INTRODUCCIÓN
VAN LEEUWENHOEK DECIDE MIRAR
¿Y si nunca hubiera visto esto antes?[1]
RACHEL CARSON,
El sentido del asombro
A mediados del siglo XVII, en Delft, en la República de Holanda, vivió un hombre singular llamado Antonie van Leeuwenhoek. Es este:
Antonie van Leeuwenhoek con uno de sus inventos ópticos en 1686, por Jan Verkolje.
Van Leeuwenhoek era un comerciante, un pañero. Pero, también un inventor de tecnologías punteras. En los cincuenta años precedentes, los instrumentos ópticos —telescopios y microscopios— habían experimentado en Europa un rápido desarrollo. La mayoría de ellos se basaban en los mismos principios, dos lentes de cristal acopladas a un tubo. Mirar a través de estas lentes confería al usuario poderes sobrehumanos, pues permitía ver de cerca planetas distantes y objetos diminutos. Eran, también, instrumentos muy raros: pocas personas conocían el oficio de esmerilar, pulir y fijar las lentes, y muchas de ellas guardaban sus secretos con sumo celo. Para Van Leeuwenhoek, los «microscopios» (de las palabras griegas «pequeño» y «mirar») eran asimismo herramientas muy útiles para su oficio de pañero: le servían para inspeccionar la calidad de las telas que compraba y vendía. Pero la óptica de las multilentes tenía un problema: cuanto más se aumentaba la imagen, más se distorsionaba y, por encima de veinte aumentos, era ya difícil distinguir algo.[2]
En Delft, Van Leeuwenhoek había estado desarrollando en secreto una técnica pionera, diferente. En lugar de limitarse a utilizar sin más un conjunto de lentes, se convirtió en un experto en la fabricación de pequeñas esferas de cristal, algunas de poco más de un milímetro de diámetro, que montaba en soportes metálicos plegables. Descubrió que, al colocar un objeto en el soporte, mantener la esfera de cristal muy cerca del ojo y mirar a través de ella hacia una fuente de luz, podía ampliar el objeto hasta doscientas setenta y cinco veces sin apenas distorsión.[3] Se cree que fabricó más de quinientos microscopios a lo largo de su vida.[4] Estudios recientes han descubierto que la capacidad de enfoque y la claridad de sus dispositivos son comparables a las de los microscopios ópticos modernos.[5]
Van Leeuwenhoek no solo utilizó su revolucionaria tecnología de aumento para inspeccionar el tejido de las telas que vendía, sino también para explorar el mundo más allá de su oficio. Mientras que otros microscopistas habían ampliado nuestro conocimiento de lo visible mediante la exploración de insectos o de materiales como el corcho, Van Leeuwenhoek descubrió reinos invisibles enteros. En unas gotas de agua procedentes de un lago de la zona, a simple vista desiertas, observó, con asombro, hordas de animálculos: criaturas diminutas, bacterias y organismos unicelulares.[6] Mirara adonde mirase, enjambres de criaturas desconocidas hasta entonces se movían ante sus ojos: en el mundo que nos rodea, en el agua de lluvia y la del pozo, y en el interior de nuestro cuerpo, en muestras tomadas de la boca y de los intestinos, etc. Van Leeuwenhoek se quedó fascinado y escribió: «No he visto hasta ahora nada más grato que estos miles de seres que viven en una minúscula gota de agua, apiñados, moviéndose».[7]
En aquella época, la gente era incapaz de ver los huevos de pulgas, anguilas o mejillones, por lo que suponían que no existían. Se creía que estas criaturas, en lugar de nacer de huevos, como los animales más grandes, lo hacían mediante un proceso llamado «generación espontánea» (las pulgas brotaban del polvo; los mejillones, de la arena y las anguilas, del rocío). Las herramientas de Van Leeuwenhoek revelaron la existencia de los huevos de estos animales, hasta entonces imperceptibles, y echaron abajo esta teoría. El propio Van Leeuwenhoek estaba obsesionado con el nuevo mundo que acababa de descubrir: los glóbulos rojos, las bacterias, la estructura de la sal, las células musculares de la carne de ballena. Investigó el aún misterioso mundo de la reproducción humana y distinguió en el semen pequeños cuerpos móviles con cola, los espermatozoides. Cuando pienso en este momento, me maravilla lo asombroso que debió de resultar, y me pregunto también de quién sería el semen que usó como muestra.
Copia de las ilustraciones realizadas por Van Leeuwenhoek de los animálculos que había descubierto. Se cree que la figura IV es la primera representación impresa de una bacteria.
