Abraza a la niña que fuiste

Fragmento

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NOTA SOBRE

LA GRAMÁTICA Y LOS

SUCESOS DESCRITOS

EN EL LIBRO

Es importante que sepas que durante la redacción de este libro he tenido en cuenta, siempre que ha sido posible, el uso del lenguaje inclusivo. Además, en el texto empleo el femenino tanto para las interpelaciones al lector como para la voz narrativa, puesto que la mayor parte de las personas que atiendo y muestran interés por el contenido que creo son mujeres. Al tratarse de una narrativa de experiencias profesionales y personales, me ha resultado mucho más sencillo hablar de mi niña interior, aunque este libro va dedicado a cualquier persona que desee leerlo, independientemente de su identidad y expresión de género.

Las situaciones y casos que relato están basados en hechos reales, aunque a quienes implican aparecen con nombres ficticios y ligeramente modificados para preservar su intimidad. De antemano, lamento si no describen tu experiencia o si sientes que no te representan. Espero que sepas que tu vivencia es válida, aunque yo no hable de ella explícitamente.

En ocasiones describo el modelo tradicional de familia, y me refiero a un padre y a una madre, pues son las historias de las personas que he atendido en terapia, aunque, por supuesto, también tengo presentes otros modelos familiares desde una perspectiva inclusiva (familias monoparentales, homoparentales, de acogida, de adopción, reconstituidas...).

Es probable que, a medida que avances en la lectura, sientas que se te remueven ciertas heridas del pasado o que aparezcan en ti algunas sensaciones incómodas. Aunque el libro está pensado para hacer un recorrido de forma progresiva y cuidada, si en algún momento sientes que es demasiado para ti, te recomiendo que te des el espacio para parar y pedir ayuda si fuera necesario. Todo estará bien. Este libro ya es tuyo y puedes retomarlo cuando quieras.

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INTRODUCCIÓN

LA HORA DE RECONECTAR

En ciertas ocasiones el malestar empieza a aflorar cuando menos lo esperamos. Empezamos a sentirnos desanimadas, perdidas o inquietas sin motivo aparente, justo cuando las cosas empezaban a ir bien o cuando llega la calma tras una experiencia adversa. En definitiva, en ocasiones sentimos malestar, pero no vemos ninguna situación en nuestro día a día con la que relacionarlo.

¿Alguna vez te has puesto enferma justo cuando arrancan el fin de semana o tus vacaciones, mientras que, de lunes a viernes, te has sentido llena de energía? Es como si tu cuerpo esperase al fin de semana, que tienes descanso y que bajan los niveles de estrés, para dejarse conquistar por la enfermedad, asegurándose de que vas a tener fuerzas para combatirla.

Pues con las experiencias adversas de la infancia ocurre algo similar. Parece como si esperaras a sentirte segura para hablar de todo aquello que te dolió, como si el cuerpo supiera cuándo vas a ser capaz de hacer frente a la incomodidad. Aunque hace tiempo que se dieron esas situaciones, sus efectos aparecen más tarde, probablemente cuando estás preparada para atenderlos.

Si has llegado hasta este libro, supongo que tras leer estas palabras ya sabrás a qué me refiero. Algo así me ocurrió a mí. Con veintiún años sentía que todo iba bien en mi vida. Vivía con mis padres y la relación con ellos era buena; tenía amigos con los que salir, todavía no tenía demasiadas responsabilidades y contaba con mucho tiempo para el ocio y el disfrute. Aun así, sentía que me faltaba algo, notaba una especie de vacío interior.

Por aquel entonces trabajaba como psicóloga con población infantojuvenil, de cero a dieciocho años, y yo misma me percibía como una niña al lidiar con las emociones de los menores que llegaban a terapia. No me veía preparada para contener la intensidad de su malestar, sobre todo porque, durante mucho tiempo, yo había ignorado el mío.

Aunque tenía una ocupación como adulta, por dentro me sentía pequeña, vulnerable, abrumada y, a medida que iban pasando los días y no atendía la raíz de mi malestar, empezó la ansiedad… A mi alrededor había hecho todo «lo que tocaba hacer» o todo lo que creía que se esperaba de mí en los diferentes ámbitos de mi vida, así que no entendía mi malestar, no parecía que la sensación tuviese relación con lo que me ocurría en el presente.

