La realidad no existe

Jaime Rodríguez de Santiago

Fragmento

la_realidad_no_existe-2

INTRODUCCIÓN

UN MINÚSCULO REINO

DEL TAMAÑO DE NUESTRO CRÁNEO

No te tomes demasiado en serio.

Sólo eres un mono con un plan.

NAVAL RAVIKANT

Nadie sabe cómo piensa un mono. Quiero decir: sabemos mucho sobre cómo se comporta, sobre su capacidad intelectual o incluso sobre su proceso de razonamiento, pero no sabemos nada sobre cómo experimenta su vida. Tampoco sabemos cómo lo hace un perro o cualquier otro animal. De hecho, ni siquiera entendemos bien cómo lo hacen otros humanos. Podemos imaginarlo, preguntárselo o incluso medir sus ondas cerebrales, pero no podemos percibir el mundo como ellos. Sólo tenemos nuestra propia experiencia y la usamos para simular las de otros.

Sobre su experiencia de la vida decía David Foster Wallace que todo reforzaba continuamente su convencimiento de que él era el centro absoluto del universo.[1] Seguramente nos pase a todos. Somos nuestro propio punto de referencia: todo lo que sucede, sucede a nuestro alrededor, delante o detrás de nosotros, en nuestros televisores o en la pantalla de nuestro móvil. Una pandemia, el descubrimiento de un nuevo planeta o algo tan corriente como el amanecer de un nuevo día no suceden para nosotros hasta que somos conscientes de que lo han hecho. Y aunque —a excepción de algunos futbolistas, estrellas de rock y políticos— la mayoría solemos tener claro que no somos el centro absoluto del universo, vivimos como si el resto de nuestra experiencia sí fuera verdad. Como si la manera en la que entendemos el mundo fuese certera. Como si percibiéramos una realidad absolutamente objetiva y las cosas fuesen como nos parecen. Pero ¿lo son? En el fondo, ¿cómo decidimos que algo es real?

En el plano más físico tenemos nuestros sentidos. Existe lo que podemos ver, oír, tocar o degustar; sentimos si hace calor o frío y cómo transcurre el tiempo. Igualmente estamos seguros de nuestras opiniones y nuestras perspectivas sobre aquello de lo que somos testigos. Recordamos con total exactitud cómo fueron algunos de los momentos más importantes de nuestras vidas. También contrastamos nuestras opiniones con otros y, si muchos opinan igual, desaparecen las pocas dudas que nos pudieran quedar. Y si todo lo anterior fallara, siempre tendremos el conocimiento que hemos construido durante milenios; todo aquello que hemos aprendido generación tras generación sobre qué significa vivir y cómo funciona el mundo.

El primer objetivo de este libro es demostrarte que todo esto es mentira. Que (probablemente) existe una realidad —hasta el título del libro es mentira—, pero que no es ni la que individualmente percibimos, ni la que colectivamente nos explicamos. Que nuestras certezas nos engañan. En definitiva, que entender el mundo empieza por asumir nuestras propias limitaciones para comprenderlo. No pretendo hacerte dudar de todo lo que percibes, ni cuestionar las capacidades que nos han permitido a los humanos prosperar a niveles increíbles. Nuestra historia es la mejor prueba de lo bien adaptados que estamos a la realidad. El mensaje es mucho más modesto: nuestras certezas tienen pies de barro y vivimos en entornos cada vez más complejos. Necesitamos construir una visión más abierta, pero más crítica a la vez. Porque una vez asumido esto podemos armarnos con herramientas para abordar esa realidad tan escurridiza. Ese será nuestro segundo objetivo: presentarte formas de pensar para interpretar mejor lo que nos rodea, construir una visión más completa del mundo y tomar mejores decisiones.

Una idea clave en este libro son los modelos. Si bien el concepto saldrá en diferentes ocasiones, con matices distintos en función del contexto, podemos definir de momento un modelo como una representación simplificada de algo. El mapa de un país es un modelo de su territorio, una partitura es el modelo de una melodía y las cuentas de una empresa son el modelo de ese negocio. Por muy precisos que sean, ni el mapa ni la partitura ni las cuentas podrán nunca contener toda la realidad. Nos mostrarán aspectos clave de ella, como las carreteras del país, las notas de la melodía o los ingresos del negocio; pero fuera de ellos quedarán casi infinitos detalles: los baches de cada carretera, cómo de diferente suena la melodía según el instrumento que la toque o el talento de cada empleado de la empresa.

«Somos dueños y señores de minúsculos reinos del tamaño de nuestros cráneos», decía también Foster Wallace. En ese reino habitan nuestros propios modelos mentales, aquellos con los que nos explicamos cómo es la realidad que hay más allá de las fronteras de ese reino. Mi propósito con este libro ha sido entender mejor cómo construimos esos modelos y cómo mejorarlos.

Si miro hacia atrás, los últimos diez años de mi vida son objetivamente difíciles de explicar. Hace casi exactamente una década, el proyecto emprendedor del que era socio daba sus últimos coletazos. O yo en él, más bien. Pronto me llegaría el momento de aceptar que aquello no iba a ninguna parte. Todo lo que había sacrificado durante tres años para sacarlo adelante —mis ahorros, mis energías y mi propia vida sentimental— simplemente se había esfumado. Yo, que emborrachado de la mística de Silicon Valley había decidido definirme como emprendedor, tenía que buscarme un trabajo por cuenta ajena. Me asomaba peligrosamente a la crisis de los treinta y no tenía ni idea de qué hacer con mi vida.

Si me conoces, es probable que ya hayas escuchado esta parte de la historia: meses después de aquella decisión me planté empapado en una oficina de París. Ese día tenía una entrevista de trabajo allí, pero como llegué pronto me fui a dar un paseo y me cayó el diluvio universal encima. Entrar en una entrevista al ritmo de unos zapatos que hacen «chof, chof» no parece la mejor idea. Aunque, a decir verdad, no me puso nervioso. Total, era sólo una anécdota más de aquel año de mierda (con perdón, pero aquello no podía tener otro nombre). Sin embargo, la suerte, como veremos en algún capítulo de este libro, representa un papel determinante en nuestras vidas. Por algún extraño motivo, la entrevista fue bien y acabaron ofreciéndome el trabajo. Lo acepté con poco entusiasmo porque, no te voy a engañar, no tenía demasiada fe en que aquello durara: acababan de contratar a un ingeniero para trabajar en marketing. Además era una empresa casi desconocida en España, con una idea que sonaba bastante extravagante: completos desconocidos compartiendo un coche para viajar. La cosa no prometía demasiado. Ahora, una década después, en casi toda Europa esto se conoce por el nombre de aquella empresa: BlaBlaCar.

Trabajé allí cerca de seis años, a cada cual más maravillosamente loco que el anterior. Vivimos de todo. Pasamos de que no nos conociera nadie a tener millones de usuarios en veintitantos países. En España nos demandaron las empresas de autobuses en un juicio que fue muy mediático. Salimos en todos los periódicos y telediarios. Más concretamente, en aquellas noticias solía salir la cara de un tipo que llegó a su entrevista empapado y que, sin casi tiempo de pestañear, acabó siendo director general para España, P

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