Al otro lado del canal de la Mancha, en Inglaterra, el filósofo de la naturaleza Robert Hooke también había estado experimentando con microscopios. Amplió y modificó sus lentes, y exploró las estructuras de los copos de nieve y las vellosidades de las pulgas. Los dibujos que publicó de estos mundos ocultos causaron sensación entre el público. El diarista Samuel Pepys se quedaba hasta las dos de la madrugada leyendo el libro de Hooke en la cama. Tras contemplar las ilustraciones desplegables que contenía, anotó: «Es el libro más ingenioso que he leído en mi vida».[8] Van Leeuwenhoek escribió a Hooke y a otros sabios investigadores de la Royal Society (entonces llamada Royal Society of London for the Improvement of Natural Knowledge)(1) y les informó de sus descubrimientos. Al principio, muchos no creyeron al «en extremo curioso e industrioso» comerciante, a pesar de que este contaba con testimonios fiables.[9] ¿Cómo podían existir dominios enteros de la vida completamente invisibles para nosotros? Van Leeuwenhoek se quejaba del rumor que corría sobre él, el de que no hacía más que contar «cuentos de hadas sobre animalitos».[10] El hecho de que mantuviera en secreto celosamente sus microscopios y sus métodos de fabricación no ayudaba, desde luego.
En Londres, Hooke se puso a trabajar para reproducir los resultados de Van Leeuwenhoek. Necesitó muchos intentos para recrear las exquisitas y diminutas esferas de cristal, pero cuando por fin lo consiguió, el 15 de noviembre de 1677, observó con detenimiento la muestra de agua de lluvia y contempló diminutas criaturas en movimiento; «asombrado por este espectáculo tan maravilloso», él también «creyó de verdad» que se trataba de animales.[11] Ver para creer. Van Leeuwenhoek fue nombrado miembro de la Sociedad y hoy se lo considera el padre de la microbiología. Sus inventos nos permitieron observar la vida microscópica que siempre nos ha rodeado; pero lo relevante de todo esto es que el holandés poseía una mente lo suficientemente curiosa como para mirar donde otros daban por supuesto que no encontrarían nada.
Nuestra cultura ha cambiado mucho unos siglos después. Cuando alguien estornuda en la calle, uno se imagina los gérmenes rociándole. Cuando le preocupa el aspecto extraño de su lunar, se imagina diminutas células cancerosas dividiéndose frenéticamente. Conocer el mundo microscópico nos cambia la vida; nos lavamos las manos y las heridas, creamos y congelamos embriones. Sabemos que en el interior de nuestro cuerpo hay tantas bacterias como células humanas. Un ecosistema invisible. La decisión de mirar que tomó Van Leeuwenhoek ha transformado nuestros comportamientos, nuestras culturas y cómo nos percibimos a nosotros mismos.
Este fue su legado. No podemos ya dejar de ver lo que él observó por vez primera.
¿Qué otros mundos invisibles podríamos descubrir ahora? Tú, lector, ya formas parte de una nueva frontera del conocimiento. Desde el siglo XVII, nuestras herramientas de observación han proliferado y muchas de ellas apuntan ahora hacia nosotros mismos; las cámaras de seguridad te siguen cuando caminas por la calle, el termómetro y el giroscopio de tu iPhone detectan las vueltas que das estando dormido mientras la habitación se enfría. Ahora se rastrean muchas cosas: cuándo duermes y cuándo sueñas, dónde vives y adónde vas. Tus huellas dactilares, tu voz, tu iris, tu forma de andar, tu peso, tu ovulación, tu temperatura corporal, tus probables infecciones, tus mamografías, los pasos que das, la forma de tu cara y las expresiones que puede adoptar. Lo que te gusta y lo que no. Quién te gusta y quién no. Las canciones, los colores y los objetos que te atraen. Lo que te excita. Lo que te hace gracia. Tu nombre y tus avatares. Las palabras que usas, el acento con el que hablas. Y no hemos hecho más que empezar. Ahora no solo te recuerdan tus amigos y familiares, sino también ordenadores que no conoces: lo que perciben de ti cristaliza en datos y se transmite por internet a vastos servidores, donde se almacena junto con los datos de otros miles de millones de seres humanos. Tus datos se acumulan más rápido que cualesquiera memorias que pudieras escribir, y cuando mueras te sobrevivirán. Y hay otras máquinas entrenadas para detectar patrones invisibles en esos datos.
Durante las dos últimas décadas, muchos de nuestros ingenieros, matemáticos, psicólogos, informáticos y antropólogos más brillantes han dejado las universidades para trabajar en Alphabet, Meta, Baidu, Tencent y otras grandes empresas de la información, así como para los gobiernos de Estados Unidos y China. En la década de 1940, estas mentes podrían haberse incorporado a los experimentos con la división del átomo en el Proyecto Manhattan o, en la década de 1960, diseñando naves espaciales en el Laboratorio de Propulsión a Chorro. Hoy en día, los jóvenes más inteligentes son generosamente recompensados por encontrar nuevas formas de registrar, acumular y analizar datos humanos. Utilizando patrones invisibles en el lenguaje, sus máquinas pueden traducir entre lenguas humanas sin que nunca se les haya enseñado a hablar una de ellas; utilizando patrones ocultos en los rostros, pueden distinguir una sonrisa genuina mejor que un ser humano.[12] Aceptamos a regañadientes esta acumulación de nuestros datos, así como el hecho de que quienes manejan estos patrones nos puedan manipular.