Un día el malestar fue tal que noté que me faltaba el aire y se lo comenté a una de las directoras del centro en el que trabajaba. Cuando decidí compartir mis sensaciones y decirle que me parecía que no lo estaba haciendo bien, que había días que me costaba ir a trabajar y que pensaba que por eso les estaba fallando, ella me respondió que para nada. De hecho, teníamos percepciones distintas. Me felicitó por el buen trabajo que estaba haciendo. Entonces soltó la gran pregunta que lo cambiaría todo para mí: «Marta, ¿te has planteado ir a terapia?».

A partir de ese momento empecé a indagar en mi interior, pero no con la intención de reparar mi infancia, al contrario: solo quería eliminar el malestar cuanto antes, quitármelo de encima, y rápido, removiendo todo eso lo menos posible. Y aunque encontré enfoques que me permitieron conseguir lo que me proponía, que intervienen desde un modelo biomédico, centrado únicamente en factores biológicos, sin atender a factores psicológicos y sociales, en mi caso solo fueron una solución temporal.

Con el tiempo necesitaba volver a terapia, inundada por la sensación de no haber encontrado las respuestas que buscaba. Constantemente me decía: «Tiene que haber algo más». Debía de haber algo en mi pasado, oculto entre mis recuerdos, que explicara por qué me sentía así. En mis pensamientos aparecían las mismas preguntas que las personas que hoy empiezan terapia conmigo suelen hacerse: ¿Lograré controlar las situaciones que me voy encontrando o siempre tendré ansiedad? ¿Las cosas que me duelen hoy me dejarán de doler algún día? ¿Esta sensación de vacío mejorará o seguiré sintiendo siempre que falta algo?

Y así, entre un proceso y otro, me topé con el concepto de la «niña interior». Primero aprendí la teoría y luego la integré. Para dejar de sentir dolor, como yo quería, primero tuve que empezar a asumirlo. No hubo caminos cortos, atajos ni trucos fáciles, sino un proceso en el que confiar. La experiencia de ver cada vez con mayor claridad las respuestas a las preguntas que me había estado haciendo durante tanto tiempo fue reveladora, muy dolorosa, y, a la vez, sumamente reparadora.

Antes de comenzar la terapia y trabajar con mi niña interior estaba enfadada y triste conmigo misma. No me sentía una «buena adulta», lo que para mí implicaba hacerlo todo bien, no tener dudas en el camino, no abrumarme por ninguna situación, saber muy bien cómo gestionar las emociones… y no sentir nunca incomodidad. Esta imagen tan poco realista es, en realidad, la que construimos a partir de las experiencias que hemos vivido con algunos adultos que conocimos durante nuestra infancia, personas que pocas veces conectaban con nosotras o mostraban sus emociones, sus miedos, sus temores, como tampoco celebraban sus logros o reían a carcajadas… Así, aprendimos a negar, reprimir o minimizar nuestra emotividad y a sentirnos solas con ella.

Durante el proceso de reparar heridas he aprendido a identificar lo que siento y a regularlo mejor para darme aquello que necesito, ser más flexible y menos rígida; a comunicarme y a no callarme; a entenderme y no juzgarme; a acompañarme y acercarme cada vez más a esa niña que fui, siendo la adulta que necesité… Pero todo esto te lo quiero contar en detalle para que tú también puedas conocerte mejor, reconectar con tu niña interior y transformar tu presente. Empecemos juntas.

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EL INICIO DEL CAMINO

Muchas personas viven su día a día sin integrar emocionalmente las experiencias del pasado. Cuando hay situaciones que nos han sobrepasado y las hemos vivido en soledad, se quedan dentro de nosotras, como en pausa, y para integrarlas y avanzar, necesitaremos sentirnos seguras.

Esas experiencias las consideramos traumáticas por el hecho de que, cuando ocurrieron, sobrepasaron los recursos que teníamos para afrontarlas y las personas a nuestro alrededor tampoco tenían herramientas para acompañarnos.

Desde una perspectiva terapéutica, cuando trabajamos con el trauma psicológico diferenciamos dos tipos:

• El trauma con T mayúscula es al que nos referimos cuando hablamos de una experiencia concreta, como una guerra, un accidente de tráfico, un abuso.

• El trauma con t minúscula es el que pone en peligro nuestra integridad de manera repetitiva, como la invalidación emocional, el acoso escolar, los castigos.

Dedicaremos más espacio a hablar de ello, por ahora déjame decirte que en este libro nos centraremos en el trauma con t minúscula.

Si has tenido la suerte de que en la escuela te hayan enseñado sobre las emociones (en mi caso no recuerdo que fuera así, la verdad), seguramente habrá sido sobre el papel y clasificándolas como buenas o malas, pero es poco probable que hayas aprendido a identificar la emoción en el cuerpo y a dejarla salir, a atravesar una experiencia exteriorizándola y a reparar en cómo cambia, por ejemplo, el nudo en la garganta antes y después de dejar salir las lágrimas.

En mi práctica como psicóloga también empecé tratando las emociones desde el papel, sin saber de la importancia de entender nuestra historia, identificar emociones, reparar vivencias y regular estados para trabajar con ellas. De hecho, hace unos años yo misma te habría hablado de controlar emociones, superar la ansiedad para siempre, no prestar atención a la rabieta de un niño, etc., porque es la educación emocional que hemos recibido en general.

Habría sido mucho más acogedor que me acompañase una persona capaz de sostener mis emociones más intensas, sensible a mis necesidades, disponible para calmarme y alentarme… No obstante, tampoco creo en responsabilizar a nadie: creo que los adultos que nos criaron no nos ofrecieron este acompañamiento sencillamente porque no fueron criados ni aprendieron a relacionarse de este modo.

Por suerte, gracias a mi formación y mi interés personal, he aprendido lo que necesitábamos en la infancia y lo que tuvimos en realidad. Así he podido acercarme a cómo me habría gustado que me acompañaran cuando era una niña.

Cuando existe una vasta distancia entre nuestras necesidades y lo que recibimos es cuando sentimos ese vacío interior del que te hablaba; la sensación de que lo tenemos todo, pero nos falta algo, y de ahí la necesidad de integración del elemento emocional de nuestras experiencias pasadas.

Imagínate que pudieras separar, por un lado, los acontecimientos que viviste y, por otro, las emociones que estaban implicadas, y que esas dos partes estuvieran en alturas diferentes de unas escaleras, unas en el primer piso y otras avanzando contigo. Esto es lo que ocurre con las experiencias traumáticas que nos sobrepasan: las emociones se quedan atrapadas en ese momento y guardamos los recuerdos sin la parte emocional.

Imagina a alguien que pasaba mucho tiempo sola en casa porque sus padres trabajaban e intentaba no darles que hacer porque siempre estaban muy cansados. Si añadiéramos la parte emocional a esta situación, sin la intención de modificarla sino de retratarla de la forma más completa posible, el recuerdo cambiaría y sería algo así como: «Pasaba mucho tiempo sola en casa porque mis padres trabajaban mucho y yo me sentía sola. Necesitaba que me dijeran que era normal que los echase de menos. Me dolía que no tuvieran energía para jugar conmigo».

Con el tiempo, los acontecimientos y experiencias vividos han ido subiendo los escalones hacia los pisos más altos, las nuevas etapas vitales: acabar un curso en el colegio, cambiar de instituto y conocer gente nueva, cortarte el pelo como querías, tener llaves de casa y volver sola de clase… Sin embargo, es como si las emociones se hubieran quedado siempre en el primer piso, sin subir ningún escalón, porque nadie celebró con nosotras el final de curso (nos decían que era «lo que teníamos que hacer»); nadie nos preguntó si ese cambio nos daba miedo o si había algo que nos preocupase cuando cambiamos de instituto; tampoco si estábamos preparadas para volver solas a casa o si nos hubiera gustado hacer algo distinto con nuestro pelo.

Esas emociones, una parte de nosotras de la que nos hemos separado en el camino y que se han quedado abajo del todo de la escalera, las alberga nuestra niña interior, una parte de nuestro yo vulnerable y sensible que nos recuerda que, aunque hemos llegado hasta pisos bastante altos, nos hemos sentido solas durante el camino.

Y al dejar atrás a esa niña interior, y las emociones que sentíamos, aparecieron otras partes de nosotras para continuar avanzando sin que eso nos afectase demasiado, especialmente en aquellos casos en los que no había adultos sensibles alrededor. Es probable que, como yo, alguna vez hayas oído a alguien referirse a ti como «una niña buena, muy madura para su edad, muy responsable y obediente». Aunque quizá ser esa niña buena te ayudó a seguir adelante en el pasado, hoy en día me enternece pensar en cómo, para conseguirlo, ella debió rechazar algunas de sus necesidades, precisamente aquellas que nuestros cuidadores no podían satisfacer.

