Cero. La visita a los abuelos
Un día, hace años, estuve en Atapuerca y al volver a casa, cuando me preguntaron que de dónde venía, dije:
—De ver a los abuelos.
Aquella experiencia cambió mi vida. Regresé convencido de que entre los habitantes supuestamente remotos del conocido yacimiento prehistórico y yo había una proximidad física y mental extraordinaria.
Lo sentí como se siente una llaga.
Los siglos que nos separaban eran calderilla frente a los milenios que nos unían. Los seres humanos hemos pasado el noventa y cinco por ciento de nuestra existencia en la Prehistoria. Acabamos de aterrizar, como el que dice, en este lapso brevísimo de tiempo que llamamos Historia. Significa que la escritura, por ejemplo, se inventó ayer, aunque tenga cinco mil años. Si cerraba los ojos y alargaba el brazo, podía tocar las manos de los antiguos habitantes de Atapuerca y ellos podían tocar las mías. Ellos estaban en mí ahora, pero yo ya estaba en ellos entonces.
El descubrimiento me trastornó.
La Prehistoria no solo no era un asunto del pasado, sino que gozaba de una actualidad conmovedora. Los hechos de aquella época me concernían más que los de mi siglo porque lo explicaban mejor. Me hice, pues, con una biblioteca básica sobre el asunto y comencé a leer. Como es habitual, cuanto más aprendía más se ensanchaba mi ignorancia. Leía y leía sin desfallecer porque el Paleolítico era una droga y el Neolítico eran dos drogas y los neandertales eran tres drogas, y yo me hallaba al borde de la politoxicomanía cuando comprendí que, dadas mi edad y mis limitaciones intelectuales, jamás llegaría a saber lo suficiente como para escribir un libro original, que era lo que me había propuesto desde mi viaje a Atapuerca.
¿Qué clase de libro?
Ni idea. A ratos era una novela, a ratos un ensayo, a ratos un híbrido entre el ensayo y la novela. A ratos, un reportaje o un largo poema.
Renuncié a mi objetivo, aunque no a la droga.
Entre tanto, sucedían cosas. Publiqué una novela, por ejemplo, que me invitaron a presentar en el Museo de la Evolución Humana, vinculado al yacimiento de Atapuerca, en Burgos. Conocí entonces al paleontólogo Juan Luis Arsuaga, director científico del museo y codirector del yacimiento. Arsuaga tuvo la amabilidad de hacerme una visita guiada de la institución que gobernaba. Algunos de sus libros habían formado parte de mi biblioteca básica sobre la Prehistoria o la evolución, y los había leído con avaricia, aunque no siempre con el provecho que se merecían, pues el paleontólogo no hace muchas concesiones cuando escribe. En otras palabras, no siempre me resultaba fácil colocarme como lector a la altura de Arsuaga como autor.
Como narrador oral, en cambio, me pareció atrevido, seductor, ágil. Lo escuchaba literalmente embobado porque cada dos o tres frases perpetraba un acierto expresivo admirable. Deseé adueñarme de ese discurso, que de algún modo era el mío. Observé además que para hablar de la Prehistoria mencionaba el presente del mismo modo que para referirse al presente departía sobre la Prehistoria. Borraba, en fin, las fronteras abusivas que la educación tradicional ha instalado en nuestras cabezas respecto de esos dos periodos y reforzaba, sin saberlo, mi sentimiento de proximidad con nuestros antepasados. Advertí, escuchándolo, que había entre aquello y esto un continuum en el que yo estaba atrapado emocionalmente, pero que me costaba articular de forma racional.
Pasó otro año durante el que seguí leyendo y leyendo hasta lograr, creo, abrir grietas en el fino cristal que me separaba de mis ancestros prehistóricos.
En el cristal que me separaba de mí mismo.
Publiqué otra novela y me las arreglé para que de nuevo me invitaran a presentarla en el Museo de la Evolución Humana. Pedí también a mis editores que me organizaran, si fuera posible, una comida con Arsuaga.
Comimos.
En el segundo plato, gracias al valor obtenido de la ingesta de tres o cuatro copas de Ribera del Duero, decidí ir al grano.
—Oye, Arsuaga, tú eres un narrador oral formidable. Para las personas ignorantes como yo, te explicas mejor cuando hablas que cuando escribes.
—Eso se lo debo a las clases —apuntó él—. Tienes que inventar mil recursos para que los alumnos no se duerman.
