El futuro de la humanidad

Michio Kaku

Fragmento

cap-1

 

PRÓLOGO

Un día, hace unos 75.000 años, la humanidad estuvo a punto de extinguirse.[1]

Una titánica explosión en Indonesia extendió una colosal capa de cenizas, humo y escombros que cubrió miles y miles de kilómetros. La erupción del Toba fue tan violenta que se la considera el episodio volcánico más potente de los últimos veinticinco millones de años. Disparó a la atmósfera la increíble cantidad de 2.700 kilómetros cúbicos de tierra, lo que sofocó grandes extensiones de Malasia e India bajo una capa de ceniza volcánica de hasta nueve metros de grosor. El humo tóxico y el polvo llegaron hasta África, dejando a su paso un rastro de muerte y destrucción.

Imaginen por un momento el caos provocado por este cataclismo. El calor abrasador y las nubes de ceniza gris que oscurecían el Sol aterrorizaron a nuestros antepasados. Muchos murieron asfixiados y envenenados por el denso hollín y el polvo. Después, las temperaturas bajaron de golpe, provocando un «invierno volcánico». La vegetación y la fauna murieron hasta donde alcanzaba la vista, dejando solo un paisaje frío y desolado. Seres humanos y animales escarbaban en el devastado terreno en busca de restos comestibles, y la mayoría de los primeros murió de hambre. Parecía que la Tierra entera estaba muriendo. Los pocos que sobrevivieron tenían un solo objetivo: huir tan lejos como pudieran del telón de muerte que había caído sobre su mundo.

Tal vez en nuestra sangre queden claras evidencias de este cataclismo.[2]

Los genetistas han observado el curioso hecho de que entre dos seres humanos cualquiera el ADN es casi idéntico. En cambio, entre dos chimpancés puede haber más variación genética que la que se puede encontrar en toda la población humana. Una teoría que explique matemáticamente este fenómeno implicaría suponer que, en la época de la explosión, casi todos los humanos fueron exterminados, dejando solo un puñado de unos dos mil individuos. Sorprendentemente, esta sucia y desharrapada horda de humanos se iba a convertir en los Adanes y las Evas ancestrales que acabarían poblando el planeta. Todos somos casi clones unos de otros, hermanos y hermanas que descendemos de un pequeñísimo y robusto grupo de humanos que cabría en el salón de baile de un hotel moderno.

Mientras vagaban por el devastado paisaje, no tenían ni idea de que un día sus descendientes dominarían todos los rincones de nuestro planeta.

Ahora, cuando miramos hacia el futuro, vemos que los acontecimientos que tuvieron lugar hace 75.000 años pueden haber constituido un ensayo general para futuras catástrofes. Me acordé de esto en 1992, cuando oí la asombrosa noticia de que, por primera vez, se había descubierto un planeta orbitando en torno a una lejana estrella. Con este descubrimiento, los astrónomos pudieron demostrar que existen planetas fuera de nuestro sistema solar. Supuso un gran cambio de paradigma en nuestro conocimiento del universo. Pero me entristecí al enterarme de la segunda parte de la noticia: este planeta lejano orbitaba alrededor de una estrella muerta, un púlsar, que había estallado en forma de supernova, tal vez matando todo lo que hubiera podido vivir en el planeta. Ningún ser vivo conocido por la ciencia puede resistir el fulminante estallido de energía nuclear que se produce cuando explota una estrella en sus cercanías.

Entonces imaginé una civilización en aquel planeta, una civilización que sabía que su estrella madre estaba muriendo y trabajaba a toda prisa para construir una enorme flota de naves espaciales capaz de transportarlos a otro sistema solar. Reinaría el más absoluto caos en el planeta, mientras sus habitantes, aterrados y desesperados, tratarían de hacerse por cualquier medio con las últimas plazas en las naves que partían. Imaginé el horror que sentirían los que quedaban atrás para afrontar su destino cuando su Sol estallara.

Es tan inevitable como las leyes de la física que algún día la humanidad deba hacer frente a algún tipo de proceso capaz de causar su extinción. ¿Tendremos, como tuvieron nuestros antepasados, la fuerza y la voluntad de sobrevivir e incluso prosperar?

Si pasamos revista a todas las formas de vida que han existido en la Tierra, desde las bacterias microscópicas a los bosques de árboles gigantes, de los torpes dinosaurios a los emprendedores humanos, veremos que el 99,9 por ciento de todas ellas se ha extinguido. Esto significa que la extinción es la norma, que las probabilidades están muy en contra nuestra. Cuando excavamos el suelo bajo nuestros pies para desenterrar el registro fósil, encontramos evidencias de muchas formas de vida antiguas. Pero solo un pequeño puñado ha sobrevivido hasta nuestros días. Millones de especies han aparecido antes que nosotros; tuvieron su tiempo bajo el Sol y después se marchitaron y extinguieron. Esa es la historia de la vida.

Por mucho que valoremos la visión de una puesta de Sol romántica y espectacular, el olor de la brisa marina y el suave calor de un día de verano, algún día todo eso terminará y el planeta se volverá inhóspito para la vida humana. Algún día la naturaleza se volverá contra nosotros, como hizo con todas aquellas formas de vida extinguidas.

La gran historia de la vida en la Tierra demuestra que, enfrentados a un ambiente hostil, los organismos tienen tres caminos a seguir: escapar de ese ambiente, adaptarse a él o morir. Pero si miramos hacia el futuro lejano, tarde o temprano nos enfrentaremos a un desastre tan grande que la adaptación será casi imposible. Tendremos que abandonar la Tierra o perecer. No hay otra opción.

Estos desastres han ocurrido muchas veces en el pasado, e inevitablemente ocurrirán en el futuro. La Tierra ya ha sufrido cinco grandes ciclos de extinción, en cada uno de los cuales desapareció hasta el 90 por ciento de las formas de vida. Tan seguro como que el día sigue a la noche, habrá más en el futuro.