Es posible que esa niña que era muy buena y madura para su edad necesitara ayuda con los deberes, pero no quería molestar, o no quería que la riñesen y le pusieran mala cara, o que la llamasen pesada, y, aunque necesitaba apoyo, dejó de pedirlo y empezó a prestar más atención a las necesidades de los demás. Por eso, luego le costó mucho ver y satisfacer las suyas propias.

El modelo de los sistemas de la familia interna

La niña interior es la niña que fuiste, aquella que ha vivido las experiencias más agradables y también desagradables de tu infancia; una niña que probablemente quiere que la veas con ojos amorosos, escuches su historia sin juzgarla y la cuides sin condiciones. Esa niña te conoce y espera que seas la persona adulta que necesitó de pequeña. Y por eso, para acompañarte en todo este proceso, voy a compartir contigo algunas de las teorías y conceptos que me han ayudado a entender la importancia de conocer a esa niña y sentirla en el cuerpo, igual que las emociones.

El principal enfoque que me ha ayudado a integrar a las partes que conforman mi personalidad y a la niña interior (para que vayan de la mano y así reparar a la niña que fui y confiar en la adulta que soy) ha sido el IFS (Internal Family System), el modelo de los sistemas de la familia interna, creado por Richard Schwartz. Este terapeuta comenzó su carrera como psicólogo clínico especialista en formación familiar sistémica, una rama dedicada a estudiar la comunicación y la relación que existe dentro de un sistema, como la familia, que pueden considerarse estructuras en las que existe algún tipo de relación directa entre los miembros que los integran. Así, el pensamiento sistémico nos ayuda a entender a la persona conociendo todos los sistemas de los que forma parte y el contexto particular en el que se desenvuelve.

Basándose en esto, el doctor Schwartz desarrolló un modelo para dar respuesta a las descripciones que hacían las personas que sufrían trastornos de conductas alimentarias de varias partes que reconocían en su interior. «Aunque no recuerdo mi infancia, hay una parte de mí que se siente resentida con mis padres y no entiendo qué me pudo pasar y, a la vez, me gustaría estar más cerca de ellos». Es un enfoque terapéutico con evidencia científica basado en la reparación del trauma que no estigmatiza ni es patologizante, y recoge la terapia familiar, la teoría del apego y una visión amplia de nuestra personalidad.

Cuando oímos la palabra «apego» pensamos en afecto, amor y cariño… También puede llevarnos al desapego, al pensamiento budista de no depender de lo material ni de los vínculos para poder vivir en plenitud. Pero desde la parte biológica de la psicología, nos referimos a otra cosa muy distinta. La «teoría del apego», desarrollada por John Bowlby, fundamental para el enfoque de los sistemas familiares, se refiere a la calidad de los vínculos en materia de seguridad, sobre todo en nuestra primera etapa: del nacimiento hasta los seis años aproximadamente. Considera la relación de apego del niño con su cuidador de gran importancia para el desarrollo emocional y afectivo, tanto interiormente (para nuestro modelo mental de relaciones) como externamente (para nuestras interacciones con otros individuos).

Fue recientemente, en 2021, cuando descubrí el enfoque IFS. En ese momento buscaba formarme para acompañar mejor a las personas que atiendo en terapia, y me pareció un modelo muy atractivo, pues aunaba algunas de las teorías que yo ya conocía, pero las ponía en práctica de una manera muy sencilla con el fin de restaurar nuestro sistema interno de todas las heridas que cargamos. Este enfoque nos permite conocer el origen de la herida y las partes internas (diferentes versiones de nosotras mismas) que se crearon en la infancia para protegernos y continuar, que reaparecen en la vida adulta para poder revisarlas y, así, sanar a la niña interior.

