¿Puedo hablar de mi salud mental!

Fragmento

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PREFACIO

Pero… ¿este libro qué es?

Cuando le quitamos el polvo a la vieja Olivetti para escribir las páginas que tienes entre las manos, lo hicimos con un objetivo: publicar el libro que las personas que no se atreven a ir a terapia necesitan leer para que se les quite el miedo, la inseguridad o el recelo.

Somos dos personas que necesitaron ayuda profesional para lidiar con su mente y que tardaron demasiados años en pedirla. Dos personas que han pensado en más de una ocasión «Si lo hubiera sabido antes…». Hoy se habla más abiertamente de ansiedad, depresión o de trastornos de la alimentación, pero a muchísima gente le sigue pudiendo el miedo a dar el primer paso, y la mayoría no acaba de creer que un psicólogo o un psiquiatra los va a ayudar de verdad. Para terminar con esas ideas, creemos que lo más honesto y lo más directo es contar nuestro caso, nuestra experiencia.

Esto no es un manual de psicología ni una guía de autoayuda. Es la narración detallada de dos procesos terapéuticos: una relación de nuestros traumas, de los condicionantes que nos han desestabilizado, del recorrido hacia lo más profundo de nuestro propio infierno y de cómo logramos salir de él con ayuda profesional.

Nuestras circunstancias son personales e intransferibles, pero creemos que las cosas que nos han hecho sufrir también las padece mucha gente. Y, aunque no sean las mismas, el relato de nuestro camino puede ser ejemplo para muchos otros retos relacionados con la salud mental.

A nivel práctico, el libro va intercalando capítulos de cada una, así que, como si de Rayuela se tratara, puedes elegir cómo leerlo: los capítulos de una u otra seguidos, o linealmente, saltando entre las dos narraciones. La de Bea trata más la ansiedad, la de Enrique, la depresión. Y en ambas hablamos mucho de los trastornos de alimentación, que compartimos cual canción de las Spice Girls: «2 become 1».

Si escuchas nuestro programa, ¿Puedo hablar!, no te sorprenderá comprobar que en este libro hay muchos traumas, pero también muchos chascarrillos. El humor ha sido nuestra válvula de escape de los trastornos que padecemos y lo usamos para explicarlos. Eso no quiere decir que no nos tomemos en serio nuestros problemas, sino que hemos aprendido a convivir con ellos con la ayuda de la risa. Reírnos de nuestras desgracias les arrebata poder, y muchas veces puede ser el primer paso para enfrentarnos a ellas.

Ojalá este libro sirva para eso: para aprender sobre nosotras mismas y para comprobar que somos más fuertes que los trastornos a los que hemos de hacer frente. Y todo eso mientras nos echamos unas risillas.

ENRIQUE Y ANA BEA

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PARA TODO HAY UNA PRIMERA VEZ

Bea

El día que salí de la primera consulta del psicólogo creía, pero de verdad, que acababa de vivir el peor momento de mi vida. Como una bruja en un proceso inquisitorial, tuve que reconocer mis pecados delante de la gente que más me importa (mis padres estaban allí conmigo) y salí convencida de que la única solución para mí era una buena condena. Me fui de allí hundida y confundida, con la sensación de que yo había hecho lo correcto, que había confesado por fin todo lo que llevaba tantos años callándome, aunque sin entender muy bien lo que acababa de pasar.

¿Por qué había sido tan duro? ¿Por qué había llorado tanto? ¿Por qué me habían puesto esa penitencia (la peor, para mí)? Yo había logrado pedir ayuda, después de tanto tiempo sufriendo a solas, y encima me había llevado una buena regañina. ¡¿Por qué les pasan tantas cosas malas a las chicas buenas?!

Una parte de mí era optimista y pensaba que si en esa sesión ya había pasado lo peor, a partir de ese momento mi vida ya solo podría ir a mejor. Lo difícil estaba hecho. Ya había reconocido delante de un profesional (en realidad, dos; dos psicólogos para mí solita, así de mal estaba; ¡y encima uno era muy mono!) que tenía un problema; ya les había dado la razón a mis padres públicamente. ¡Hala, estaréis contentos!

Pero otra parte de mí estaba muy triste, cansada y enfadada. Y llena de mocos. Me había repetido mil veces a mí misma: «No voy a llorar, no voy a llorar, soy una persona adulta, podré contar lo que me pasa sin llorar», pero allí había derramado lágrimas como si acabasen de clavar en una cruz a mi único hijo después de torturarlo durante horas y Mel Gibson en persona me hubiera enseñado el vídeo de lo ocurrido. Una cosa grotesca. La forma en la que lloré, no el vídeo de Mel Gibson.