En el plazo de unas décadas, tendremos que enfrentarnos a amenazas que no son naturales, sino en gran parte autoinfligidas, debidas a nuestra insensatez y falta de visión. Nos enfrentamos al peligro del calentamiento global, cuando la atmósfera misma de la Tierra se volverá contra nosotros. Nos enfrentamos al peligro de la guerra moderna a medida que proliferan las armas nucleares en las regiones más inestables del globo. Nos enfrentamos al peligro de los microbios convertidos en armas, como el del sida propagado por el aire y el del ébola, que puede transmitirse por una simple tos o un estornudo. Esto podría exterminar hasta un 98 por ciento de la especie humana. Además, nos enfrentamos a una población en continuo crecimiento que consume recursos a un ritmo enloquecido. En algún momento superaremos la capacidad de aguante de la Tierra y nos encontraremos en un apocalipsis ecológico, luchando por los últimos recursos que queden en el planeta.

Además de las calamidades que nosotros mismos hemos creado, también existen desastres naturales sobre los que no tenemos ningún control. En el plazo de unos miles de años, nos encontraremos al principio de otro periodo glacial. Durante los últimos cien mil años, gran parte de la superficie terrestre estuvo cubierta por una capa de hielo sólido de hasta 800 metros de grosor. El estéril paisaje helado empujó a muchos animales a la extinción. Después, hace diez mil años, se produjo un deshielo. Este breve calentamiento he permitido el rápido ascenso de la civilización moderna, y los humanos lo han aprovechado para extenderse y prosperar. Pero este florecimiento ha ocurrido durante un periodo interglacial, lo que significa que es muy probable que antes de diez mil años nos encontremos en otra edad de hielo. Cuando esto ocurra, nuestras ciudades desaparecerán bajo montañas de nieve y la civilización quedará aplastada por el frío.

También cabe la posibilidad de que el supervolcán durmiente que se encuentra bajo el parque nacional de Yellowstone despierte de su largo sueño, rompa en pedazos Estados Unidos y envuelva la Tierra en una asfixiante y venenosa nube de hollín y escombros. Las anteriores erupciones tuvieron lugar hace 630.000 años, 1,3 y 2,1 millones de años, separadas entre sí por unos 700.000 años; por lo tanto, podemos esperar otra colosal erupción en los próximos 100.000 años.

En un plazo aún mayor, nos enfrentamos al peligro de otro impacto de un meteoro o cometa, similar al que contribuyó a aniquilar a los dinosaurios hace 65 millones de años. Entonces, una roca de unos diez kilómetros de diámetro cayó sobre la península de Yucatán (México), lanzando al espacio toneladas de escombros de fuego que llovieron otra vez sobre la Tierra. Como cuando la explosión del Toba, pero a una escala mucho mayor, las nubes de ceniza oscurecieron el Sol y causaron una brusca caída de las temperaturas en todo el mundo. Con el marchitamiento de la vegetación, la cadena alimentaria se rompió. Los dinosaurios herbívoros murieron de hambre, seguidos al poco tiempo por sus parientes carnívoros. Al final, el 90 por ciento de las formas de vida de la Tierra perecieron como consecuencia de este catastrófico acontecimiento.

Durante milenios, hemos vivido felizmente ajenos a la realidad de que la Tierra flota en medio de un enjambre de rocas potencialmente mortíferas. Solo en la última década han empezado los científicos a cuantificar el auténtico riesgo de un gran impacto. Ahora sabemos que existen varios miles de NEO (objetos próximos a la Tierra, por sus siglas en inglés) que cruzan la órbita de nuestro planeta y representan un peligro para la vida en él. En junio de 2017 se habían catalogado ya 16.294 de estos objetos. Pero estos son solo los que hemos localizado. Los astrónomos calculan que en el sistema solar puede haber millones que se pueden cruzar con la Tierra.

Una vez entrevisté al difunto astrónomo Carl Sagan y le pregunté por este peligro. Insistió en que vivimos «en una galería de tiro cósmica», rodeados de posibles amenazas. Es solo cuestión de tiempo, me dijo, que un asteroide grande choque con la Tierra. Si pudiéramos iluminar estos asteroides, veríamos el cielo nocturno lleno de miles de amenazantes puntos luminosos.

Aun suponiendo que evitemos todos estos peligros, hay uno que empequeñece a todos los demás. Dentro de cinco mil millones de años, el Sol se expandirá formando una gigantesca estrella roja que llenará todo el cielo. El Sol se hará tan grande que la órbita de la Tierra quedará dentro de su llameante atmósfera, y el calor abrasador hará imposible la vida en ese infierno.

A diferencia de todas las demás formas de vida de este planeta, que tendrán que esperar pasivamente su final, los humanos somos dueños de nuestro destino. Por fortuna, estamos creando ya los instrumentos para aprovechar las posibilidades que nos concede la naturaleza, para no convertirnos en parte del 99,9 por ciento de formas de vida condenadas a la extinción. En este libro encontraremos a los pioneros que poseen la energía, la visión y los recursos para cambiar el destino de la humanidad. Conoceremos a los soñadores que creen que el ser humano puede vivir y prosperar en el espacio exterior. Analizaremos los revolucionarios avances tecnológicos que harán posible que salgamos de la Tierra y nos instalemos en otra parte del sistema solar, e incluso más allá.

Pero si hay una lección que podemos aprender de nuestra historia, es que la humanidad, cuando se enfrenta a una crisis de vida o muerte, ha estado a la altura del desafío y ha aspirado a metas aún más altas. En cierto sentido, el espíritu de la exploración está en nuestros genes e integrado en nuestra alma.

Pero ahora nos enfrentamos al que podría ser el mayor de todos los desafíos: abandonar los confines de la Tierra y volar hacia el espacio exterior. Las leyes de la física son claras: tarde o temprano, nos enfrentaremos a crisis globales que pondrán en peligro nuestra existencia.

La vida es demasiado preciosa para que tenga lugar en un solo planeta, a merced de estos peligros planetarios.

«Necesitamos una póliza de seguros», me dijo Sagan. Había llegado a la conclusión de que debíamos convertirnos en «una especie biplanetaria». En otras palabras, necesitamos un plan B.

En este libro exploraremos la historia, los peligros y las posibles soluciones que existen ante nosotros. El camino no será fácil y habrá contratiempos, pero no tenemos elección.

