus últimos días de vacaciones mientras fantaseaban con la llegada de sus majestades los Reyes Magos de Oriente, y se agolpaban en las aceras ataviados con guantes, gorro y bufanda en esa eterna espera que supone el ansiado inicio de la cabalgata. Corrían, saltaban y chillaban dejándose llevar por la excitación del momento al tiempo que trataban de coger alguno de los caramelos que los pajes y sus mismísimas majestades les lanzaban desde las carrozas. Ya se sabe que los caramelos de los Reyes siempre saben mejor.
Mientras todo esto sucedía yo, cómo no, estaba de turno en el hospital. En esa segunda casa que ya casi es la primera por las horas que paso allí dentro… Cualquier día me empadrono. A esas horas, y siendo la víspera del día de Reyes, estaba terminando de repartir la medicación de la cena con una corona de cartón sobre la cabeza con la que conseguir arrancar una sonrisa a mis pacientes.
—Señora Marisa, a ver, ¿ha escrito la carta a los Reyes o no? ¡Que llegan hoy!
—Ay, bonita. Yo soy muy mayor ya para esas cosas —respondió mientras me acariciaba el antebrazo.
—Bueno, pero algo querrá pedir, ¿no? Aproveche, mujer, que es gratis.
—También es verdad. Pero yo ya no pido regalos. Yo lo único que quiero es que me traigan un año más de vida para poder ver nacer a mi segundo nieto. ¡Me han dicho que es una niña! Con eso me conformo —aseguró, y vi cómo los ojos se le llenaban de lágrimas de emoción.
—Pues me parece estupendo, señora Marisa. Lo anoto y les mando su carta, ya verá como lo ve nacer y también crecer. Mientras tanto, aquí le dejo estas pastillas para que se las tome después de la cena. ¡No se las olvide que la estaré vigilando!
Por si os lo estabais preguntando, la corona de cartón la conseguí gracias a un roscón de Reyes que nos regalaron los hijos de uno de nuestros pacientes esa misma tarde cuando vinieron a buscarlo. No tenía el alta, pero quisieron llevárselo «de permiso» para que pasase la noche de Reyes en casa, con la promesa de que al día siguiente volverían a traerlo para continuar con su tratamiento. Las clásicas concesiones que se hacen siempre que es posible por estas fechas. Y cómo no hacerlas. En ocasiones el mejor tratamiento es el cariño de los tuyos, sobre todo en unos días tan señalados.
No es algo que venga en los libros ni que se estudie en la facultad, pero que salgan aunque sea durante unas horas del hospital, que vean a todas las personas que les quieren y que les esperan fuera, volver a sentir sus abrazos… A los pacientes les recarga de energía, de optimismo y de ganas de seguir viviendo.
Apenas había terminado de repartir la medicación, cuando mi compañera Puri cruzó por sorpresa la puerta de la unidad.
—Venga, Satu, cuéntame el parte y márchate, que hoy vengo yo de noche y seguro que así llegas a tiempo a la cena de Reyes. Además, tú eres joven y después querrás salir de fiesta.
¡Cuando algo así sucede en el hospital no puedes decir que no! Tenía que aprovechar que Puri estaba ebria de espíritu navideño, así que acepté antes de que se lo pensase dos veces. Le conté el parte a la carrera y me despedí de ella abrazándola como nunca mientras le susurraba al oído: «Te debo una».
Las calles ya no solo olían a azúcar quemado y a castañas asadas, también desprendían ese no sé qué tan especial que solo existe en Navidad y que, probablemente por ello, hace que sea una de mis épocas favoritas del año.
Éramos felices pero no lo sabíamos. Vivíamos preocupados y ocupados en asuntos sin importancia que nos quitaban el sueño. Nos creíamos seguros dentro de nuestro estado de bienestar, invulnerables. Permaneciendo ajenos a todo lo que, a algo más de nueve mil kilómetros de distancia de nuestras casas, estaba empezando a suceder.
Eran las Navidades del año 2019 y cientos de personas aparentemente sanas, quizá un par de miles, se paseaban por medio mundo para reunirse con sus familias contagiando un nuevo virus sin saberlo y sin llamar la atención.
Casi un mes antes, el 8 de diciembre de 2019, un paciente ingresaba en el Hospital Zhongnan de la ciudad de Wuhan (China) con fiebre alta, tos seca, dificultad para respirar e infiltrados pulmonares bilaterales que descubrirían tras realizarle una radiografía de tórax. El diagnóstico de los sanitarios que trataban a ese primer paciente con coronavirus fue claro: neumonía de origen desconocido. Lo que no sabían en ese momento es que sería el primero de cientos de miles.
El 7 de enero de 2020, mientras en España empezaban las rebajas de invierno y volvíamos a las tiendas en busca de alguna oportunidad, China ponía nombre y apellidos a ese nuevo virus respiratorio que ya había provocado para entonces veintisiete ingresos en varios hospitales de Wuhan, siete de ellos en situación de gravedad. Su identificación: SARS-COV-2, primo de otros virus Coronaviridae ya conocidos.