Es fácil olvidar en todo este asunto que somos animales, animales humanos, pero lo cierto es que todos estos patrones —nuestro cuerpo, comportamientos y maneras de comunicarnos— son biología. Las herramientas que hemos creado para detectar patrones invisibles en los humanos también pueden funcionar en otras especies. Como los microscopios de Van Leeuwenhoek —útiles para evaluar telas, pero también para descubrir el origen de las pulgas—, muchos de nuestros dispositivos de rastreo, sensores y máquinas de reconocimiento de patrones se desarrollaron originalmente para vender de forma más eficaz cosas a las personas, pero ahora se están volviendo hacia fuera, hacia otras especies, hacia el resto de la naturaleza, y revolucionando, de paso, la biología.
Este libro trata de algunos de los pioneros de esta nueva era del descubrimiento, la del desciframiento del mundo natural. Es un viaje a las fronteras donde los grandes datos se encuentran con las grandes bestias, donde las inteligencias basadas en el silicio descubren patrones en la vida basada en el carbono. Se centra en algunos de los animales más misteriosos y fascinantes —ballenas y delfines— y en cómo la tecnología reciente ha cambiado radicalmente lo que sabemos sobre sus vidas y sus capacidades ocultas. Explora el modo en que los robots submarinos, los conjuntos masivos de datos, la inteligencia artificial (IA) y las modificaciones en la cultura humana se combinan para transformar la manera en que los biólogos descifran las comunicaciones de los cetáceos.
Este libro trata sobre la posibilidad de aprender a hablar el idioma de las ballenas. Se pregunta si, con todos los avances de nuestra ciencia, tecnología y cultura, semejante cosa podría darse. Cuanto más alejamos nuestras máquinas de la búsqueda de patrones en nosotros mismos y las centramos en las expresiones de otras especies, más me pregunto si lo que encontremos nos cambiará, del mismo modo que nos cambiaron los mundos microscópicos que Van Leeuwenhoek vio a través de sus esferas de cristal. ¿Podrían nuestros descubrimientos obligarnos a proteger a estos animales?
Sé que suena un poco descabellado. También a mí me lo pareció en un principio. Pero esta historia no se me acaba de ocurrir; fue ella la que me encontró, y yo quien se dio de bruces con ella. Arrancó en 2015, cuando una ballena jorobada de treinta toneladas salió del mar, saltó y aterrizó encima de mí.
1
ENTRAR, PERSEGUIDO POR UNA BALLENA
Dicen que el mar es frío, pero el mar contiene la sangre más caliente de todas.[1]
Capitán JAMES T. KIRK,
Star Trek IV: El viaje a casa
El 12 de septiembre de 2015 paseaba en kayak con mi amiga Charlotte Kinloch por la bahía de Monterrey, frente a la costa de California. Habíamos salido de la orilla sobre las seis de la mañana, junto con un guía y media docena de kayakistas, de Moss Landing, un puerto de aguas profundas a medio camino de la gran bahía que se extiende entre las ciudades costeras de Monterrey y Santa Cruz. Nos dividieron en parejas y a cada una se le asignó un kayak para dos personas. Hacía frío, había niebla y tal calma chicha que podía oír el agua que goteaba de nuestros remos sobre la superficie del mar. En la quietud de la zona próxima a los muros del puerto, las nutrias marinas descansaban sobre sus lomos y nos observaban desde lejos, agarradas unas a otras, como balsas flotantes. La niebla que nos envolvía, mezclada con la luz de la mañana, nos hacía sentir como si remáramos en una caja de luz donde casi no veíamos nada, pero éramos conscientes de que la vida nos rodeaba por todas partes. Encima de nosotros, los pelícanos volaban a velocidad de crucero al son de los graznidos de las gaviotas.
Miré con atención el mar gris, casi metálico. Debajo de nosotros se abría un abismo más profundo que el Gran Cañón.[2] Aunque estábamos cerca de tierra, había ya cientos de brazas de profundidad, una gran grieta que se extiende unos cincuenta kilómetros desde la costa, mar adentro. Un fenómeno geológico —el tercer valle submarino más grande del mundo— canaliza las aguas más profundas y ricas en alimentos hacia la superficie, donde la alquimia marítima de la luz solar y los nutrientes mantienen una asombrosa cadena trófica que se considera una maravilla del mundo natural. En sus doscientas setenta y seis millas de costa y seis mil millas cuadradas de océano, el Santuario Marino Nacional contiene tal abundancia y diversidad de vida que se lo conoce como el Serengueti Azul.[3] Solo hay unos pocos lugares en la tierra, como su homónimo, el Serengueti de Tanzania, donde es posible observar megafauna. En la mayoría de los continentes, el animal más grande que uno puede ver es una vaca. En los mares, sin embargo, quedan aún muchas bestias gigantes. La mayoría habitan lejos de los ojos humanos, en aguas polares o en remotos archipiélagos. Pero aquí, gracias al cañón, se reúnen y se mezclan las mayores criaturas acuáticas del planeta: grandes tiburones blancos, tortugas laúd, peces luna gigantescos, elefantes marinos, ballenas jorobadas, orcas y la reina de toda la megafauna, la ballena azul. Justo al lado de la costa, junto a una de las mayores concentraciones humanas, a un paso de San Francisco y de Silicon Valley.
Bajo esta gran salpicadura estamos Charlotte y yo, nuestro kayak y una ballena jorobada.
Nuestro guía, Sean, era un tipo joven, barbudo y moreno que daba la impresión de pasar más tiempo con una falda de kayak colgando de la cintura que vestido con ropa normal. Sean nos había advertido de que, si veíamos alguna ballena, debíamos mantenernos a cien metros de ella. Como animales salvajes que son, de nosotros, no de ellos, dependía guardar las distancias. Había muchos tipos de cetáceos en estas aguas. Madres de ballena gris que escoltaban a sus crías a lo largo de la costa desde sus aguas natales, en México; orcas al acecho para cazarlas; rorcuales comunes y rorcuales aliblancos que navegaban en busca de enjambres de plancton, y calderones grises en busca de calamares.
Solo pasaron unos minutos una vez que dejamos el puerto, remando, antes de que viéramos a las ballenas. Estaban por todas partes. La niebla matutina se iba disipando y la luz revelaba sus surtidores brotando de la superficie del mar por doquier; el aire, a lo largo de la costa arenosa hacia Monterey y mar adentro, estaba marcado por el aliento de las ballenas. Como biólogo conservacionista y documentalista de la vida salvaje, he tenido la suerte de ver muchas ballenas de diferentes tipos. Pero nunca algo así. Había muchísimas. Al principio, todas estaban lejos, a poco más de medio kilómetro. Luego apareció un grupo de tres a tiro de piedra, una tras otra, moviéndose con rapidez. No tardaron en surgir y desaparecer otras, detrás de nosotros. Sean nos dijo que nos mantuviéramos juntos y retrocedimos para guardar las distancias. Sin viento ni olas, la repentina y explosiva exhalación de una ballena al salir a la superficie resultaba aterradora, por estrepitosa y cercana, algo entre el relincho de un caballo y la despresurización de una bombona de gas. Su aliento, que olía a caldo de pescado rancio, nos llegaba a sotavento.
Avistar una ballena puede resultar, a menudo, decepcionante; la mayoría de las veces solo se las ve cuando suben a respirar, y, desde lo alto de la cubierta de un barco, es como vislumbrar fugazmente un gran tronco exhalando. Cuesta hacerse una idea de sus dimensiones. Desde el kayak, sin embargo, la cosa era muy distinta. Mientras las observábamos, a ras del agua, sentíamos su tamaño y su poder.
Las que buscábamos esa mañana pertenecían a una especie llamada ballena jorobada (Megaptera novaeangliae), una de las más grandes de todos los cetáceos, nombre este último que recibe el grupo de mamíferos que incluye ballenas, delfines y marsopas. Al nacer, una ballena jorobada ya pesa tanto como un rinoceronte blanco. Los adultos que nadaban a nuestro alrededor eran, en su mayoría, del tamaño de un autobús lanzadera del aeropuerto. La luz uniforme de la niebla hacía que resaltaran todos los detalles de su piel, parecida a la textura de un pepino, con una filigrana de grietas y cicatrices, y las crestas musculares a lo largo de sus orificios nasales dobles, que se cerraban como un cepo, en la parte superior de la cabeza. Eran de un color azul grisáceo en el lomo y más pálidas en el vientre, con largas aletas pectorales a modo de brazos.
Nos habían dicho que las ballenas se alimentaban de un banco de peces que se extendía más de mil seiscientos metros bajo el agua, y saltaba a la vista que se estaban dando un gran festín. Las ballenas jorobadas son comilonas, cazan y engullen cientos de peces de una sentada. También son migratorias; en verano se desplazan a aguas más frías, como las de la Antártida, Alaska y la bahía de Monterrey, donde pasan la mayor parte del día comiendo. Engordan sin parar, de un mes a otro. Después, durante el invierno, ayunan, y pueden pasarse meses sin probar bocado. Es entonces cuando nadan hacia mares tropicales más cálidos, donde se cortejan, se deshacen de sus parásitos y paren a sus ballenatos. Las ballenas jorobadas son inusualmente «activas en la superficie»; a menudo alzan gran parte del cuerpo fuera del agua o se revuelcan a ras de ella. Cuando se abalanzan sobre su presa, sacan casi toda la cabeza del mar, con la boca abierta. Cuando se sumergen, lo hacen con gracia, y las aletas de la cola pueden llegar a sobresalir bastante de la superficie. En los trópicos, a menudo parecen estar descansando y se mueven poco, para conservar fuerzas de cara al largo viaje de vuelta. A veces, los machos (llamados «toros») rompen la paz y se lanzan a la caza de las hembras («vacas») en «carreras de celo», luchando y empujándose unos a otros en competiciones sangrientas y peligrosas. Sus migraciones anuales son las más largas de todos los mamíferos y abarcan océanos enteros. Cuando regresan a sus zonas de alimentación, su grasa está tan agotada que los contornos de sus lomos pueden verse con claridad. Así que las jorobadas no se andan con chiquitas en Monterrey. Cuando llega la hora de comer, se atiborran.