El objetivo del IFS es que liberemos a nuestras partes internas de sus roles extremos para devolver el equilibro y restaurar la confianza del self, o yo. Todo aquello que nos decimos, para no emprender este camino de reconciliación, son en realidad los miedos de nuestras partes protectoras (esos recursos que surgieron en el pasado). Estas partes buscan mantenernos a salvo para que no nos desbordemos emocionalmente; adoptan una actitud pesimista y nos dicen que no perdamos el tiempo volviendo al pasado, que no servirá de nada. Se muestran reacias para no sufrir el rechazo o el juicio por parte de un terapeuta, por el miedo a que el entorno no apoye el cambio, a los secretos que pueda encontrar, a vivir con más dolor y soledad, o a quedarse sola de nuevo cuando termine la terapia. Todos estos miedos son el discurso de unas partes internas que tratan de que no volvamos a sufrir. Pero lo que no saben es que ahora ya eres una adulta con más recursos para sostener algunos retos y desafíos.

Deja que te cuente un caso real para demostrarte cómo este enfoque puede sernos de gran utilidad. Cuando la conocí, Blanca tenía veintiséis años y trabajaba como abogada como tantos otros miembros de su familia, pero le motivaba otro proyecto que no era el familiar. Había conseguido hacerse un espacio en el mundo laboral y se sentía reconocida e ilusionada. Sin embargo, no entendía por qué, si uno de sus objetivos era seguir creciendo, a veces le costaba tanto centrarse y realizar sus tareas. En una de las primeras sesiones que tuvo conmigo me dijo:

«Tengo que entregar un proyecto a finales de mes, y se me echa el tiempo encima. Me tengo que poner cuanto antes. Realizo tareas que no son tan importantes y, luego, me juzgo por ello». Aquí observamos varios discursos:

• «Tengo que entregar el proyecto»: habla de la tarea que quiere llevar a cabo.

• «Se me echa el tiempo encima»: este sería el causante del problema según ella, pero no lo relaciona con ninguna experiencia.

• «Realizo tareas que no son importantes»: reconoce que se distrae, pero en el momento no puede hacerlo de otra forma.

• «Me juzgo por ello»: lo que hace está interfiriendo con su objetivo, sus valores y expectativas, y le genera malestar.

En términos generales, una parte de Blanca procrastina, evita terminar el proyecto. Si lo vemos desde un enfoque terapéutico distinto al IFS nos centraríamos en eliminar a esa parte en vez de comprenderla.

Desde el enfoque del IFS, sin embargo, identificamos una parte de Blanca centrada en entregar el proyecto con una actitud muy perfeccionista. En el fondo, es algo que la ilusiona, y como puede suponer un salto en su carrera, se exige a sí misma hacerlo muy bien para que la consideren una profesional competente y para que sigan contando con ella.

Profundizando un poco más en su infancia, Blanca me contó que, cuando era una adolescente, en su clase destacaba por sus buenas notas y por su participación en las clases de lengua. Sin embargo, en una ocasión fue ridiculizada por un profesor por cometer un error. Todos sus compañeros se rieron y ella sintió mucha vergüenza.

Gracias a ese recuerdo pude hacerme una idea de lo que le estaba ocurriendo a cabía la posibilidad de que esa procrastinación respondiese a esa parte perfeccionista que le exigía hacerlo sin errores a la primera. Además, había otras experiencias pasadas dolorosas que hacían que se sintiera atrapada, sin poder subir los escalones. Blanca necesitaba sanar a aquella niña que fue ridiculizada y que hoy era una carga que todavía sentía sin saberlo.

De acuerdo con el modelo IFS, cuando hablamos de cualquier historia dolorosa nos encontramos con los exiliados (aquellas partes que contienen las heridas de nuestra historia y que exiliamos en una habitación para no sentir más dolor como la vergüenza de Blanca), los mánagers o directivos (aquellas partes de nosotras que nos protegen de manera preventiva y se centran en el rendimiento y lo social, como la parte perfeccionista de Blanca), y los apagafuegos o bomberos (aquellas partes que nos protegen de manera reactiva y que actúan como bomberos apagando el dolor si no se ha podido encerrar o evitar su aparición, como la parte que se desconecta mirando el móvil y se distrae de las tareas importantes).

Desde este enfoque, será necesario que todas esas partes internas, incluidas las heridas, puedan conocer a la adulta de Blanca (el self dentro del modelo IFS) para que sepan que existe una adulta que tiene recursos si siente vergüenza, que sabrá como acompañar esa sensación desagradable y que no se dejará sola ante una situación o emoción incómoda.