—El caso —seguí— es que tú y yo podríamos asociarnos para hablar de la vida.
—¿Asociarnos cómo? —preguntó.
—De la siguiente manera: tú me llevas a un sitio, al que quieras: a un yacimiento arqueológico, al campo, a una maternidad, a un tanatorio, a una exposición de canarios…
—¿Y?
—Y me cuentas lo que estamos viendo, me lo explicas. Yo hago mío tu discurso. Lo digiero, selecciono sus materiales, los articulo y los pongo por escrito. Creo que levantaríamos un gran relato sobre la existencia.
Arsuaga se sirvió una copa de vino, calló unos instantes y luego continuamos comiendo y hablando de la vida: de nuestros proyectos, de nuestros gustos y disgustos, de nuestras frustraciones… Me pareció que no le había interesado mi propuesta y que fingía no haberla escuchado.
Bueno, me resigné, seguiré intentándolo por mi cuenta.
Pero cuando llegó el café, me miró atentamente, sonrió de un modo un poco enigmático y dio un golpe en la mesa con la palma de la mano al tiempo que decía:
—Lo hacemos.
Y lo hicimos.
Uno. El florecimiento del piorno
—Esto es el gamón, la planta de los Campos Elíseos. Si un día te despiertas rodeado de gamón, es que estás muerto.
Observo los pétalos blancos de la herbácea, que se abren como una alucinación ante mis ojos, y me pregunto, dada la abundancia de estas flores, si no estaremos muertos el señor que me acaba de hablar y yo. El señor es Juan Luis Arsuaga, un paleontólogo. Yo soy Juan José Millás, un paleontologizado.
La sugestión de haber fallecido me da ánimos para seguir al científico, que se introduce ahora en las intimidades de una vegetación de escasa altura bajo la que se ocultan las irregularidades de un suelo sobre el que no resulta fácil mantenerse en pie. Ascendemos hacia la parte alta de una pequeña depresión en forma de uve por cuyo fondo discurre un riachuelo. Arsuaga recorre con agilidad un sendero casi invisible que se abre entre las flores. Yo procuro pisar donde ha pisado él, pero no siempre acierto, de manera que tropiezo y pierdo la posición vertical, y me levanto sin pronunciar un ay para evitar que se vuelva y me sorprenda en una postura humillante.
Al fin llega arriba del todo, donde se detiene y espera a que lo alcance para mostrarme un conjunto rocoso de granito que evoca el escenario de un gran teatro. Su telón está formado por una cascada de agua transparente. El ojo ve; el oído oye; el interior de la nariz se humedece; la piel reacciona con un movimiento de gratitud a la fina lluvia horizontal que se desprende del salto de agua y nos refresca. Todos los sentidos se ponen en guardia, pues hay desafíos para los cinco y para más, si dispusiéramos de ellos.
¿A qué hemos venido aquí? En principio, a ver la cascada, quizá también a que la cascada nos vea a nosotros. Por un instante, bajo el sol magnífico de las cinco de la tarde de un 14 de junio, advierto el divorcio experimentado a lo largo de mi vida con la naturaleza. Noto cómo los sentidos encargados de percibir el temblor de fondo de esa naturaleza, atrofiados por la falta de uso, se despiertan para proporcionarme unos segundos, quizá unas décimas de segundo, de enorme acuerdo conmigo mismo y con mi entorno.
Hola, cascada, digo sin despegar los labios. Bienvenido, Juanjo, me responde ella telepáticamente.
Tal vez, después de todo, sí esté muerto.
Lo cierto es que no recuerdo una combinación semejante de estímulos: el del aroma de las numerosas plantas; el de su variedad cromática; el de la frescura sonora de la cortina de agua; el de la novedad de respirar un aire sin plomo; el del rumor provocado por el aleteo de los insectos… Me viene a la memoria, qué le vamos a hacer, un anuncio de perfumes. Cada uno, incluso en el más allá, es víctima de sus referencias. Ahora bien, en esta ocasión no me encuentro en el sofá, delante de la tele, en esta ocasión estoy dentro del anuncio, como si me hubieran administrado un ácido. Nos hallamos en las profundidades de un templo sin paredes.
—¿Y qué es la naturaleza sino un templo? —supongo que habría dicho Arsuaga de haber abierto la boca.