A nuestro alrededor, las jorobadas se movían, y rápidamente. Parecían reunirse en pequeños grupos de tres o cuatro miembros que daban vueltas sin parar. Fue entonces cuando aprendí que estas ballenas pueden trabajar en equipo, sirviéndose de su cuerpo y de las paredes de burbujas exhaladas para atrapar bancos de peces y empujarlos hacia la superficie antes de abalanzarse sobre ellos al unísono. En estas maniobras, las distintas ballenas parecen asumir papeles diferentes. Los equipos de ballenas a menudo no están emparentados entre sí —algo inusual en los animales que cooperan— y permanecen juntos año tras año, viajando en convoy a lo largo de miles de kilómetros. Observé como un grupo de cuatro ballenas salían a la superficie, con los cuerpos alineados y las aletas pectorales superpuestas, unas encima de otras. Al unísono, espiraron, inspiraron y enseguida desaparecieron. Parecían jugadores de voleibol chocando las palmas entre punto y punto.
Estas relaciones se han denominado «amistades» (aunque los científicos prefieren llamarlas «asociaciones estables de varios años»).[4] Desde nuestros kayaks, con los dedos de los pies entumecidos, las veíamos alimentarse, boquiabiertos. Más tarde me dijeron que aquel día se identificaron al menos ciento veinte ballenas en la bahía. A veces caían sobre el agua con el pecho, causando un gran estrépito, o levantaban la cabeza por encima de la superficie hasta el nivel en que los ojos podían mirar a su alrededor, en el aire, un comportamiento conocido como «espionaje». Vimos, contra el horizonte, ballenas que se lanzaban fuera del agua en vertical y volvían a caer en una explosión blanca con un ruido sordo, como el de un trueno lejano. En ese momento no me di cuenta de que, incluso para lo que suele ser habitual en la bahía de Monterrey, se trataba de un frenesí alimentario sin precedentes. Nos habíamos topado por casualidad con la mayor concentración de ballenas, con el tiempo más tranquilo y lo más cerca de la costa que se recordaba.
Miré a Sean, nuestro guía, y me di cuenta de que no estaba tranquilo. Sus ojos iban y venían entre las cuatro embarcaciones de nuestra pequeña flota; nos pedía, cada cierto tiempo, que volviéramos a reunirnos si nos separábamos demasiado y que remáramos hacia atrás cuando aparecieran nuevas ballenas. Por supuesto, las ballenas pueden moverse mucho más rápido que los kayaks. A medida que avanzaba la mañana, se nos unieron tres o cuatro embarcaciones de avistamiento de ballenas y otros kayakistas. Estábamos tan cerca de la playa que incluso un practicante de surf de pala se había acercado hasta allí. Hacía tiempo que había dejado de preocuparme por el frío y la humedad, o por el hecho de que no sintiera nada en las nalgas. Después de un par de horas, Charlotte —que hasta ese día no había visto una ballena en su vida— y yo dimos la vuelta con nuestra embarcación para alejarnos de las ballenas y, junto al resto de nuestro grupo, nos dirigimos de nuevo a la orilla, con síntomas de hiperatenuación y sobrecogidos.
Habíamos recorrido casi la mitad del camino hasta el puerto cuando, de repente, a unos diez metros delante de nosotros, una ballena jorobada adulta emergió del mar y salió disparada hacia arriba con todas sus fuerzas, como si un edificio hubiera crecido del océano, tal como Charlotte lo describiría más tarde. Cuando una ballena está en el agua, es como un iceberg; solo se ve una fracción y no se tiene una idea real de su tamaño. Cada cuarto de metro de ballena jorobada pesa alrededor de una tonelada, y los adultos miden entre nueve y quince metros de largo. Un animal que pesa tres veces más que un autobús de dos pisos. ¿Te lo imaginas flotando encima de tu cabeza? En un momento dado estábamos en un mar plano y tranquilo volviendo a casa, y al siguiente esa masa viviente y gigantesca de músculos, sangre y huesos estaba en el aire, arqueándose hacia nosotros. Recuerdo que me fijé en los surcos de su garganta. «Pliegues ventrales», pensé. Y lo siguiente que recuerdo es estar bajo el agua.