Desde la casi extinción de hace unos 75.000 años, nuestros antepasados se pusieron en marcha y dieron inicio a la colonización de toda la Tierra. Confío en que este libro indique los pasos necesarios para superar los obstáculos que inevitablemente encontraremos en el futuro. Puede que nuestro destino sea convertirnos en una especie multiplanetaria que viva en las estrellas.

cap-2

INTRODUCCIÓN

Hacia una especie multiplanetaria

Si está en juego nuestra supervivencia a largo plazo, tenemos una responsabilidad básica para con nuestra especie: aventurarnos hacia otros mundos.

CARL SAGAN

Los dinosaurios se extinguieron porque no tenían un programa espacial. Y si nosotros nos extinguimos por no tener un programa espacial, nos lo habremos merecido.

LARRY NIVEN

Cuando era niño leí la trilogía Fundación, de Isaac Asimov, una de las sagas más famosas de la historia de la ciencia ficción. Me asombró que Asimov, en lugar de escribir sobre batallas con pistolas de rayos y guerras espaciales con extraterrestres, se hiciera una simple pero profunda pregunta: ¿dónde se encontrará la civilización humana dentro de 50.000 años? ¿Cuál es nuestro destino final?

En su innovadora trilogía, Asimov pintaba una imagen de la humanidad extendida por toda la Vía Láctea, con millones de planetas habitados, unidos por un vasto Imperio galáctico. Habíamos viajado tan lejos que el hogar original donde había nacido esta gran civilización se había perdido en las nieblas de la prehistoria. Había tantas sociedades avanzadas repartidas por la galaxia, con tanta gente unida por una compleja red de lazos económicos, que con esta muestra tan enorme era posible usar las matemáticas para predecir el curso futuro de los acontecimientos, como quien predice el movimiento de las moléculas.

Hace años, invité al doctor Asimov a hablar en nuestra universidad. Escuchando sus sabias palabras, me sorprendió la amplitud de sus conocimientos. Entonces le hice una pregunta que me tenía intrigado desde la infancia: ¿qué le había inspirado para escribir la serie Fundación? ¿Cómo había dado con un tema tan grande que abarcaba la galaxia entera? Sin vacilar, me respondió que se había inspirado en el ascenso y caída del Imperio romano. En su historia se podía comprobar cómo el destino de los romanos había dominado su turbulenta historia.

Empecé a preguntarme si la historia de la humanidad tiene también un destino. Puede que sea acabar creando una civilización que se extienda por toda la Vía Láctea. Puede que nuestro destino se encuentre de verdad en las estrellas.

Muchos de los temas en los que se basaba la obra de Asimov habían sido explorados antes, en la pionera novela de Olaf Stapledon El hacedor de estrellas. En esta obra, nuestro héroe sueña con internarse en el espacio exterior hasta llegar a planetas lejanos. Recorriendo la galaxia en forma de conciencia pura, vagando de un sistema estelar a otro, contempla fantásticos imperios extraterrestres. Algunos de ellos han ascendido hasta la grandeza, iniciando eras de paz y abundancia, y otros incluso crean imperios interestelares gracias a sus naves espaciales. Otros caen en la ruina, destrozados por la hostilidad, los enfrentamientos y la guerra.

Muchos de los conceptos revolucionarios de la novela de Stapledon se incorporaron a la ciencia ficción posterior. Por ejemplo, el protagonista de El hacedor de estrellas descubre que muchas civilizaciones superavanzadas mantienen en secreto su existencia, ocultándosela a civilizaciones inferiores para evitar contaminarlas por accidente con su avanzada tecnología. Este concepto es similar al de la Primera Directriz, uno de los principios rectores de la Federación en la serie Star Trek.

Nuestro héroe encuentra también una civilización tan sofisticada que sus miembros tienen encerrado a su Sol en una gigantesca esfera para aprovechar toda su energía. Este concepto, que más adelante se llamaría esfera de Dyson, es ahora un tema habitual de la ciencia ficción.

También se encuentra con una especie cuyos individuos están en constante contacto telepático unos con otros. Cada uno de ellos conoce los pensamientos íntimos de los demás. Esta idea es anterior a los Borg de Star Trek, donde todos los sujetos están conectados a través de su mente y subordinados a la voluntad de la Colmena.

Y, al final de la novela, se encuentra con el mismísimo hacedor de estrellas, un ser celestial que crea universos enteros, cada uno con sus propias leyes físicas, y juega con ellos. Nuestro universo es solo una pieza de un multiverso. Sobrecogido, nuestro héroe contempla al hacedor de estrellas en acción, conjurando nuevos y apasionantes mundos y descartando los que no le gustan.

La pionera novela de Stapledon produjo toda una conmoción en un mundo donde la radio aún se consideraba un milagro de la tecnología. En los años treinta, la idea de convertirse en una civilización extendida por el espacio parecía ridícula. Los aviones de hélice eran el último grito de la tecnología y apenas conseguían aventurarse por encima de las nubes, de modo que la posibilidad de viajar a las estrellas parecía desesperadamente remota.

El hacedor de estrellas fue un éxito instantáneo. Arthur C. Clarke dijo que era una de las mejores obras de ciencia ficción que jamás se habían publicado. Desató la imaginación de toda una generación de escritores de ciencia ficción de posguerra. Pero entre el público general la novela pronto quedó olvidada en medio del caos y el salvajismo de la Segunda Guerra Mundial.

ENCONTRAR NUEVOS PLANETAS EN EL ESPACIO

Ahora que el satélite espacial Kepler y equipos de astrónomos en la Tierra han descubierto unos cuatro mil planetas orbitando alrededor de otras estrellas en la Vía Láctea, uno empieza a preguntarse si las civilizaciones descritas por Stapledon podrían existir en la realidad.

En 2017, los científicos de la NASA identificaron no uno, sino siete planetas del tamaño de la Tierra en órbita alrededor de una estrella cercana a solo 39 años luz de la Tierra. De estos siete planetas, tres están lo bastante cerca de su estrella madre para contener agua líquida. Muy pronto, los astrónomos serán capaces de confirmar si estos y otros planetas poseen atmósferas con vapor de agua. Dado que el agua es el «disolvente universal», capaz de servir como medio para combinar las sustancias químicas que componen la molécula de ADN, los científicos podrían demostrar que las condiciones necesarias para la vida son comunes en el universo. Podemos estar a punto de encontrar el Santo Grial de la astronomía planetaria, un gemelo de la Tierra en el espacio exterior.

Más o menos en la misma época, los científicos hicieron otro trascendental descubrimiento: un planeta del tamaño de la Tierra llamado Próxima Centauri b, que orbita alrededor de la estrella más cercana a nuestro Sol, Próxima Centauri, a solo 4,2 años luz de nosotros. Siempre se ha conjeturado que esta estrella sería una de las primeras en ser exploradas.

Estos planetas son solo algunas de las últimas entradas en la enorme enciclopedia de planetas extrasolares, que se actualiza casi cada semana. Incluye extraños y curiosos sistemas estelares que habrían ido más allá de los sueños de Stapledon, entre ellos algunos en que cuatro o más estrellas orbitan alrededor unas de otras. Muchos astrónomos creen que, si podemos imaginar la formación de un planeta, por extravagante que sea, es probable que se haya dado en algún lugar de la galaxia, con tal de que no viole alguna ley de la física.

Esto significa que ahora podemos calcular aproximadamente cuántos planetas del tamaño de la Tierra existen en nuestra galaxia. Puesto que la Vía Láctea contiene unas cien mil millones de estrellas, podría haber veinte mil millones de planetas orbitando estrellas similares a nuestro Sol solo en nuestra galaxia. Y dado que existen unos cien mil millones de galaxias que podamos distinguir con nuestros instrumentos, podemos calcular cuántos planetas del tamaño de la Tierra existirían en el universo visible: la escalofriante cifra de dos mil millones de billones.

Después de darnos cuenta de que la galaxia podría estar repleta de planetas habitables, ya nunca podremos mirar el firmamento nocturno de la misma manera.

En cuanto los astrónomos los hayan identificado, el siguiente paso será analizar sus atmósferas en busca de oxígeno y vapor de agua, señales de vida y ondas de radio, que indicarían la existencia de una civilización inteligente. Este descubrimiento sería uno de los grandes hitos de la historia humana, comparable a la domesticación del fuego. No solo redefiniría nuestra relación con el resto del universo; además, cambiaría nuestro destino.

LA NUEVA EDAD DE ORO DE LA EXPLORACIÓN ESPACIAL

Estos apasionantes descubrimientos de exoplanetas, junto con las innovadoras ideas concebidas por una nueva generación de visionarios, están reavivando el interés público por los viajes espaciales. En un principio, lo que impulsó el programa espacial fue la Guerra Fría y la rivalidad entre las superpotencias. Al público no le importaba gastar la friolera de un 5,5 por ciento del presupuesto nacional en el programa espacial Apolo, pues estaba en juego el prestigio nacional. Pero esta febril competición no se podía mantener eternamente, y por fin la financiación se acabó.

Los últimos astronautas estadounidenses que pisaron la superficie de la Luna lo hicieron hace 45 años. Ahora, el cohete Saturn V y la lanzadera espacial están desmantelados y sus piezas se oxidan en museos y depósitos de chatarra, y sus historias languidecen en libros cubiertos de polvo. En los años siguientes, la NASA fue criticada como una «agencia para ir a ninguna parte», si bien se ha pasado décadas haciendo girar sus ruedas en el aire, yendo intrépidamente a donde nadie había llegado antes.

Pero la situación económica ha empezado a cambiar. El precio de los viajes espaciales, que antes era tan alto que podía dejar maltrecho el presupuesto de una nación, ha ido bajando poco a poco, en gran parte debido al influjo de energía, dinero y entusiasmo de un creciente grupo de empresarios. Impacientes ante la velocidad de glaciar de la NASA, multimillonarios como Elon Musk, Richard Branson y Jeff Bezos han estado abriendo sus chequeras para construir nuevos cohetes. No solo quieren obtener beneficios: también quieren hacer realidad sus sueños infantiles de viajar a las estrellas.

Ahora existe una voluntad nacional rejuvenecida. La cuestión ya no es si Estados Unidos enviará astronautas al planeta rojo, sino cuándo. El expresidente Barack Obama declaró que habría astronautas caminando por la superficie de Marte poco después de 2030, y el presidente Donald Trump le ha pedido a la NASA que acelere ese calendario.

Existe ya, en fase de primeras pruebas, una flota de cohetes y módulos espaciales capaces de emprender viajes interplanetarios, como el cohete transbordador SLS (Space Launch System) de la NASA, que contiene la cápsula habitable Orion, y el cohete transbordador Falcon Heavy de Elon Musk, con la cápsula Dragon. Estos harán el trabajo pesado, llevando a nuestros astronautas a la Luna, los asteroides, Marte e incluso más allá. De hecho, esta misión ha generado tanta publicidad y entusiasmo que la rivalidad va en aumento. Es posible que haya un atasco de tráfico alrededor de Marte, con diferentes grupos compitiendo por plantar la primera bandera en suelo marciano.

Hay quien ha escrito que estamos entrando en una nueva edad de oro del viaje espacial, en la que, después de décadas de indiferencia, explorar el universo será de nuevo una parte apasionante de la agenda de nuestras naciones.

Mirando hacia el futuro, podemos ver un esbozo de cómo la ciencia transformará la exploración espacial. Gracias a avances revolucionarios en una amplia gama de tecnologías modernas, ahora podemos especular de qué modo nuestra civilización podrá viajar algún día al espacio exterior, terraformar planetas y desplazarse de una estrella a otra. Aunque es un objetivo a largo plazo, ya es posible establecer un marco temporal razonable y calcular cuándo se alcanzarán ciertos hitos cósmicos.

En este libro me centraré en los pasos necesarios para lograr este ambicioso objetivo. Pero la clave para descubrir cómo se desarrollará nuestro futuro es comprender el conocimiento científico que hay tras estos milagrosos adelantos.

REVOLUCIONARIAS OLAS DE AVANCE TECNOLÓGICO

Dadas las vastas fronteras de la ciencia que hay frente a nosotros, puede resultar útil poner en perspectiva el panorama general de la historia humana. Si nuestros antepasados pudieran vernos ahora, ¿qué pensarían? Durante la mayor parte de nuestra historia hemos vivido de forma miserable, luchando en un mundo hostil e indiferente donde la expectativa de vida estaba entre los veinte y los treinta años. Casi todos éramos nómadas y cargábamos con nuestras posesiones a la espalda. Cada día era una batalla por conseguir comida y cobijo. Vivíamos con constante miedo a los feroces depredadores, a la enfermedad y al hambre. Pero si nuestros antepasados pudieran vernos hoy, con nuestra capacidad de enviar imágenes al instante por todo el planeta, con cohetes que pueden llevarnos a la Luna y más allá, y con automóviles que se conducen solos, pensarían que somos hechiceros y magos.

La historia revela que las revoluciones científicas vienen en oleadas, muchas veces estimuladas por los avances de la física. En el siglo XIX, la primera oleada de avances científicos y tecnológicos fue posible gracias a los físicos que formularon las teorías de la mecánica y la termodinámica. Esto permitió a los ingenieros producir la máquina de vapor, que condujo a la locomotora y a la revolución industrial. Este profundo cambio tecnológico elevó la civilización, librándola de la maldición de la ignorancia, el trabajo agotador y la pobreza, y nos introdujo en la era de las máquinas.

En el siglo XX, la segunda oleada fue encabezada por los físicos que desentrañaron las leyes de la electricidad y el magnetismo, que a su vez dieron paso a la era eléctrica. Esto hizo posible la electrificación de nuestras ciudades, con la aparición de las dinamos, los generadores, la radio, la televisión y el radar. La segunda oleada dio origen al moderno programa espacial, que nos llevó a la Luna.

En el siglo XXI, la tercera ola científica se ha manifestado en la alta tecnología, impulsada por los físicos cuánticos que desarrollaron el transistor y el láser. Estos han hecho posibles los superordenadores, la internet, las telecomunicaciones modernas, el GPS y la proliferación de diminutos chips que han penetrado en todos los aspectos de nuestras vidas.

En este libro me propongo describir las tecnologías que nos llevarán aún más lejos, cuando exploremos los planetas y las estrellas. En la primera parte hablaré de los esfuerzos por establecer una base permanente en la Luna y por colonizar y terraformar Marte. Para ello, tendremos que analizar la cuarta oleada científica, que engloba la inteligencia artificial, la nanotecnología y la biotecnología. El objetivo de terraformar Marte está por encima de nuestras posibilidades actuales, pero las tecnologías del siglo XXII nos permitirán convertir ese desierto estéril y helado en un mundo habitable. Consideraremos el uso de robots capaces de autorreplicarse, nanomateriales superligeros y superresistentes y cultivos genéticamente modificados para reducir drásticamente los costes y convertir Marte en un verdadero paraíso. Con el tiempo, iremos más allá de Marte y crearemos asentamientos en los asteroides y los satélites de los gigantes gaseosos, Júpiter y Saturno.

En la segunda parte, anticiparé un tiempo en el que seremos capaces de viajar más allá del sistema solar y explorar las estrellas cercanas. Una vez más, esta aspiración no está al alcance de nuestra tecnología actual, pero los avances de la quinta oleada tecnológica lo harán posible: nanonaves, velas láser, motores estatorreactores de fusión, máquinas de antimateria. La NASA ya ha financiado estudios sobre la física necesaria para hacer realidad los viajes interestelares.

En la tercera parte analizaré lo que se tendrá que hacer para modificar nuestros cuerpos de modo que nos permitan encontrar un nuevo hogar en las estrellas. Un viaje interestelar puede durar décadas e incluso siglos, así que tendremos que modificarnos genéticamente para sobrevivir durante largos periodos en el espacio profundo, tal vez prolongando la duración de la vida humana. Aunque la fuente de la juventud todavía no es posible, los científicos están explorando prometedores caminos que podrían permitirnos decelerar e incluso detener el proceso de envejecimiento. Nuestros descendientes podrían disfrutar de alguna forma de inmortalidad. Además, es posible que tengamos que modificar genéticamente nuestros cuerpos para prosperar en planetas lejanos con una gravedad, una composición de la atmósfera y una ecología distintas.

Gracias al Proyecto Conectoma Humano, que hará un mapa de todas las conexiones neuronales en el cerebro humano, algún día seremos capaces de enviar nuestros conectomas al espacio exterior, en rayos láser gigantes, eliminando muchos problemas del viaje interestelar. Yo lo llamo laserportación, y puede liberar nuestra conciencia para explorar la galaxia, e incluso el universo, a la velocidad de la luz, así que no tendremos que preocuparnos por los evidentes peligros del viaje interestelar.

Si nuestros antepasados de hace un siglo habrían creído que somos magos y hechiceros, ¿qué podemos pensar nosotros de nuestros descendientes del siglo que viene?

Muy probablemente consideraríamos que estos serán dioses griegos. Como Mercurio, serán capaces de surcar el espacio para visitar planetas cercanos. Como Venus, tendrán cuerpos perfectos e inmortales. Como Apolo, tendrán acceso ilimitado a la energía del Sol. Como Zeus, podrán dar órdenes mentales y sus deseos se harán realidad. Y, por medio de la ingeniería genética, serán capaces de conjurar animales mitológicos como Pegaso.

En otras palabras, nuestro destino es convertirnos en los dioses que antaño temíamos y adorábamos. La ciencia nos proporcionará los medios para dar forma al universo a nuestra imagen y semejanza. La pregunta es si tendremos la sabiduría de Salomón para acompañar este tremendo poder celestial.

Existe también la posibilidad de que establezcamos contacto con seres extraterrestres. Discutiré lo que podría ocurrir si encontráramos una civilización millones de años más avanzada que la nuestra, con la capacidad de viajar por la galaxia y alterar el tejido del espacio y el tiempo. Podrían ser capaces de jugar con los agujeros negros y utilizar los agujeros de gusano para viajar a mayor velocidad que la luz.