Yo le había contado a ese señor, al que enseguida percibí como una autoridad (el psicólogo guapo estuvo callado la mayor parte del tiempo; meses después supe que estaba empezando), todo lo que me había ocurrido en los últimos años. Muy bien resumido, porque llevaba días preparándome este discurso de presentación. Quise ponérselo fácil para que él no dudara ni un momento en el diagnóstico, que yo misma ya le estaba dando bien masticadito: tengo un trastorno de la conducta alimentaria, más conocido por las siglas TCA, que me ha llevado a estar obesa perdida y a tener ya un pie en la tumba, porque, claro, como todo el mundo sabe, pesar 115 kilos significa que estoy en un tris de tener diabetes tipo 2, problemas coronarios, de huesos, hipertensión, el hígado para trasplantar y el colesterol… bueno, no me ha salido alto en los últimos análisis, pero dadme tiempo.

«Tengo un trastorno por atracón, siento que soy adicta a la comida, si no tomo mi dosis no consigo dormir, y si no duermo, no puedo trabajar y hacer mi vida, que ya gira en torno a la comida, y necesito ayuda porque yo sola no puedo. He intentado frenarme muchas veces, y NO PUEDO». Comenzaron las lágrimas, que no cesarían hasta el final de la sesión. Él sacó una caja de pañuelos de papel porque, en el fondo, para un psicólogo ver llorar es como para un cirujano ver sangre. Su día a día.

Pronunciar estas palabras, para mí, fue como una patada en el estómago. Como una patada en el orgullo, también. Quizá no fueron estas exactamente, pero el mensaje de «he perdido el control y ahora estoy acojonada» sí que quedó claro. Aquella confesión suponía perder una batalla (mentira; yo entonces lo sentí así, pero ahora sé que era ganarla) y darles por fin la razón a todas esas personas que durante años se habían preocupado de lo gorda que estaba mientras yo disimulaba restándole importancia. Darles, incluso, la razón a los que me habían insultado con más o menos originalidad gracias al amplio abanico de sinónimos de «gorda», que hay que ver lo rico que es el castellano cuando quiere. Por eso me hice filóloga.

Yo había pedido que mis padres estuvieran delante. Soy hija única y ellos, en aquel momento, eran mis únicas personas de confianza. Además, creía que si ellos lo sabían todo se podrían poner de mi parte y hacerme el proceso de curación más sencillo. Sí, curación. Porque yo sentía que estaba enferma terminal.

¿Y no va este psicólogo y lo primero que me suelta es que nada de lo que le he dicho es verdad? ¿Que ni estoy enferma, ni me voy a morir y, quizá, tampoco tenga un trastorno de la alimentación? Y, lo peor de todo, ¿por qué manda salir a mis padres para decirme todo esto, que no me van a creer cuando se lo cuente yo, porque llevo años engañándolos para convencerlos de que las cosas van mucho mejor de lo que en realidad están yendo y se han llevado una sorpresa enorme al verme tan mal?

Seguramente no le había escuchado bien porque, con la llantina que me había pegao, tenía ya tanto moco acumulado que a lo mejor hasta se me habían taponado los oídos. Pero no, no. El psicólogo me estaba diciendo DE VERDAD que yo estaba equivocada. Yo. Equivocada. No puede ser.

¿Me vas a decir tú a mí, señor al que acabo de conocer, que yo no me he encerrado en mi habitación cientos de noches con la excusa de que tenía muchas cosas que hacer, pero en realidad lo que hacía era abrir la mochila y sacar todas las bolsas de patatas y chocolatinas que me había comprado en el supermercado antes de llegar a casa y comérmelas sentada en la cama hasta que me llenaba tanto que caía rendida?

¿Me vas a decir tú a mí, señor que se hace llamar «psicólogo», que yo no era consciente de que los atracones que me metía noche sí, noche también se me estaban yendo de las manos, pero es que la noche que intentaba ser fuerte y no comer era tal la ansiedad que ni podía dormir ni soportar la taquicardia?

¿Me vas a decir tú a mí, señor al que le estoy pagando con MI dinero (bueno, el de mis padres), que en vez de esforzarte por comprender lo dura que es mi situación y lo difícil que es para mí sentarme a reconocer todas mis miserias y la parte que más me avergüenza de mí misma, vas a explicarme que estoy muy equivocada y que si quiero seguir trabajando contigo voy a tener que hacer lo que tú me digas y no lo que yo quiera, que es continuar llorando durante horas y lamentándome toda la vida por lo desafortunada que soy?

Pues sí me lo dijo, sí. La memoria es traicionera y no recuerdo cómo se sucedieron los acontecimientos exactamente, porque hace ya siete años de aquella primera consulta. Pero sí recuerdo cómo me hicieron sentir: en la mierda total.

Por suerte para mí, en aquel momento yo tenía la autoestima hecha añicos y no confiaba lo más mínimo en mi propio criterio, así que, aunque el que luego se convertiría en mi psicólogo durante los tres años que duró mi terapia me cayó supermal en aquella primera toma de contacto, tan perdida y desesperada me sentía y tanto me odiaba que pensé que lo mejor para mí era quedarme muy pegadita a esa persona que nada más verme ya me había puesto en mi sitio. Que eso era lo que yo merecía, una buena penitencia.

Como podréis imaginar (o eso espero), en aquella primera sesión ni mi psicólogo me riñó ni mucho menos me impuso un castigo. Esas fueron mis sensaciones, o quizá mis deseos. En aquella primera sesión yo expliqué que llevaba muchos años comiendo compulsivamente, más o menos desde que tenía trece años; que en los dos últimos la cosa se había puesto mucho peor, y que en los últimos meses me daba unos cinco atracones a la semana; y que había visto por internet que si te dabas más de dos atracones a la semana ya estabas para ingresar; y que no me importaba si me ingresaban, porque ya no me fiaba de mí misma.

Que había engordado mucho, aunque siempre había estado gorda, excepto ese año en el que hice una dieta de lo más restrictiva con la que perdí 34 kilos, pero ahora estaba mucho más gorda que cuando empecé a seguir las instrucciones de aquella pauta de alimentación fotocopiada. Y que estar así de gorda me hacía sentir una fracasada, una decepción para mis seres queridos, una persona sin fuerza de voluntad, una dejada. Y aquí no acababa todo. Es que, además, también llevaba meses con fuertes dolores de tripa, diarreas y un aliento que parecía provenir directamente del infierno. Era evidente que no estaba bien, y necesitaba ayuda para mejorar. Estaba dispuesta a TODO.

La verdad es que dos de las cosas que más me siguen sorprendiendo hoy en día son la fuerza y la motivación con las que tiraba para adelante. Estaba cien por cien convencida de que ESE señor (que me había caído tan mal) me iba a curar, y confié a ciegas en él… no desde el minuto uno, porque, claro, como me desmontó el chiringuito nada más conocernos, yo me quedé un poco desubicada, pero sí desde el minuto 50. Más o menos.

En el minuto 10, nada más pedir a mis padres que esperasen fuera, yo me preguntaba por qué ese señor que me había sentado enfrente, un psicólogo que debía de ser buenísimo porque se lo había recomendado a mi madre una compañera suya de trabajo que también llevaba ahí a su hija, no me devolvió un mensaje de paz, algo así como: «Tranquila, estás en el sitio adecuado, no tendrás que volver a preocuparte nunca más», sino que se empeñó en desmontar cada una de las cosas que yo le había dicho para, a continuación, pasar a ponerme los peores deberes que jamás me habían asignado.

—¿De verdad me estás diciendo que no puedes dejar de comer? ¿Que no eres capaz de adelgazar? Pues yo creo justo lo contrario. Creo que eres lo suficientemente inteligente como para saber qué tienes que hacer para perder peso, y tienes acceso a la información para poder hacerlo. Así que, si quieres que comencemos a trabajar juntos, la semana que viene tienes que ve­nir pesando un kilo menos que hoy.

Perdona, ¿qué? A llorar otra vez. ¡Qué frustración y qué impotencia! Otro igual que mi madre, que lo único a lo que le daba valor era a los kilos de la báscula. Además, le había REPETIDO mil veces que odiaba la báscula y no quería pesarme nunca más.

Es que no me podía creer que nadie me entendiera cuando contaba lo que me pasaba. Llevaba AÑOS callándome. AÑOS disimulando que todo iba bien. AÑOS restándole importancia a lo gorda que estaba, como si a mí me diera igual y estuviera completamente feliz con mi vida. Y AÑOS teniendo un miedo terrible a las dietas, porque cada intento de volver a perder peso, como aquella primera vez en la que perdí 34 kilos y todo me pareció tan fácil, lo único que conseguía era reafirmarme en que no tenía fuerza de voluntad, no me esforzaba lo suficiente, no me preocupaba por mi salud tanto como para hacer el sacrificio de cerrar la boca definitivamente.