Habíamos ido a presentar nuestros respetos a la cascada, pero también, y sobre todo, a ser testigos de la floración del piorno, una planta baja de cuyo tallo brota en esta época del año una flor de diferentes tonos amarillos que proporciona al paisaje el resplandor insólito de un Rothko.
Por un momento, la vida dejó de tener un lado siniestro, un costado amenazador. La vida, en ese instante, devino en puro desplazamiento y yo formaba parte de él, del desplazamiento de la vida. Así, mis ideas eran a ratos amarillas como el piorno, y a ratos blancas como el gamón, y moradas a ratos como el cantueso, pero verdes también, como la hierba o las espigas que salpicaban el paisaje. Y cada color ofrecía una variedad infinita de modulaciones por las que mi mente se desplazaba con la lentitud de la sombra de una nube sobre la retama.
El florecimiento del piorno.
Dentro de un mes, quizá antes, cuando el sol comenzara a apretar, aquellas tonalidades amarillas perecerían con la grandeza con la que muere lo pequeño.
—No hay nada como escaparse del colegio —dijo entonces Arsuaga.
Y así era. Nos habíamos escapado del colegio, pues a esa hora de aquel 14 de junio él debía estar en la Complutense, creo, corrigiendo exámenes, y yo en mi casa, intentando escribir las primeras líneas de una novela cuyos personajes me reclamaban desde hacía meses. En cambio, nos encontrábamos en el puerto de Somosierra, a unos noventa y cinco kilómetros de Madrid y a unos mil quinientos metros de altura, disfrutando de un asueto imprevisto.
—Aquí hubo, hace unos doscientos cincuenta millones de años, una cordillera tan alta como el Himalaya que se fue erosionando. Lo que vemos ahora son sus raíces —me ilustra el paleontólogo mientras emprendemos el camino de vuelta—. Este paisaje, muy reciente, es el resultado del abandono de la ganadería. El matorral echa a perder el pasto. En España —añade sin darse un respiro— hay dos grandes periodos: el primero va desde el Neolítico hasta 1958, con los planes de desarrollo de los tecnócratas del Opus. El campo hasta entonces era un sitio lleno de gente, lleno de voces, la vida en el campo no era triste, había niños. El campo era como una calle. En 1970 el campo se había vaciado, no quedaba nadie. Ningún país europeo tiene más del cinco por ciento de población agraria.
—Claro —asentí yo mirando de no tropezar.
—Por cierto, se me olvidó decirte que tienes que leer un libro que se titula Por qué me comí a mi padre.
—Vale, de qué va —pregunté, como si el título no lo resumiera.
—Tú léelo. Es de Roy Lewis. Mira qué robles. Aquí cerca hay también un bosque de abedules.
Dos. Todo es neandertal aquí
Volví a encontrarme con Arsuaga un par de semanas más tarde. Entre tanto, la sugestión de haber muerto iba y venía, pero cuando venía la disimulaba delante de mi familia y de mi entorno. Me hice el vivo, llevé vida normal y seguí enviando mis artículos a los periódicos para los que trabajo. Muchos estaban escritos como desde el más allá, aunque ningún lector me lo hizo notar. He de añadir que la existencia, durante aquellos días, cobró una luz insólita, además de un significado del que antes carecía.
El paleontólogo me había recogido a la puerta de mi casa poco antes del mediodía y ahora viajábamos en su Nissan hacia la sierra de Madrid.
—Te voy a dar una sorpresa —dijo.
Conducía él para que yo pudiera tomar notas en un cuaderno pequeño, de tapas rojas, que compré hace años en una librería de Buenos Aires y que reservaba para escribir un poema genial que parecía que iba a llegar y que no llegó. Ya ni lo espero.
Fuimos un rato en silencio, escuchando la radio, donde desmintieron un bulo que había circulado acerca de un personaje conocido.
—Somos una especie cotilla —apuntó Arsuaga a propósito de la noticia—, aunque el cotilleo está desprestigiado porque se asocia al chisme, y son cosas distintas. El chisme sirve para controlar la jefatura. Cuando un dirigente hace algo que contradice el pensamiento convencional, es víctima del chisme. ¿Cómo crees que se acabaron en la evolución las jerarquías basadas en la fuerza?
—Ni idea —dije.