En 2016, la especulación sobre civilizaciones avanzadas extraterrestres llegó a un punto febril entre los astrónomos y los medios con el anuncio de que los primeros habían descubierto indicios de algún tipo de «megaestructura» colosal, puede que tan grande como una esfera de Dyson, orbitando alrededor de una estrella situada a muchos años luz de nosotros. Aunque la evidencia dista mucho de ser concluyente, los científicos se vieron por primera vez ante a un indicio de que pueda existir una civilización avanzada en el espacio exterior.

Por último, estudiaré la posibilidad de que debamos hacer frente no solo a la muerte de la Tierra, sino a la del universo mismo. Aunque nuestro universo es todavía joven, podemos prever un futuro lejano en el que nos acerquemos al Big Freeze, cuando las temperaturas se acerquen al cero absoluto y toda la vida, tal como la conocemos, deje de existir. En esos momentos, nuestra tecnología podría estar lo bastante avanzada para permitirnos salir del universo y aventurarnos en el hiperespacio hacia un nuevo universo más joven.

La física teórica (mi campo de estudio) admite la idea de que nuestro universo pueda ser una burbuja flotando en un multiverso de otros universos-burbuja. Puede que entre los demás universos de ese multiverso exista un nuevo hogar para nosotros. Al contemplar esa multitud es posible lograr que se nos revelen los grandes designios de un hacedor de estrellas.

Y así, algún día podrían hacerse realidad las fantásticas proezas de la ciencia ficción, que antes se consideraban subproductos de la sobreexcitada imaginación de algunos soñadores.

La humanidad está a punto de embarcarse en la que podría ser su mayor aventura, y los asombrosos y rápidos avances de la ciencia podrían permitirnos cruzar el vacío que separa las especulaciones de Asimov y Stapledon de la realidad. El primer paso que daremos en nuestro largo viaje comenzará cuando salgamos de la Tierra. Como dice el proverbio chino, un viaje de mil kilómetros comienza con el primer paso. El viaje a las estrellas comienza con el primer cohete.

cap-2

PRIMERA PARTE

Salir de la tierra

cap-3

1

Preparándonos para el despegue

Cualquiera que se siente encima del mayor sistema

de combustión de hidrógeno-oxígeno del mundo,

sabiendo que van a encenderlo por debajo, y no sienta un poco de aprensión, es que no comprende bien la situación.

JOHN YOUNG, ASTRONAUTA

El 19 de octubre de 1899, un chico de diecisiete años se subió a un cerezo y tuvo una epifanía. Acababa de leer La guerra de los mundos de H. G. Wells y le entusiasmaba la idea de que los cohetes pudieran permitirnos explorar el universo. Imaginándose lo maravilloso que sería construir un artefacto que tan solo hiciera posible viajar a Marte tuvo una visión: nuestro destino era explorar el planeta rojo. Cuando bajó de aquel árbol, su vida había cambiado para siempre. Aquel muchacho dedicó su vida al sueño de perfeccionar un cohete que hiciera realidad su visión. Durante el resto de su vida celebraría aquel 19 de octubre.

Se llamaba Robert Goddard, y acabaría perfeccionando el primer cohete multietapa con combustible líquido, poniendo en marcha acontecimientos que cambiaron el curso de la historia humana.

TSIOLKOVSKY, UN VISIONARIO SOLITARIO

Goddard fue uno de los pioneros que, a pesar del aislamiento, la pobreza y las burlas de sus colegas, siguieron adelante contra viento y marea y sentaron las bases del viaje espacial. Otro de los primeros de estos visionarios fue el gran científico ruso Konstantin Tsiolkovsky, que estableció las bases teóricas del viaje espacial y abrió el camino a otros, como Goddard. Tsiolkovsky vivió en la absoluta pobreza, era un consumado solitario y se ganaba a duras penas la vida como maestro de escuela. De joven se pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, devorando publicaciones científicas, aprendiendo las leyes de la mecánica de Newton y aplicándolas al viaje espacial.[1]Su sueño era viajar a la Luna y a Marte. Por sí solo, sin ayuda de la comunidad científica, desentrañó los cálculos matemáticos, físicos y mecánicos que hacían posibles los cohetes y calculó la velocidad de escape de la Tierra, es decir, la velocidad necesaria para escapar de la gravedad de la Tierra, que es de 40.000 kilómetros por hora, bastante más que los 24 kilómetros por hora que se podían alcanzar en sus tiempos con tiro de caballos.

En 1903 publicó su famosa ecuación, que nos permite determinar la velocidad máxima de un cohete, dado su peso y provisión de combustible. La ecuación revelaba que la relación entre velocidad y combustible es exponencial. En general se podría suponer que, si quieres duplicar la velocidad de un cohete, solo necesitas duplicar el combustible. Pero en realidad, la cantidad de combustible necesaria aumenta exponencialmente con el cambio de velocidad, de modo que para alcanzar un poco más de velocidad se necesitan enormes cantidades de propulsor.

Esta relación exponencial dejaba claro que serían necesarias cantidades ingentes de combustible para salir de la Tierra. Con esta fórmula, Tsiolkovsky fue capaz por primera vez de calcular la cantidad exacta de este que se necesitaría para llegar a la Luna, mucho antes de que su visión se hiciera realidad.

El principio filosófico por el que se regía Tsikolkovsky era «La Tierra es nuestra cuna, pero no podemos quedarnos en la cuna para siempre». Se identificaba con una filosofía llamada «cosmismo», que sostiene que el futuro de la humanidad es explorar el espacio exterior. En 1911 escribió: «Poner el pie en el suelo de los asteroides, levantar con la mano una piedra de la Luna, construir estaciones móviles en el espacio, organizar anillos habitados alrededor de la Tierra, la Luna y el Sol, observar Marte a una distancia de decenas de kilómetros, descender a sus satélites e incluso a la superficie del planeta… ¿Cabe mayor locura?».[2]

Aunque Tsiolkovsky era demasiado pobre para convertir sus ecuaciones matemáticas en modelos reales, el siguiente paso lo dio Robert Goddard, que sí construyó los prototipos que un día servirían de base para el viaje espacial.