Había pasado varias semanas informándome sobre los trastornos de la alimentación a través de internet, y gracias, sobre todo, a un canal de YouTube en el que escuché por primera vez los términos «comedora compulsiva» y «trastorno por atracón», había entendido lo que me pasaba. Había aprendido que no todo era bulimia y anorexia, los trastornos más conocidos, y había llegado a la conclusión de que mi problema no era tanto no poder hacer dieta como estar atrapada en un círculo vicioso de «tengo ansiedad, la calmo con comida y he comido tanto que vuelvo a tener ansiedad».

Pensar que no podía comer un alimento me alteraba tanto que lo único que podía hacer para tranquilizarme era comérmelo sin parar. Pensar en que volvía a estar a dieta me ponía tan alerta para evitar los millones de tentaciones hipercalóricas a las que estamos sometidos a diario que al final no pensaba en otra cosa que no fuera comida.

Y encontrar aquel canal de YouTube en el que una mujer completamente desconocida relataba, punto por punto, todo lo que a mí me había pasado en los últimos años fue como un fuerte abrazo, el mejor que me habían dado nunca. Lo que me había pasado a mí no me había pasado solo a mí. Le pasaba a más gente. Y si le pasaba a más gente, los médicos y los especialistas debían estar al tanto. Por eso, cuando todas las piezas encajaron, llamé a mi madre y le dije: «Mamá, estoy enferma y necesito ayuda médica. Quiero que me consigas cita con un psiquiatra y un psicólogo, porque en cuanto vuelva a España quiero curarme».

Ah, se me había olvidado comentar que los dos años previos a mi primera consulta con el psicólogo había estado viviendo en el extranjero. El primer año en Estados Unidos, paraíso de los fritos, los azúcares y los hidratos de carbono. Allí inicié una relación muy tóxica con las chocolatinas Reese’s. Y el segundo año en Londres, donde descubrí que una cadena de cine ofrecía una tarifa plana de 20 libras al mes con la que podías ver todas las películas que quisieras, y donde adquirí la costumbre de entrar a ver la peli que tocase (porque la peli era lo de menos) con una bolsa de las grandes de M&M’s (sí, de las de 400 gramos).

El día que regresé a España mis padres me fueron a buscar al aeropuerto. No dijeron nada pero yo vi sus ojos de horror al verme más gorda de lo que me habían visto nunca. La semana siguiente mi madre me acompañó al psiquiatra (privado), a quien le expliqué lo que me pasaba, que no podía dormir por las noches si no me ponía hasta el culo de dulces.

Una semana más tarde acudí junto a mis padres (más adelante entraremos en las consecuencias de la sobreprotección paterna) a la consulta del psicólogo (privado también). Reconocer delante de mis padres todo lo que había hecho mientras estuve en el extranjero fue una de las cosas más difíciles de mi vida. Ver la cara de mi madre al darse cuenta de que todos sus miedos eran reales fue muy doloroso. ¿Por qué hacía sufrir así a mi madre, con lo que ella me quería? Esa culpa me superaba. Escuchar las palabras de ese psicólogo que, lejos de comprenderme y consolarme, me dijo que si quería volver la semana siguiente tenía que adelgazar un kilo fue, simplemente, demoledor.

Por eso, ese día sentí que aquella había sido la peor experiencia de mi vida. La más triste y humillante. Sin embargo, ahora sé que aquel fue, si me permitís la hipérbole, el día más importante de mi vida. La terapia fue, para mí, como la puerta mágica de Lluvia de estrellas. Allí llegó una persona y salió otra completamente diferente; tanto que ni siquiera la yo-preterapia habría podido imaginar nunca en lo que me iba a convertir. La terapia me cambió a mí y cambió mi vida. O, mejor dicho, gracias a la terapia yo pude cambiar muchas cosas que no me gustaban y redefinir mi vida en función de lo que realmente quería.

Y no, no logré adelgazar ese kilo que me pidieron. Adelgacé 700 gramos, lo cual me hizo acudir a la segunda cita más derrotada si cabe, ya que pensaba que me iban a «despedir» y se iba a hacer realidad mi mayor miedo: que lo mío no tenía solución.

Pero, de nuevo, volví a salir desconcertada de la consulta. Mi psicólogo me explicó que daba igual si había perdido un kilo o 700 gramos esa semana, pues no nos íbamos a centrar en los resultados, sino en el proceso. Y en esa ocasión lo importante era que me diera cuenta de que sí podía perder peso. De que me había organizado durante la semana para cumplir un objetivo. Así que le había mentido cuando, el día que nos conocimos, y entre lágrimas, le dije que no podía adelgazar.

Por lo tanto, mi peso o mi capacidad para perderlo no debían de ser la causa de todos esos males que yo relaté. Las causas eran otras, y para eso estábamos allí, para ir encontrándolas y ponerles solución.

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BIENVENIDO AL ABISMO

Enrique

«He ensayado en mi cabeza tan en detalle lo que voy a decir, que no sé si voy a ser sincero o me voy a dejar llevar por mi propia narrativa».

Hoy sonrío al recordar aquella primera sesión con mi psicólogo, y esa frase que preparé para el temido «cuéntame por qué estás aquí». Fue el 7 de marzo de 2018 —lo sé porque conservo el correo electrónico, no porque tenga una memoria prodigiosa—, un día que aparecerá en esa presentación PowerPoint que se supone que todos vemos justo antes de morir, y que recoge los momentos más importantes de nuestra vida: Esta_es_tu_vida_definitivo_OK.ppt

Ponerme delante de un psicólogo era algo que durante mucho tiempo sabía que acabaría por hacer, pero a lo que no me había atrevido. El estigma en torno a la salud mental (ese que nuestra generación está empezando a resquebrajar) me hacía creer que acudir a un profesional para tratar mi estado de ánimo era el último recurso, la constatación de que mi fuerza de voluntad era débil o nula; quería decir que no había sido capaz de solucionar mis problemas yo solito, que había perdido la partida. Ser alguien que va al psicólogo significaba convertirse poco menos que en un loco de atar, en alguien molesto e incómodo que los demás harían bien en evitar.

Ni en mi infancia, ni en mi adolescencia ni en mi primera juventud conocí a nadie que fuera al psicólogo, o al menos a nadie que hablara de ello abiertamente. Los profesionales de la salud mental me parecieron siempre un espejismo lejano, una de esas profesiones que solo aparecen en las películas y en las novelas. Como mucho, me podía imaginar a psicólogos en la gran ciudad, ese territorio abstracto en las antípodas de mi pequeño pueblo manchego. Pueblo que, si escucháis ¿Puedo hablar!, no hace falta que diga que es Alpera, en Albacete (2.000 habitantes, os ahorro la búsqueda en Wikipedia).

Cuando me marché del pueblo para estudiar en la universidad, a quienes sí conocí fue a algunos estudiantes de Psicología. Es chocante que entrara antes en contacto con personas que se iban a dedicar a esta rama de la salud mental que a alguien que hubiera recurrido a ella. Por una pura cuestión estadística, debería haber ahí fuera muchos más pacientes que psicólogos, ¿no? La cuestión es que, aunque calculo que hubiera necesitado ayuda profesional desde los quince años, tardé casi otros quince en pedirla. Porque, aunque la primera sesión de terapia es un momento trascendente, el instante realmente importante es aquel en el que te rindes a la evidencia y tomas la decisión de pedir ayuda. Ese momento en el que te rindes, en el que tu tren de pensamiento llega a una conclusión tan complicada como liberadora: «No puedo con esto yo solo».

En mi caso, ocurrió en Berlín. A mediados del mes de febrero de 2018 tuve que viajar unos días a la capital alemana por trabajo, excursión que alargué para tener tiempo de visitar la ciudad en condiciones. Era mi segunda vez en Berlín; la primera fue un viaje con dos amigas que también aparecerá en ese PowerPoint final, aunque con imágenes gozosamente borrosas. Para un marica reprimido como era yo entonces, Berlín era el escenario ideal para confrontar sus miedos. Todo lo que puedas imaginar se puede hacer en Berlín, si das con el lugar adecuado. De aquella visita anterior guardo un recuerdo feliz, aunque también me vienen momentos de sufrimiento que solo hoy, tras años de terapia, puedo entender del todo.

Como esta vez iba por trabajo, viajé solo. Siempre he disfrutado de la soledad, y no era el primer ni el segundo viaje que enfrentaba sin compañía. Estaba entonces convencido de que jamás iba a formar una pareja o una familia por mi cuenta, así que más me valía acostumbrarme a hacer planes conmigo mismo. En esos viajes sin acompañante me cargaba de libros y cuadernos para espantar la soledad con palabras. Leyendo y escribiendo me sentía menos solo, y me parecía que poner negro —o azul— sobre blanco mis impresiones hacía que el viaje me enseñara algo de mí mismo, que se convirtiera en un trayecto de autoexploración. También reconozco que estar en una cafetería en Bruselas o en una coqueta pizzería napolitana escribiendo en una libretita me hacía parecer interesante, o eso creía yo.

En aquel viaje, sin embargo, no fui capaz de engañarme con nada. Hacía ya demasiado tiempo que la desconexión con mis emociones era alarmante, que mi autoestima ni estaba ni se la esperaba, y que mi cerebro se había convertido en una trampa. Todo esto solo lo supe verbalizar después. En ese momento me limitaba a sentir una tristeza absoluta, una ausencia de ilusión que no conseguía distraer, que me ahogaba. Encontrarme allí solo, una vez finiquitadas mis obligaciones laborales, no se pareció en nada a ese tiempo que me había imaginado disfrutando de una ciudad fascinante. Febrero es un mes muy frío en Berlín, y el mismo hielo que veía en las calles lo sentía en el corazón mientras paseaba por la ciudad con la canción «No me pidas más amor» de Merche en bucle. (No sé por qué esa, y no sé si constituye un síntoma de mental breakdown).

Por azares del destino, fui a ver una instalación artística en un lugar llamado Kraftwerk, un gigantesco hangar soviético reconvertido en centro cultural. Los artistas Christopher Bauder y Kangding Ray habían inaugurado allí SKALAR, un dispositivo de espejos circulares que subían y bajaban del techo acompañados por un derroche de luces y música electrónica completamente espectacular (si buscáis «SKALAR Kraftwerk» en YouTube, hay muchos vídeos). Es de las obras más impresionantes que he visto nunca, y me llevó a un estado contemplativo que, como los espejos de la obra, me devolvía mi reflejo pasado por el fil­tro del arte.

Quizá mis recuerdos han romantizado lo que sentí viendo aquel despliegue de creatividad y técnica, pero el caso es que, leyendo sobre la instalación al salir de allí, descubrí que lo que los autores perseguían era un recorrido por ocho emociones humanas básicas (anticipación, ira, asco, miedo, alegría, tristeza, sorpresa y confianza) y que, no sé cómo, conmigo lo habían conseguido. Estar en medio de aquella instalación —podías moverte por ella con libertad, eligiendo desde dónde la contemplabas— me había provocado potentes sensaciones. Para alguien emocionalmente bloqueado como era yo entonces, quizá la perspectiva intelectual que proponía la obra ayudó a que conectara con sentimientos que en mi vida real tenía encerrados bajo siete llaves.

Comprendí entonces que no era sano que dos señores alemanes que no me conocían de nada tuvieran más capacidad que yo mismo para conectar con mis emociones. Haber vivido ese éxtasis a través del arte me permitió articular la idea de que solo dejaba que mi interior —mis deseos, mis frustraciones, mis miedos— afloraran en territorios intelectuales, que era donde me sentía seguro, porque mi raciocinio podía mantener el control. Mi inteligencia (sea la que sea) siempre me ha hecho sentir seguro. Mis emociones, hasta que llegó la terapia, eran una amenaza. La antesala del dolor, del rechazo, del ridículo.

Cuando escribo esto, muchas sesiones después, veo clara la secuencia lógica y la concatenación de elementos que me condujeron a la decisión de ir al psicólogo. Pero en aquel momento no era consciente del camino que iba a emprender: tenía tanto miedo y tanto rechazo por mí mismo que ayudarme —y permitir que otros me ayudaran— no fue ni mucho menos una apuesta consciente y deliberada, fruto de una lectura de mis necesidades. Yo era una persona devorada por la oscuridad, superada por el esfuerzo de estar vivo; alguien que fantaseaba continuamente con dejar de existir. Aunque ahora soy capaz de contarlo dándole una cierta estructura, aquel día en el que empecé a comprender que necesitaba ayuda paseando por Berlín, mi cabeza no hizo clic ni se me apareció ningún ángel en el cielo. De hecho, me sentí peor de lo que me había sentido nunca en mi vida. Aunque quienes ya estamos embarcados en este camino identificamos cuándo y cómo dimos los primeros pasos, no hay que esperar un instante iluminado por la revelación o un guiño del destino para ponerse a trabajar en nuestra salud mental.

De hecho, hubo algo más importante que aquel viaje. Algo que cambió mi relación con la terapia de una manera directa e irreversible. Unos meses antes mi amiga Alberto —conocida mundialmente como la Caneli— comenzó a ir al psicólogo. Después de toda una vida sin ejemplos cercanos, había en mi entorno alguien que va al psicólogo. No tenía que imaginar cómo serían esas personas ni recurrir a un ente abstracto al pensar en un paciente de terapia. Una de mis mejores amigas lo era, y me hacía partícipe de sus avances. Más allá, a un nivel práctico, que Alberto me pasara el contacto de ese psicólogo, que se convirtió en el mío, facilitó infinitamente que me atreviera a pedir una cita.