Una ballena jorobada es tres veces más grande que el mayor de los Tyrannosaurus rex; su aleta pectoral de casi cinco metros es el brazo más grande y poderoso de la historia de la vida en la tierra. Si radiografiáramos la aleta pectoral de una jorobada veríamos nuestro propio brazo, conformado de forma monstruosa: los omóplatos con el húmero, radio y cúbito unidos, como los huesos de la mano y los de los dedos; un legado de su vida en tierra antes de que sus antepasados regresaran a los mares. Cuando la ballena se abalanzó sobre nosotros, la fuerza del impacto hundió el kayak en el agua y después el animal nos succionó al sumergirse, dejando solo una explosión de espuma donde estábamos un momento antes. Bajo el agua helada, arrancado del kayak, di vueltas como un muñeco más rápidamente de lo que creía posible, con la misma sensación en el estómago que cuando se salta desde un lugar muy alto. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada más que blancura. Percibí a mi lado a la ballena. Y entonces sentí que se alejaba sin tocarme. El blanco de la explosión se convirtió de nuevo en agua oscura. Fue entonces cuando el miedo se apoderó de mí. Hasta ese momento, solo había habido hechos: una ballena sobre mi cabeza y yo a punto de morir. Alguna parte de mi cerebro reptiliano me decía que la única razón por la que aún no estaba muerto debía de ser que me hallaba en estado de shock, incapaz, por tanto, de percibir que mi cuerpo estaba roto en pedazos. Pronto, estaba seguro de ello, aparecería el dolor y perdería el conocimiento. Pero, milagrosamente, sentí que el chaleco salvavidas tiraba de mí hacia arriba y pataleé con él hacia la luz.
No me cabía ninguna duda de que Charlotte había muerto. Cuando salí a la superficie y miré a mi alrededor, allí estaba su cabeza. ¡Su cabeza viva, unida al resto del cuerpo, con los ojos muy abiertos y la boca apretada en una mueca de terror y adrenalina! Sentí puro placer. ¡Estábamos vivos!
¿Cómo coño estábamos vivos?
Nadamos hasta nuestro kayak, que estaba lleno de agua y se mecía en la superficie, y nos aferramos a él. El morro estaba abollado y deformado por el impacto, y había marcas de arañazos de los percebes que vivían en la piel de la ballena. Más tarde me pregunté cuánta fuerza se necesita para abollar el rígido plástico moldeado de un kayak que flota en el agua. Si golpeara con todas mis fuerzas un pato de goma que flota en una bañera, no le quedaría ni una marca. Los científicos han calculado las fuerzas implicadas.[5] Para emerger en vertical sobre la superficie del agua, una ballena jorobada debe alcanzar velocidades de hasta seis metros por segundo, algo asombroso para un animal del tamaño de un tráiler que se mueve por el agua. Para que una ballena adulta de gran tamaño se abriera paso de este modo, calcularon que se necesitaría una liberación de energía equivalente a unas cuarenta granadas de mano. Era como si hubiéramos sobrevivido al impacto de un rayo.
Otros kayakistas se acercaron remando, aparentemente más alterados que nosotros, lo cual es comprensible teniendo en cuenta que, desde su punto de vista, acababan de vernos morir. Mientras alguien pescaba en el agua las chanclas de Charlotte, un barco de avistamiento de ballenas se acercó hasta nuestra posición. Miramos a las filas de turistas que se inclinaban hacia nosotros. Algunos gritaban para preguntarnos si estábamos bien, mientras otros nos grababan con sus teléfonos. La mayoría miraban hacia otro lado, mar adentro. Supusieron que habíamos volcado a causa del chapoteo, no podían imaginarse que nos hubiera caído encima una ballena. Nos colgamos del kayak de otra persona en un estado de euforia y conmoción, mientras alguien le daba la vuelta al nuestro para vaciarlo. Estábamos a salvo. Justo entonces, una ballena empezó a moverse hacia nosotros por la superficie del agua. «¡Viene a por más!», dijo, en broma, uno de los kayakistas.
Yo me reí, pero estaba nervioso. Aunque sabía que estas ballenas no se comen a las personas y, de hecho, no pueden, ya que no tienen dientes y su garganta es del ancho de un pomelo, también era consciente de que no suelen atacarlas. Justo cuando la cabeza de la ballena que se acercaba parecía dispuesta a golpearnos, el animal inclinó el morro hacia abajo y se zambulló. Cuando las ballenas jorobadas se zambullen, la espalda se les arquea de forma distintiva, dejando ver la protuberancia que tienen delante de la aleta dorsal, y que es la que les da su nombre. Mientras la larga columna vertebral se curvaba y la cabeza de la ballena se hundía hacia el lecho marino, otras partes de su cuerpo seguían moviéndose hacia arriba. Como los vagones de un tren, las secciones de la ballena primero se elevaban y luego desaparecían bajo nosotros: la aleta dorsal y después el grueso y fornido pedúnculo caudal —como la cola de un Diplodocus, que se estrecha hasta tener la anchura de un torso humano—, antes de que la gran aleta caudal emergiera por fin, reluciente, en el aire, con estelas de agua goteando de las puntas de cada mitad de la enorme pala.