ROBERT GODDARD, PADRE DE LA COHETERÍA

Robert Goddard empezó a interesarse por la ciencia de niño, presenciando la electrificación de su ciudad natal. Se convenció de que la ciencia iba a revolucionar todos los aspectos de nuestras vidas. Su padre fomentó este interés comprándole un telescopio, un microscopio y suscribiéndolo al Scientific American. Empezó a experimentar con cometas y globos. Un día, leyendo en la biblioteca, dio con los célebres Principia mathematica de Newton y aprendió las leyes del movimiento. No tardó en centrarse en la aplicación de las leyes de Newton a la construcción de cohetes.

Goddard dirigió sistemáticamente esta curiosidad hacia la creación de un instrumento científico utilizable, introduciendo tres innovaciones. Primero, experimentó con diferentes tipos de combustible y se dio cuenta de que su variante en polvo es ineficaz. Los chinos habían inventado la pólvora siglos atrás y la utilizaban en cohetes, pero se quema irregularmente, y por ello esos cohetes no pasaban de ser juguetes. Su primera muestra de brillantez fue sustituir el combustible en polvo por el líquido, que se podía controlar con precisión para que ardiera de manera limpia y uniforme. Construyó un cohete con dos depósitos, uno lleno de combustible (por ejemplo, alcohol) y otro lleno de oxidante, como oxígeno líquido. Estos líquidos pasaban por una serie de tubos y válvulas hasta llegar a la cámara de combustión, generando una explosión cuidadosamente controlada que podía propulsar un cohete.

Goddard se dio cuenta de que, a medida que el cohete ascendía hacia el cielo, sus depósitos de combustible se iban vaciando. Su siguiente innovación consistió en construir cohetes de varias etapas, que se desprendían de los depósitos de combustible vacíos y así se libraban de peso muerto por el camino, lo que aumentaba de forma considerable su alcance y eficiencia.

En tercer lugar, introdujo los giróscopos o giroscopios. Cuando se hace girar un giróscopo, su eje siempre apunta hacia la misma dirección, aunque lo cambiemos de posición. Por ejemplo, si el eje apunta hacia la estrella polar, lo seguirá haciendo en esa dirección aunque le demos la vuelta al aparato. Esto significa que una nave espacial que se desviara de su trayectoria podría alterar el funcionamiento de sus cohetes para compensar esta desviación y volver a la trayectoria original. Goddard comprendió que podía utilizar giróscopos para mantener la dirección de sus cohetes.

En 1926 hizo historia con el primer lanzamiento exitoso de un cohete con combustible líquido. Ascendió hasta 12 metros de altura, voló durante 2,5 segundos y aterrizó a 55 metros de distancia, en un campo de coles. (El sitio exacto es ahora un lugar sagrado para todos los ingenieros de cohetes, y está declarado lugar de interés histórico nacional.)

En su laboratorio del Clark College estableció la arquitectura básica para todos los cohetes químicos. Los atronadores colosos que hoy vemos lanzar desde sus plataformas son descendientes directos de los prototipos que él construyó.

OBJETO DE BURLAS

A pesar de sus éxitos, Goddard resultó ser un blanco ideal para las burlas de los medios. En 1920, cuando se corrió la voz de que estaba pensando seriamente en los viajes espaciales, The New York Times publicó sangrantes críticas que habrían terminado con un científico de menos categoría. «Ese tal profesor Goddard —se mofaba el Times—, con su “cátedra” en el Clark College […] no conoce el principio de acción y reacción, ni la necesidad de tener algo mejor que un vacío contra lo que reaccionar. Decir eso sería absurdo. Claro que parece que solo le faltan los conocimientos que se imparten a diario en la escuela secundaria.»[3]Y en 1929, después de haber lanzado uno de sus cohetes, el periódico local de Worcester publicó un humillante titular: «Cohete a la Luna falla el blanco por 238.799 millas y media». Está claro que el Times y otros no entendían las leyes newtonianas del movimiento y creían erróneamente que los cohetes no pueden moverse en el vacío del espacio exterior.

La tercera ley de Newton, que dice que por cada acción hay una reacción igual y en sentido contrario, gobierna el viaje espacial. Esta ley la conoce cualquier niño que haya inflado un globo, lo haya soltado y haya visto cómo el globo sale volando disparado en todas direcciones. La acción es la del aire que sale de repente del globo, y la reacción es el movimiento hacia delante del propio globo. De manera similar, en un cohete, la acción es la del gas caliente que sale por un extremo, y la reacción es el movimiento hacia arriba del cohete que lo expulsa, incluso en el vacío del espacio.

Goddard murió en 1945 y no vivió lo suficiente para ver la disculpa escrita por la dirección del The New York Times después de que el Apolo llegara a la Luna en 1969: «Ha quedado definitivamente demostrado —escribieron— que un cohete puede operar en el vacío y no solo en una atmósfera. El Times lamenta el error».

COHETES PARA LA GUERRA Y LA PAZ

En la primera fase de la era de los cohetes, soñadores como Tsiolkovsky trabajaron la física y las matemáticas del viaje espacial. En la segunda fase hubo personas como Goddard, que construyeron los primeros prototipos. En la tercera fase, estos científicos llamaron la atención de los gobiernos. Wernher von Braun tomó los bocetos, sueños y modelos de sus predecesores y, con ayuda del Gobierno alemán —y más tarde, del de Estados Unidos—, creó los cohetes enormes que pudieran llevarnos a la Luna.[4]

El más célebre de todos estos científicos nació aristócrata. El padre del barón Wernher von Braun fue ministro de Agricultura de Alemania durante la República de Weimar, y su madre podía remontar su linaje hasta las casas reales de Francia, Dinamarca, Escocia e Inglaterra. De niño, Von Braun era un competente pianista e incluso compuso algunas obras musicales. Podría haberse convertido en músico o compositor de renombre, pero su destino cambió cuando su madre le compró un telescopio. Quedó fascinado por el espacio. Devoraba libros de ciencia ficción y le entusiasmaban los récords de velocidad alcanzados por los vehículos impulsados por cohetes. Un día, cuando tenía doce años, desató el caos en las concurridas calles de Berlín al acoplar una serie de fuegos artificiales a un carro de juguete. A él le encantó que saliera disparado como un… bueno, como un cohete; pero a la policía no le impresionó tanto. Von Braun fue llevado a la comisaría, pero quedó libre gracias a la influencia de su padre. Tal como recordaba con orgullo años después: «Funcionó mejor que en mis sueños más descabellados. El carro daba bandazos como un loco, dejando una estela de fuego como un cometa. Cuando los cohetes se apagaron y terminaron su fogosa actuación con un magnífico trueno, el carro rodó majestuosamente hasta pararse».

