El poder del desorden

Tim Harford

Fragmento

cap-1

Introducción

«No se podía tocar.»

El 27 de enero de 1975, Vera Brandes, una chica alemana de diecisiete años, subió al enorme escenario del Teatro de la Ópera de Colonia. El auditorio estaba vacío y apenas iluminado por la tenue luz verde de las señales de salida, pero se trataba del día más emocionante de su vida. Era la promotora de conciertos más joven de Alemania y había convencido al Teatro de la Ópera para que presentara un concierto de jazz improvisado del pianista estadounidense Keith Jarrett. Las entradas se agotaron en pocas horas.[1] Jarrett fue recibido por mil cuatrocientos espectadores, se sentó frente al piano Bösendorfer y, sin partituras ni ensayos previos, empezó a tocar.

Pero, antes, por la tarde, Vera Brandes le había enseñado el piano a Keith Jarrett y al productor Manfred Eicher… Y las cosas no habían ido bien.

«Keith tocó unas pocas notas —recuerda Brandes—.[2] Luego, Eicher tocó algunas notas más. No dijeron nada. Dieron varias vueltas alrededor del instrumento y comprobaron algunas teclas. Después de un largo silencio, Manfred se acercó a mí y dijo: “Si no consigues otro piano, Keith no podrá tocar esta noche”».

Vera Brandes estaba atónita. Sabía que Jarrett había pedido un instrumento específico y que el Teatro de la Ópera se había comprometido a tenerlo. De lo que no se había dado cuenta era de que se habían equivocado: los responsables del teatro no sabían mucho de jazz y ni siquiera conocían el piano en cuestión. El personal administrativo se había ido a casa, los transportistas de pianos no habían podido encontrar el Bösendorfer que había pedido Jarrett y habían traído, como recuerda la joven promotora, «un Bösendorfer pequeñísimo, totalmente desafinado, cuyas teclas negras centrales no funcionaban y con unos pedales que se encallaban. No se podía tocar».

Brandes intentó de todas las formas posibles encontrar otro piano. Incluso reunió a varios amigos para que le ayudaran a trasladar un gran piano por las calles de Colonia, pero llovía mucho y el afinador de pianos le advirtió de que el instrumento no sobreviviría al traslado. Entonces, intentó arreglar el pequeño Bösendorfer que ya estaba en el escenario,[3] pero no pudo mejorar el sonido apagado de las notas bajas, ni las estridentes notas agudas, ni el hecho incontestable de que el piano («un piano pequeño, como medio piano») no producía un sonido lo bastante fuerte como para llegar al anfiteatro del gran auditorio.

Era comprensible que Jarrett no quisiera actuar. El músico salió del teatro y esperó dentro de su coche, mientras Brandes recibía a los mil cuatrocientos espectadores que pronto iban a estar furiosos. El mejor día de su vida se había convertido, repentinamente, en el peor. Su entusiasmo por el jazz y su precoz espíritu empresarial la estaban abocando a una humillación sin precedentes. Desesperada, fue en busca de Jarrett y, a través de la ventanilla del coche, le rogó que tocara. El joven pianista contempló a la descompuesta adolescente alemana, empapándose bajo la lluvia, y tuvo lástima de ella. «No lo olvides —dijo Jarrett—, lo hago solo por ti.»

Unas horas después, cerca de medianoche, Keith Jarrett salió al escenario frente a un teatro a rebosar, se dirigió hacia el averiado piano y empezó a tocar.

«En cuanto hizo sonar la primera nota, todos supieron de inmediato que aquello era un momento mágico», recuerda Brandes.

La actuación de aquella noche comenzó con un simple repiqueteo de una serie de notas. Después, rápidamente fue adquiriendo complejidad mientras alternaba el dinamismo con unos tonos lánguidos y relajantes. Fue hermoso y extraño, y enormemente popular: el Concierto de Colonia ha vendido tres millones y medio de copias. Ningún otro álbum de jazz o piano interpretado por un solo músico ha vendido tanto.

Cuando un artista dotado consigue sobreponerse a unas circunstancias difíciles, solemos describirlo como una persona que ha triunfado sobre la adversidad, o a pesar de tenerlo todo en contra. Pero esa no siempre es la perspectiva correcta. Jarrett no dio un buen concierto en una situación complicada. Ofreció la actuación de su vida, pero las limitaciones del piano, de hecho, le ayudaron.

El instrumento maltrecho obligó a Jarrett a alejarse de las metálicas notas agudas y centrarse en las medias. Con la mano izquierda, hizo profundos y repetitivos ostinatos con las notas bajas para paliar la falta de resonancia del piano. Estos dos elementos provocaron que la actuación tuviera algo de trance. Si se hubiera quedado ahí, podría haber degenerado en mera música de ascensor, pero Jarrett no es de los que echan el ancla en un puerto musical confortable solo porque el piano no tiene suficiente volumen.[4]

«Es importante comprender la proporción entre el instrumento y la magnitud del teatro —recuerda Vera Brandes—. Jarrett tenía que tocar realmente fuerte para que el sonido llegara al anfiteatro. Literalmente, tenía que aporrear el piano.»

Se levantó, se sentó, gimió y se retorció; Keith Jarrett no se contuvo ni un ápice mientras golpeaba el piano para crear un sonido único. Nunca había imaginado que iba a tocar esa música, pero Keith Jarrett recibió con los brazos abiertos ese desastre absoluto y lo superó.

El instinto le decía a Keith Jarrett que no tocara, y es lo mismo que nos hubiera dicho a muchos de nosotros. No queremos trabajar con malos instrumentos, sobre todo cuando hay tanto en juego. Pero, en retrospectiva, el instinto de Jarrett se equivocaba. ¿Y si nuestros instintos también se equivocan, y lo hacen en un conjunto de situaciones mucho más amplio?

La tesis de este libro es que a menudo caemos en la tentación de actuar de forma ordenada cuando nos iría mejor aceptar cierto grado de desorden. El deseo de Keith Jarrett de tocar con un piano en perfectas condiciones es un ejemplo de esta tentación de orden. Lo mismo le ocurriría al conferenciante que se aferra a un guion, el comandante militar que pergeña cuidadosamente una estrategia, el escritor que quiere aislarse de cualquier distracción, el político que fija metas cuantificables para servicios públicos, el jefe que insiste en que los empleados deben tener el escritorio ordenado o el líder de equipo que quiere que todos sus compañeros se lleven bien. Sucumbimos a la tentación del orden en nuestra vida diaria cuando dedicamos tiempo a archivar los correos electrónicos, rellenamos cuestionarios en páginas web de citas para encontrar a la pareja perfecta o llevamos a nuestros hijos al parque infantil en lugar de dejarlos correr con libertad por los andurriales del barrio.[*]

Por supuesto, a veces nuestro deseo de orden, nuestra, al parecer, necesidad innata de crear un mundo ordenado, sistematizado, cuantificado, claramente diferenciado en categorías, planificado y predecible, es útil. De otra forma, no sería un instinto tan arraigado.

Pero, con frecuencia, nos seducen tanto las ventajas del orden que no apreciamos las virtudes del desorden: todo aquello desorganizado, sin cuantificar, descoordinado, improvisado, imperfecto, incoherente, crudo, abarrotado, aleatorio, ambiguo, vago, difícil, diverso o incluso sucio. El guion de la conferencia no tiene en cuenta la energía de la sala; un adversario más impetuoso desconcierta al comandante precavido; al escritor le inspiran las más fortuitas distracciones; las metas cuantificabl

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos