Sanar el mundo

Ronald D. Gerste

Fragmento

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PRÓLOGO

LAVARSE LAS MANOS, SALVAR VIDAS

 

 

 

 

A primera vista, el supermercado estaba como siempre. En la sección de frutas y verduras la variedad era abundante, el mostrador de carnicería y charcutería estaba muy bien abastecido y varios metros de estantes llenos de bombones de chocolate esperaban la llegada de los amantes de los pequeños pecados dulces, desde los de chocolate con leche hasta las tabletas con un 90 por ciento de cacao y añadidos exóticos, como chile o sal marina. Solo dos cosas singulares del surtido de productos llamarían la atención de un cliente que se paseara muy despierto por ese mundo de consumo: no había papel higiénico y, además, donde normalmente se guardaban las botellitas de distintos tamaños de la sección de productos de limpieza e higiene, se abría otro hueco con lo que en todo el mundo se conoce como «desinfectante de manos». En alemán, el término es algo más preciso: Händedesinfektionsmittel, «producto desinfectante de manos».

Podía ser un supermercado de la zona de compras de Stuttgart o de Berlín, un centro comercial en las afueras de Düsseldorf o sobre el Elba en Magdeburgo, o estar en Viena, o en Lucerna. También en otros países la imagen era similar cuando unos pocos al principio, luego muchos más y, al final, todo el mundo iba a comprar con mascarilla, vigilaba con mirada recelosa a los otros clientes y salía después, lo antes posible, del establecimiento.

Eso fue durante una primavera del primer cuarto del siglo XXI.

 

 

A primera vista la entrada de la clínica estaba como siempre. Los médicos y los estudiantes de medicina salían de un complejo del gran hospital ideado por el difunto José II del Sacro Imperio Romano Germánico, con ese continuo y alegre bullicio que los estudiantes conocían y que era el contrapunto de la unidad en la que el grupo estaba a punto de entrar. Salían de la muerte y se dirigían hacia una nueva vida. Atrás quedaban las disecciones hechas por la mañana, el estudio del cuerpo humano y de las causas de la defunción: la sección de patología del Hospital General de Viena era la más grande y la de mayor prestigio de la medicina de la época. Entraron en la primera maternidad, una de las dos unidades donde los gritos de los recién nacidos resonaban por los pasillos.

Las risas y la animada conversación de los jóvenes estudiantes de medicina cesaron cuando se dieron cuenta, la mayor parte no en un primer momento, de qué había cambiado en la zona de entrada. Sobre una mesa había una jofaina y, al lado, un recipiente con un líquido que desprendía un fortísimo olor. También vieron un cartel donde aparecía escrito un inequívoco mensaje: a partir de ese día, leyeron con asombro y con cierta indignación, los estimados colegas no podrían entrar en la sala de partos ni en la unidad de parturientas sin haberse lavado bien las manos con una solución de cal clorada. Todos sin excepción. La mayoría de los estudiantes lo entendió como una exageración, pero obedeció. Algunas revoluciones empezaban con un gesto insignificante, y esta era una de ellas: dar a luz a un niño no tenía ya por qué implicar una condena a muerte para la madre.

Eso fue durante una primavera de mediados del siglo XIX.

 

 

Muchos de los hábitos que nos parecen evidentes tuvieron un principio en algún lugar y en algún momento. Si uno teclea en Google «historia del lavado de manos» o «History of Handwashing», se obtienen resultados en los que casi siempre aparece el nombre de Ignaz Philipp Semmelweis, en general en primera posición. Algunos de esos artículos incluso parecen dar la impresión de que antes de este médico de origen húngaro, en Viena y en 1847, nadie se lavaba las manos o apenas nadie lo hacía. Sin duda, seguir o no esta norma de higiene corporal que hoy entendemos como fundamental dependía, a lo largo de las distintas épocas, de la mentalidad de las personas y, por supuesto, de su posición social. Con una burda generalización, asociamos antes el sentido de la limpieza física personal a nuestra imagen de los antiguos griegos, pero sobre todo de los antiguos romanos, con sus termas y acueductos (aunque los higienistas modernos se mostrarían implacables con ellos por la calidad del agua), que a algunos de los baños y aseos a cielo abierto de la nobleza europea de los primeros tiempos de la Edad Moderna. Sea como fuere, el lavado de manos por motivos médicos, por prevención, en este caso como herramienta para combatir una mortalidad de las madres que no paraba de aumentar, se remonta, en efecto, a Ignaz Philipp Semmelweis. Casi todos los artículos que hacen referencia a él, los que se incluyen en primer lugar en Google, sobre todo en periódicos, en revistas y en otros medios en línea, aparecieron el mismo año: 2020.

La vida tal y como la conocemos, la que, en circunstancias normales, damos por sentada, se basa en experiencias y avances con respecto a épocas anteriores: progresos que a menudo requirieron una dura lucha y se cobraron víctimas, como muestra el currículo de Semmelweis. No solemos ser conscientes de las líneas que unen la existencia «actual» con el pasado hasta que la normalidad se ve amenazada, en momentos de crisis y de incertidumbre. Cada cual dará su particular respuesta a la pregunta sobre cuáles son los orígenes de esa famosa Edad Contemporánea, últimamente tan frágil, según su propia visión del mundo. Uno puede remitirse a la invención de la imprenta a mediados del siglo XV, sin la cual la reproducción y divulgación del conocimiento serían inimaginables. Determinados avances sociales podrían considerarse la base del presente, como la abolición de la esclavitud, la introducción del sufragio femenino o la instauración de la democracia como forma de Estado y de Gobierno. Los adictos a la tecnología y el mundo digital quizá harían alusión a un momento crucial hace unos cuarenta años, cuando la palabra «ordenador» dejó de usarse solo en relación con instituciones como la NASA y la CIA y se le añadió el adjetivo «personal», cuando los primeros Atari o Macintosh irrumpieron en salones y despachos.

Sin embargo, nada (ni el material técnico, ni tener el mejor coche en el garaje, ni hacer los viajes más largos, ni siquiera las condiciones sociales y políticas de la propia existencia) determina de forma tan directa la vida, el estado de ánimo, como nuestra situación física y mental. La salud o la ausencia de ella, la enfermedad, son los factores más elementales que definen la propia vida, la gobiernan y, en algún momento, inevitablemente, le ponen fin. La presencia de una enfermedad o la simple expectativa de que esta pudiera afectarnos, y, en última instancia, incluso el miedo a sucesos que impliquen enfermedades que afecten a muchas o a todas las personas, tienen la capacidad de romper cualquier confianza y seguridad aparentes y cambiar del todo el rum

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