Von Braun confesaba que nunca se le dieron bien las matemáticas. Pero su ambición de perfeccionar la ingeniería aeronáutica lo llevó a dominar el cálculo, las leyes de Newton y la mecánica del viaje espacial. Como le dijo una vez a un profesor, «Planeo viajar a la Luna».[5]

Se licenció en física y obtuvo su doctorado en 1934. Pero pasaba gran parte de su tiempo con los aficionados de la Asociación Berlinesa de Cohetes, una organización que utilizaba piezas de repuesto para construir y probar cohetes en un terreno baldío de 120 hectáreas a las afueras de la ciudad. Aquel año, la asociación probó con éxito un cohete que ascendió hasta tres kilómetros en el aire.

Von Braun podría haber sido profesor de física en alguna universidad alemana y escribir doctos artículos sobre astronomía y astronáutica, pero la guerra se encontraba a la vuelta de la esquina y toda la sociedad alemana, incluyendo las universidades, estaba siendo militarizada. A diferencia de su predecesor, Robert Goddard, que había pedido financiación al ejército estadounidense y le fue negada, Von Braun encontró una acogida totalmente diferente por parte del gobierno nazi. El Departamento de Artillería del ejército alemán, siempre en busca de nuevas armas de guerra, se fijó en Von Braun y le ofreció una generosa subvención. Su trabajo era tan confidencial que su tesis doctoral fue declarada secreta por el ejército y no se publicó hasta 1960.

Por lo que parece, Von Braun era apolítico. Su pasión eran los cohetes, y si el Gobierno estaba dispuesto a financiar su investigación, él estaba dispuesto a aceptarlo. El Partido Nazi le ofreció el sueño de su vida: dirigir un gigantesco proyecto para construir el cohete del futuro, con un presupuesto casi ilimitado y la colaboración de la flor y nata de la ciencia alemana. Von Braun aseguraba que el hecho de que le ofrecieran afiliarse al Partido Nazi e incluso a las SS era un rito de transición para los empleados del Gobierno y no un reflejo de su ideología política. Pero cuando haces un trato con el diablo, el diablo siempre pide más.

LA APARICIÓN DEL V-2

Bajo la dirección de Von Braun, los garabatos y bocetos de Tsiolkovsky y los prototipos de Goddard se convirtieron en el misil balístico Arma de Represalia 2, una revolucionaria arma de guerra que aterrorizó Londres y Amberes, volando en pedazos manzanas enteras de las ciudades. El V-2 era increíblemente potente. Dejaba en la insignificancia los cohetes de Goddard, que a su lado parecían juguetes. El V-2 medía 14 metros de altura y pesaba 12.800 kilos. Podía viajar a la vertiginosa velocidad de 5.700 kilómetros por hora y alcanzaba una altitud máxima de casi 100 kilómetros. Chocaba contra el blanco a tres veces la velocidad del sonido, por lo que no daba ningún aviso, aparte de un doble chasquido al romper la barrera del sonido. Y tenía un alcance operativo de 320 kilómetros. No se podían tomar medidas defensivas, porque ningún humano podía detectarlo y ningún avión podía alcanzarlo.

El V-2 estableció una serie de récords mundiales, reduciendo a la nada todos los logros pasados en cuestión de velocidad y alcance para un cohete. Fue el primer misil balístico de largo alcance. Fue el primer cohete que rompió la barrera del sonido. Y lo más impresionante: fue el primer cohete que traspasó los límites de la atmósfera y entró en el espacio.

El Gobierno británico estaba tan desconcertado por esta arma innovadora que no tenía palabras para ella. Inventaron la historia de que todas aquellas explosiones se debían a conductos de gas defectuosos. Pero como era evidente que la causa de las terribles explosiones venía del cielo, el pueblo se refería sarcásticamente a ella como «tuberías de gas voladoras». Solo después de que los nazis revelaran que estaban utilizando una nueva arma de guerra contra los británicos, Winston Churchill reconoció por fin que Inglaterra estaba siendo atacada con cohetes.

De pronto parecía que el futuro de Europa, y la misma civilización occidental, podía depender del trabajo de un pequeño y aislado grupo de científicos dirigidos por Von Braun.

LOS HORRORES DE LA GUERRA

El éxito de las avanzadas armas alemanas tuvo un coste humano tremendo. Se lanzaron más de 3.000 cohetes V-2 contra los aliados, que provocaron 9.000 muertes. Se calcula que la mortandad fue aún mayor —por lo menos de 12.000— entre los prisioneros de guerra que construían los cohetes V-2 en campos de trabajo esclavo. El diablo reclamaba su paga. Von Braun se dio cuenta demasiado tarde de que la situación se le había escapado de las manos.

Quedó horrorizado cuando visitó los talleres donde se construían los cohetes. Un amigo de Von Braun citaba estas palabras suyas: «Es infernal. Mi reacción espontánea fue hablar con uno de los guardias de las SS, que me dijo con descarada aspereza que me ocupara de mis asuntos o me vería yo también con el mismo mono a rayas […] Me di cuenta de que cualquier intento de razonar a nivel humano sería completamente inútil». Otro colaborador, cuando le preguntaron si Von Braun había criticado alguna vez aquellos campos de muerte, respondió: «En mi opinión, si lo hubiera hecho, lo habrían fusilado al instante».

Von Braun se convirtió en un peón del monstruo que había ayudado a crear. En 1944, cuando el desempeño de la guerra pasaba algunos apuros, se emborrachó en una fiesta y dijo que la guerra no estaba yendo bien. Lo único que él quería era trabajar en cohetes. Lamentaba estar trabajando en aquellas armas de guerra en lugar de en una nave espacial. Por desgracia, había un

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