Volviendo la vista atrás, recuerdo que la noticia apenas ocupó unas líneas en un par de periódicos. El gigante asiático quedaba muy lejos de Madrid, y las informaciones iniciales que llegaban a través de las agencias internacionales parecían no dar demasiada importancia al brote. Incluso la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) recogió en uno de sus primeros informes que no existían pruebas claras de que la enfermedad pudiera transmitirse de persona a persona, tal como afirmaban los servicios sanitarios de Wuhan. Un error que los meses siguientes todos pagaríamos muy caro.
La vida seguía igual. En los hospitales se hablaba más de la formación del nuevo Gobierno que del virus, y lo que realmente nos preocupaba era quién recogería la cartera del Ministerio de Sanidad. Los medios de información sanitarios hacían quinielas sobre los y las ministrables, y por nuestra parte las enfermeras fantaseábamos con la idea de que por primera vez en la historia el cargo lo ocupase alguien de nuestro gremio.
—Si yo fuese ministra de Sanidad ponía la jubilación a los sesenta.
—Claro, Puri, tú lo dices porque así en unos meses ya te jubilabas y hacías la maleta para irte a Benidorm. Lo que tendría que hacer quien cogiese el cargo es fijar, de una vez por todas, unas ratios decentes para aumentar el personal y disponer de tiempo. ¡Nos pasamos los turnos corriendo! —respondí.
—Mira tú, claro, lo dice la eterna eventual para que así le den mejores contratos. Parecía tonta, la Satu.
—Va, Puri, no te enfades, que si me llaman y me nombran ministra implanto las dos cosas y te mando a la playa —aseguré entre risas.
—Sí, claro… que van a poner de ministra a una enfermera… ¡vas buena tú!
Finalmente, el ministro de Sanidad resultó ser licenciado en Filosofía y Letras. Algo que se nos antojó cuando menos curioso ya que era una persona que no había tenido ningún tipo de contacto con el mundo sanitario, pero a mí no me preguntéis; yo solo sé que no sé nada. Bueno, desconozco si al hombre alguna vez lo han tenido que ingresar por algún problema de salud… A lo mejor había visto los hospitales también por dentro antes de jurar el cargo.
Nos encontrábamos ya a 12 de enero, y los contratos eventuales de Navidad llegaban a su fin. Volvíamos a la bolsa de empleo probablemente durante unos meses, al menos hasta la primavera. En el peor de los casos, hasta la llegada de las vacaciones de verano de las enfermeras… o eso era lo que creíamos. Porque a pesar de que ese día China compartía con el mundo la secuencia genética del nuevo virus y el número de enfermos graves no dejaba de aumentar en aquel país, la OMS declaró que por el momento no había pruebas claras de que el virus se contagiase de persona a persona. Había que lanzar al orbe un mensaje de tranquilidad desde el país asiático, hasta el punto incluso de que el propio alcalde de Wuhan organizó, pocos días después, una comida colectiva para diez mil personas en un espacio cerrado para demostrar que todo estaba controlado.
Por los pasillos de los hospitales el nuevo coronavirus seguía sin ser tema de conversación, y las novedades que iban llegando acerca de este tema apenas eran noticia en los grandes medios de comunicación. China seguía estando muy lejos y ninguna de nosotras podía imaginar lo que tendríamos que vivir durante los siguientes meses. Algo que nos marcaría para siempre y que nos haría sacar fuerzas de nadie sabe dónde para poder seguir adelante por nuestros pacientes.
Si tuviese que contaros qué día fue el primero en que pensé: «En Wuhan tiene que estar pasando algo muy gordo», fue sin duda el 24 de enero. Apenas un día después de que las autoridades chinas decretasen el cierre de la ciudad para evitar la propagación de la enfermedad, anunciaron que construirían un nuevo hospital provisional con mil camas en un plazo máximo de diez días. Con más de mil casos ya diagnosticados, y casi cincuenta fallecidos, los centros sanitarios de la capital estaban desbordados.
Una ciudad en la que viven más de once millones de personas, completamente aislada del resto del país y del mundo por tierra, por aire e incluso por agua, ya que los ríos Yangtsé y Han la dividen a lo largo. Una megaciudad en la que, además, estaban a punto de levantar un hospital de la nada en un tiempo récord. Cuesta imaginarse algo así, y más si tenemos en cuenta que la ciudad más poblada que tenemos en España es Madrid y apenas llega a los cuatro millones de habitantes.
Recuerdo muy bien que ese día no hablábamos de otra cosa en el hospital, y bromeábamos acerca de la noticia.
—¿Habéis visto esto? En la ciudad china donde empezó lo del nuevo coronavirus, en Wuhan, van a construir un hospital en solo diez días. Eso es justo lo que tardan en el nuestro en lavarte el pijama y devolvértelo —bromeé.
—Anda mira, Satu. Igualito que aquí. En Toledo