Muchas veces queremos ayudar a nuestros amigos y no sabemos cómo hacerlo. Estoy seguro de que mis amigas —porque, aunque sean chicos, yo tengo amigas— se preocupaban por mí y querían sacarme de ese pozo que, no me cabe duda, detectaban. Algunas habían tratado de hablar conmigo con sinceridad, querían echarme una mano para desenmarañar el nudo de autoodio que llevaba enredado dentro de mí desde que tengo memoria. Y, sin embargo, lo que más me ayudó fue sencillamente que alguien cercano me sirviera de ejemplo.

No recuerdo si alguna de mis amigas pronunció las palabras: «Necesitas ayuda profesional». Es probable. Lo que sí sé es que, frente a la ignorancia y al estigma, un consejo vale poco, por más certero que sea. Sin embargo, convertirse en un ejemplo sí tiene poder contra esos gigantes.

Creo que esta cuestión pone de manifiesto dos cosas: primero, que la visibilidad es fundamental. Si a Alberto le hubiera podido la vergüenza, si hubiera mantenido en secreto que había recurrido a un psicólogo, yo habría tardado todavía más en dar el paso. Por suerte, si algo le falta a la Caneli es vergüenza. Y, en segundo lugar, más importante aún, esto revela que en una amistad o en cualquier relación afectiva, cuidándonos nosotros estamos cuidando a los demás.

La moral judeocristiana nos ha vendido desde siempre la idea de sacrificio, y la masculinidad hegemónica entiende la lealtad a los demás como una cuestión de honor marcial. Frente a eso, poner el foco en los cuidados y autocuidados nos libera de esa estructura de interdependencia jerárquica, de fidelidad a cualquier precio, para sustituir esas ideas por la construcción de un ecosistema equilibrado y sano. Alberto, poniendo su cuerpo como el receptor primero del estigma en torno a la salud mental, facilitó que yo pudiera habitar después ese territorio. La apuesta por los cuidados y las conexiones constructivas, frente al gregarismo cerril de las manadas, es la que me obliga a decir que tengo amigas y no amigos.

Al volver de Berlín, y con la decisión tomada de empezar la terapia, mi cabeza dio todas las órdenes pertinentes para boicotearme. Probablemente tardé varios días en atreverme a escribir un mail al psicólogo; estoy seguro de que cuando lo hice, al pulsar el botón de «enviar» me fui corriendo de la habitación, como un niño que ha hecho una travesura. Así funciona una de las docenas de respuestas automáticas de mi ansiedad: cuando logro hacer algo que me produce estrés, tengo que huir de donde lo he hecho, dar una vuelta, y solo entonces puedo volver. Esos automatismos me hacen sentir como el ratoncito de un experimento al que un científico hace recorrer un laberinto persiguiendo un trocito de queso (manchego, por supuesto).

Cuando el psicólogo me respondió y agendamos la cita, sentí algo parecido a ese momento en el que, en los parques de atracciones, baja la barra del cochecito de la montaña rusa: quiero bajarme, necesito bajarme, pero ya no hay vuelta atrás. ¿En qué estaría yo pensando cuando me monté? ¡No quiero estar aquí! ¡Tengo que escapar! Pero ya es demasiado tarde. Empieza el traqueteo de la subida. Clac, clac, clac, clac.

Los días previos a la primera consulta fueron un suplicio. Ahora sé que, entre mis variados condicionamientos mentales, sufro de uno llamado «ansiedad social». Lo paso realmente mal cuando tengo que vivir una experiencia social nueva —acciones como ir a apuntarme a un gimnasio o comprar en una frutería que no conozco pueden ser un infierno—, lo cual me hace entrar en bucle en mi cabeza, calculando todas las posibles variantes de lo que va a suceder. Qué voy a decir, cómo voy a decirlo, qué me pueden responder, qué voy a hacer si digo una tontería, cómo puedo escapar de la manera más rápida… y un infinito etcétera. Como se puede intuir, es agotador y casi siempre inútil.

Ese estrés ya me paralizaba para hacer tareas sencillas. A veces era incapaz de entrar en una tienda a no ser que pudiera ver a través del escaparate cómo era por dentro, dónde estaba el dependiente, si había otros clientes, etc. Hay territorios enteros (¡la pescadería!) que me sigue costando atravesar por ese miedo irracional. Una sesión de terapia (acción nueva) en la consulta de un psicólogo (lugar nuevo), algo que hasta ese momento yo había visto como mucho en el cine, supuso multiplicar por dos mi ansiedad social, mezclándola con el ya difícil hecho de encarar una conversación sobre temas que llevaba años bloqueando.