Me quedé paralizado, mientras flotaba en el agua, por el espectáculo que teníamos ante nosotros, el tipo de situación que aman los observadores de ballenas. Las enormes aletas negras con forma de corazón brillaban bajo la luz gris, y la punta de la cola era del tamaño de un caballo. «Se ayuda con la aleta caudal —pensé—, para que el peso de la cola la ayude a superar su flotabilidad y le permita hundirse».[6] Donde se zambullía, dejaba una marca como una gran tortita en el agua. Una huella de ballena. Si hubiera estirado los pies debajo de mí, creo que podría haberle tocado el cuerpo cuando pasó por debajo. En lugar de eso, enrollé mis débiles y rechonchas piernas terrestres alrededor del kayak al que me aferraba como un perezoso. Entonces recordé que una ballena acababa de caer sobre nosotros y que habíamos sobrevivido. Me volví y se lo dije a Charlotte. Ella, de un modo más expresivo, me respondió que era consciente de ello, pero que hiciera el favor de callarme hasta que estuviésemos en tierra.
Por fin, los observadores de cetáceos volvieron a su tarea y nosotros, a subir a nuestro kayak, ahora vacío. Sean, claramente angustiado, ató con una cuerda nuestro kayak al suyo y se dirigió al puerto. Las dos gigantescas chimeneas de la central eléctrica en desuso que había detrás de Moss Landing asomaban entre la niebla, que se había disipado hasta no ser más que una fina capa. Estábamos temblando. Por el camino, nos cruzamos con escolares y profesores. Todos parecían muy animados. «Una ballena acaba de aterrizar sobre nosotros», dije al pasar junto a ellos, pero se limitaron a sonreírle al inglés extraño y empapado que era yo en aquel momento, y continuaron hacia el mar. De vuelta en la base, nos dieron a cada uno una gorra del equipo de béisbol de los Kayaks de la Bahía de Monterrey y chocolate caliente. Nadie nos dijo nada.
Nos sentíamos extrañamente incómodos, como si hubiéramos metido la pata. No estoy seguro de que ninguno de nosotros pudiera calcular la fuerza de lo que había ocurrido y lo terrible de lo que casi había ocurrido. Quizá les preocupaba que los demandáramos. (Más tarde supe que habían dejado de organizar excursiones en kayak para ver ballenas; se decía que su seguro ya no lo cubría). Un amigo nos llevó de vuelta al Airbnb que habíamos alquilado y, por el camino, Charlotte rompió a llorar. Cuando me incliné hacia delante en el coche para atarme los cordones, se me escapó un chorro de agua de mar por la nariz, agua que se me había quedado atrapada en los senos nasales debido a nuestras volteretas submarinas. Solo podía pensar en la hermosa violencia de la que había formado parte brevemente y en que nadie nos creería. Me acordé entonces de que me había dejado las dos cámaras GoPro que pensé en llevar a la excursión, pero que, al final, decidí no coger; al fin y al cabo, los vídeos de ballenas son todos iguales.
Algunos de nuestros compañeros de viaje, con los que compartíamos unas largas vacaciones en grupo, estaban listos para salir hacia el aeropuerto. Yo tenía pensado quedarme para ir de acampada con otros amigos.
—Llegas tarde —dijo nuestra amiga Louise—. Hemos tenido que empaquetarte las cosas y te has perdido el desayuno.
—Una ballena se nos ha caído encima —le respondí.
—Vale, está bien, no pasa nada —dijo Louise—, pero si no nos vamos pronto, tendremos que pagar recargo.
Abracé a Charlotte, que prácticamente había dejado de hablar. Intentó explicarle lo sucedido a su marido, Tom, que estaba, más que nada, contrariado por no haberlo vivido él, ya que le encantan tanto las ballenas como las hazañas arriesgadas. Comimos algunas sobras del desayuno. Y luego todo el mundo se fue. Charlotte se desmayó en el vuelo de vuelta y tuvieron que administrarle oxígeno.
Cuando salí de nuestra casa de la playa, me senté junto a la carretera a esperar a que mi amigo Nico y sus padres me recogiesen. Me di cuenta de que la única persona que podía corroborar mi historia se había ido. Me apretujé en el asiento trasero del coche con la madre de Nico y su novia de entonces, Tanya. Les conté lo sucedido y, aunque creo que se lo tomaron en serio, la madre de Nico parecía más interesada en saber a qué se dedicaban los padres de Tanya. No podía seguir repitiendo la historia, así que pasamos a otros temas. Unas horas más tarde, llegamos al campamento entre los pinos, en las montañas de Big Sur. Al caer la noche, contemplé el Pacífico desde la polvorienta ladera y me bebí una cerveza mientras otro grupo de campistas ponía música. No teníamos cobertura, así que me quedé solo para procesar lo que había pasado. Me preguntaba si alguien daría crédito a lo sucedido. ¿Quién iba a creerse que una ballena de treinta toneladas había volado sobre nosotros y nos había caído encima?