Este self se caracteriza por ocho cualidades, conocidas como las 8 C:

• Curiosidad

• Coraje

• Compasión

• Conexión

• Confianza

• Claridad

• Calma

• Creatividad

Estas cualidades son inherentes al «yo», por lo que todo el mundo puede acceder a ellas. A veces podemos sentir que no somos capaces, pero, según el IFS, ese self o yo adulto es como el sol: incluso cuando no lo vemos porque el día está nublado, está ahí. Todos, incluida tú, tenemos esas cualidades disponibles para usarlas, aunque quizá no fueron vistas ni nombradas en tu infancia y se quedaron ocultas, en la penumbra.

Imagina a la adulta como la conductora experta de un autobús que lleva a los pasajeros a las partes internas que tiene. Cuando «se despista», otras toman el volante dando rodeos porque no conocen el camino, o dando algún volantazo que otro… Cuando conduce la adulta, los pasajeros están confiados y tranquilos porque saben que una experta está al volante. Cuando lo hace alguna de esas partes internas, aparecen la ansiedad, los nervios, el miedo, etc.

Para entender cómo trabajan todos estos «personajes» te pondré un ejemplo que vi en consulta hace unos años.

De pequeña, Sandra necesitaba que su madre fuese comprensiva y cariñosa, aunque su figura era muy crítica con ella. No le brindaba apoyo en las tareas de clase, pues consideraba que Sandra «ya debería saber esas cosas» y la comparaba ante sus primos, asegurando que era «demasiado tímida».

Con la intención de hacer de ella una niña fuerte, le exigía mucho tanto a nivel académico como en el contexto social. Juzgaba sus decisiones a menudo y hacía que se sintiera cada vez menos capaz de elegir por sí misma. Me contaba que al salir del colegio a menudo iban a merendar a una cafetería, y, si Sandra pedía un batido, su madre lo cuestionaba. «¿Un batido para merendar? ¿No prefieres otra cosa? ¿No te gusta más el zumo? ¡Qué rara eres, hija!». Este recuerdo, que no asociaba a su situación actual, resultó revelador.

La voz crítica se fue internalizando, y Sandra aprendió a hablarse como le hablaban. A su corta edad, debió de sentir mucho dolor y, como eso no fue visto, nombrado ni acompañado por una persona adulta para que ella lo pudiera elaborar y lo gestionara, Sandra todavía carga con ello. Ese malestar que sintió se encerró bajo llave en una habitación para que no saliera más.

Con veintiocho años, Sandra es analista en un banco, donde trabaja y se esfuerza muchísimo. Aun así, cuando su jefe le hace una corrección a un informe, la niña que fue herida por la crítica siente que otra vez le está ocurriendo lo mismo, y «llama a la puerta» de la habitación en la que está encerrada para que la Sandra adulta la deje salir, le permita contarle cómo se siente y la acoja.

El sistema interno de Sandra se esfuerza por mantener el equilibrio; de hecho, una parte exigente se ocupa de evitar que el dolor salga de nuevo, la protege haciendo que se quede hasta más tarde en la oficina, siendo la última en marcharse… De esta forma, no tiene tiempo para pensar en ella y en lo que necesita, pues para esa niña sería muy doloroso necesitar apoyo, cariño y escucha, y no recibirlo.

De este modo evita que vuelva el peor temor de esa niña: necesitar a alguien comprensivo y cariñoso y no tenerlo. Aquí aparece esa parte a la que nos referimos como mánager o directivo, aguantando la puerta para que la niña no salga cuando se reabre una herida que todavía no ha sido curada.

Si no está ocupada, hay más probabilidad de que aparezca el malestar, así que se distrae con la bebida, la comida o las compras con tal de no sentir el dolor de esa niña que se ha activado con el comentario de su jefe en el trabajo.

Si por lo que fuese el mánager de Sandra (la parte exigente que la tiene todo el rato trabajando) no ha sido suficiente para mantener cerrada la puerta a la niña exiliada (la Sandra de seis años herida por la crítica de su madre) y ha conseguido salir de la habitación, el bombero aparece para meterla dentro de nuevo, empleando más fuerza para desviar la atención del dolor de la niña herida y mitigarlo, lo que hace que Sandra entre en un estado apático, donde solo tiene la energía suficiente para estar en la cama mirando el móvil y

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