Mi cerebro se puso por tanto a trabajar a toda máquina para proyectar cómo iba a ser esa primera charla. Entendía que, para tratarme, el psicólogo tendría que conocerme. Pero llevaba tanto tiempo sin tener una conexión real conmigo mismo que no sabía si iba a ser capaz de contar la historia de mi vida tal como era, de hablar de mis sentimientos con sinceridad. Mi inteligencia racional había levantado una intrincadísima estructura para hacerme habitable el mundo; algo parecido a una catedral barroca profusamente ornamentada de engaños, autoengaños, mentiras, cinismo, mecanismos de defensa, envidias… Pero construida, claro, con los peores materiales. Una catedral que yo conocía al dedillo, por cuya débil estructura podía trepar y saltar con los ojos cerrados mientras contaba chistes, cual gárgola de El jorobado de Notre Dame.

Yo no sabía entonces que ese complejísimo diorama que habitaba era de cartón piedra, que los muros ricamente decorados con mis argucias iban a venirse abajo al primer embiste de sentido común y que las vidrieras arcoíris se iban a deshacer como papel de celofán cuando entrara, como un ariete, la aceptación. Antes de ese primer día de terapia yo vivía instalado en la torre más alta de mi infelicidad, y aunque una parte de mí quería escapar, las demás se negaban, por puro terror a transitar hacia lo desconocido.

Quería abandonar esa tristeza que había convertido en mi hogar, pero ¿qué pasaría si me podía la vergüenza al describírsela con detalle al psicólogo? ¿Cómo reaccionaría él si acababa inventando una vida que me pareciera menos sonrojante, o unas emociones que no me dieran tanto reparo? ¿Iba a ser capaz de contarle a un desconocido que muchas mañanas no podía ni levantarme de la cama porque no soportaba arrastrarme un día más por este mundo? ¿Le iba a tener que detallar que muchas veces me imaginaba saltando por la ventana del tercer piso donde vivía entonces, y que esa fantasía me consolaba de mi dolor?

Toda la vida había estado engañándome con los cuentos más sofisticados, levantando los muros de mi catedral fortaleza. Si los demás me asustaban, yo me etiquetaba como misántropo; si mi cuerpo me asqueaba, yo me definía como puro intelecto; si no era capaz de mostrar afecto, inventaba un desprecio al contacto humano; si sentía vergüenza ante mis padres, me adjudicaba el papel de hijo distante. Para cada problema, mi capacidad narrativa enmarañaba una explicación posible que me desplazaba de la responsabilidad de comportarme de manera honesta. La capacidad para alzar esa estructura a medida en mi cabeza me había permitido navegar el mundo evitando —o eso creía— dolores mayores. Era toda la realidad que conocía.

Por ese motivo, cuando efectivamente me planté delante de mi psicólogo en aquella primera sesión, lo hacía habiendo ensayado hasta la extenuación cómo se iba a desarrollar la charla. Qué cosas me urgían más, qué emociones me resultaban más insoportables, qué decisiones no me atrevía a compartir, qué aspectos de mi vida me causaban más daño… Y para cada relato honesto de mi experiencia vital, mi cerebro comenzaba a esbozar justificaciones o mentiras que me dejaran en mejor lugar, caminos alternativos pero verídicos que no desembocaban directamente en mi miedo y en mi dolor. Unos problemas, en fin, menos vergonzosos.

Cuando llegó el día de la cita, fui caminando hasta la calle aledaña a la Gran Vía donde estaba la consulta. Como los nervios me habían hecho salir con tiempo y prácticamente había corrido hasta allí —porque cuando tengo ansiedad me muevo más rápido, como las gacelas en la sabana—, todavía me dio tiempo a dar una decena de vueltas a la manzana intentando tranquilizarme. Recuerdo que hice lo mismo, años atrás, antes de entrar en el sitio de Alicante donde me puse el piercing en la nariz. En ambas ocasiones el resorte era el mismo: intenta retrasar lo que viene, porque va a doler.

Toqué el timbre, el psicólogo respondió y me abrió el portal. En el ascensor, los cuatro pisos se me hicieron eternos. De nuevo la montaña rusa. Clac, clac, clac, clac, clac. El cochecito que sube despacio hasta las nubes. Cuando cruce el umbral, no habrá vuelta atrás.

Se parte en dos la puerta del ascensor. Rellano estándar de piso madrileño de bien. La puerta, a la izquierda. Clac, clac, clac, clac. Toco el timbre. Me abre un señor atlético, de cara afable, muy educado. Me saluda. «Soy Enrique», respondo, y me doy cuenta de que ya lo he dicho en el telefonillo (estúpido, estúpido). «Pasa por aquí». Mi pulso se relaja un poco porque ya puedo observar el espacio y valorar cómo huir si es necesario. Me siento. Clac, clac, clac, clac.

Juan Peris, mi psicólogo, la persona que va a poner remedio a déc

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