Aquella noche, despierto, en mi tienda, miré hacia arriba en la oscuridad y volví a ver aquel cuerpo increíblemente grande sobre mí: el agua del mar cayendo a chorros, los nudosos tubérculos (las protuberancias que albergan los pelos de la ballena) esparcidos por la cabeza, los percebes en los bordes de las aletas. Parecía mucho más enorme en el aire que en el mar, pero también una broma absurda. Había tenido poco tiempo para asustarme cuando ocurrió, pero, al reflexionar sobre la experiencia, sentí que se me aceleraba el corazón. La gente me ha preguntado a menudo, en los años posteriores, si me quedé traumatizado, pero no lo creo. Para ser del todo sincero, me sentía eufórico. Por lo que vi, por lo que experimenté. Me tumbé, cerré los ojos y grabé a fuego en mi memoria las imágenes de lo sucedido para no olvidarlo jamás.
Al día siguiente regresamos a San Francisco y, al salir del parque nacional, volvimos a tener cobertura en el móvil. Tanya y la madre de Nico se enzarzaron en una discusión sobre mascotas; Nico intervino para templar los ánimos. Acurrucado junto a ellas, navegué por internet en busca de algo —una foto, un blog, cualquier cosa— que demostrara que aquello había sido real. Y ahí estaba. Por una extraña coincidencia, en el momento en que la ballena saltó del mar, un hombre llamado Larry Plants, desde un barco de observación de ballenas que se hallaba cerca, tenía su teléfono operativo. Se nos podía ver remando y, de repente, a la ballena emerger y chocar contra nosotros. Luego, Charlotte y yo desaparecíamos momentáneamente en una explosión blanca, antes de volver a salir a flote seis largos segundos después. La filmación se completaba con la inquietante banda sonora de Larry gritando, triunfante: «Lo tengo, lo tengo en vídeo», y una mujer, al lado, que gritaba: «¡El kayak, el kayak!». Lo había enviado a la empresa de avistamiento de ballenas, que lo subió a YouTube. Ya tenía más de cien mil visitas.[7]
Captura del vídeo de Larry Plants.
Al darme cuenta de que pronto vería el vídeo mucha más gente, pensé que sería buena idea llamar a mi madre, Caroline. Le conté que había estado a punto de morir aplastado por una ballena, pero que me encontraba bien y camino de casa. «La verdad, Tom…», dijo ella. Y luego: «Me pregunto qué habría pensado tu padre». También fue ese mi primer pensamiento. A mi padre, Michael, le encantaban las bestias extrañas y las historias del mar. Pero no podíamos preguntarle nada porque había muerto unos meses antes. Yo atravesaba esa fase del duelo en la que aún sentía el impulso de llamarle por teléfono cuando me pasaba algo interesante, antes de recordar, con esa extraña mezcla de conmoción y vergüenza, que ya no estaba vivo.
Mientras esperaba en el aeropuerto, Good Morning America me llamó para entrevistarme. Cuando aterricé en Londres, al día siguiente, el vídeo tenía ya cuatro millones de visitas y subiendo. Nuestro encuentro se había vuelto viral y ahora tenía vida digital propia. Cogí el metro en Heathrow y me bajé en Dalston Kingsland. Era una hermosa tarde de principios de otoño, bañada por una luz tenue y dorada. La gente estaba en la calle, bebiendo y gritando como si nada hubiera cambiado. ¿Cómo era posible que nada hubiera cambiado si hacía solo dos días que una ballena se había alzado en el aire por encima de mí? Me acordaba de que había recorrido el mismo camino y experimentado una sensación parecida cuando volví a casa desde la de papá, al día siguiente de su muerte, mientras miraba a la gente, en la calle, con la conciencia de que el mundo ya no era el mismo y, sin embargo, allí estaban todos, actuando como si no hubiera ocurrido nada. Más de seis millones de personas vieron el vídeo. La espectacular e inesperada colisión entre una bestia gigante, oculta y misteriosa, y dos humanos diminutos parecía despertar una lúgubre fascinación.
Buscarle un sentido a nuestro casi accidente era, quizá, una tarea de tontos, como una ardilla que buscase un significado cuando un camión truena a un palmo de su nariz en una carretera comarcal. Pero, unos días después de aquel choque con la ballena, mi amiga y profesora Joy Reidenberg, de la Escuela de Medicina Icahn del hospital Monte Sinaí de Nueva York, me escribió diciendo que había estado dándole vueltas a aquella emersión. Joy, una especialista en ballenas con la que he trabajado en muchos proyectos, ha pasado toda su vida estudiando su anatomía. Desde su laboratorio, diecisiete pisos por encima de Central Park, rodeada de cráneos de orcas y estudiantes de Medicina que diseccionaban cadáveres humanos, me escribió para decirme que la emersión de la ballena le parecía extraña: que empezó yendo en una dirección y luego pareció cambiar de rumbo en el aire, por encima de nosotros. «Creo que sobrevivisteis porque la ballena tuvo cuidado de no golpearos», me dijo.[8]
Charlotte y yo, felices y vivos.
¿Estaba en lo cierto? ¿Intentó de verdad evitarnos? No nos aplastó al caer ni nos hirió en el agua, y se alejó muy despacio. Los adeptos de la Nueva Era estaban de acuerdo con la doctora Reidenberg y creían que era una señal del universo. Sin