—Acabaron gracias a las pedradas. Somos la única especie que lanza objetos con precisión. Los hombres prehistóricos desarrollaron esa capacidad que no está en los chimpancés. La puntería ha sido esencial en la evolución. Desarrolla el sistema nervioso y la musculatura. La razón por la que los chimpancés no tallan no es de orden cognitivo, es que carecen de la coordinación necesaria.
El paleontólogo volvió la cabeza y me miró como para averiguar si le seguía. Yo hice un gesto leve hacia la carretera para recordarle que el que conducía era él. Cuando de nuevo me ofreció su perfil, comprobé que es un perfil de pájaro en el que destaca la nariz. Hace tiempo, creo que en la radio, le escuché decir que la nariz proyectada es un rasgo específico del rostro humano. El resto de los primates la tiene chata. Desde entonces siempre observo con cierta extrañeza este apéndice de la gente, también el mío al mirarme en el espejo. Se trata, si uno se fija bien, de un añadido curioso. Un pegote en medio de la cara. La nariz de Arsuaga, como decía, le proporciona un aire de pájaro. Sus dientes, ligeramente desorganizados, contribuyen a este efecto. También su pelo, blanco y revuelto como la cresta de algunas aves tropicales.
El paleontólogo suspiró, sonrió con expresión de nostalgia, y continuó hablando:
—Los historiadores no tienen suficientemente en cuenta esta capacidad para lanzar piedras. Una pedrada en el cráneo de una hiena la mata. Los perros huyen cuando nos agachamos como para coger una piedra porque una pedrada en la boca los deja sin dientes. El lanzamiento de piedras es una cosa muy seria. No te sirve de nada ser el más bruto, si los demás miembros del grupo saben lanzar piedras.
—David contra Goliat —se me ocurrió.
—Ahí lo tienes —continuó él—. La fuerza fue sustituida por la política gracias a las piedras. Los chismes son nuestras piedras. Acaban con la reputación de alguien y lo inhabilitan para convertirse en jefe.
—¿Y el cotilleo?
—El cotilleo es una forma de coerción que impide que alguien se desvíe de la norma. Es muy opresivo, sobre todo en las comunidades pequeñas. Mira cómo está la retama. La jara, en cambio, ya no.
Entramos en el valle del Lozoya, por el que discurre el río del mismo nombre, en la sierra de Guadarrama, al noroeste de la Comunidad de Madrid.
—La sierra de Guadarrama —dijo cambiando de conversación— no es la más alta ni la más bella, pero sí la más culta. Todos los poetas y pensadores del regeneracionismo han escrito sobre ella. Los regeneracionistas no eran escritores de café, estaban ligados a la naturaleza. Son lo mejor de la cultura española del siglo XX. Tras la Guerra Civil, el campo y el deporte empezaron a estar mal vistos. Un intelectual, después de la guerra, no iba al campo. Mira a tu derecha: aquello es Peñalara.
Miré a mi derecha y de paso, furtivamente, eché un vistazo al reloj. Ya era la hora de comer, pero el paleontólogo no daba muestras de dirigirse a ningún restaurante. Cuando no como a mi hora, la caída del azúcar o de los carbohidratos, no sé, la caída de algo dentro de mi sistema endocrino me pone de mal humor, de manera que me costaba atender a lo que decía.
Pero en esto, tras dejar atrás un pueblo pequeño, de nombre Lozoya, entramos, literalmente hablando, en el paraíso.
Ante mis ojos se manifestó un paraje que no es de este mundo.
¿Otra prueba de que estamos muertos?
El sol, que se encontraba en lo más alto de su recorrido, provocó una borrachera de luz que excitaba los sentidos, dando lugar a una percepción como de realidad aumentada, quizá de sueño lúcido. Abrí la ventanilla del coche y al respirar respiré luz, sudé luz, la luz penetraba por mis poros, alcanzaba mis huesos, atravesaba su tuétano, salía por mi espalda y seguía su camino hacia el centro de la tierra, donde quizá devenga en una luz oscura que ilumine de forma inversa sus entrañas. No había nadie a nuestro alrededor, ningún coche, ninguna moto, ninguna bicicleta. De vez en cuando una sombra con forma de pájaro rasgaba la materia silenciosa de la que está hecho el aire.
—¿Estamos en el Valle Secreto? —pregunté.
—Sí —dijo el paleontólogo—, el valle de los Neandertales. Se le llama secreto porque está muy aislado.
Me había hablado de él en el encuentro anterior, prometiéndome que un día me llevaría a verlo. Para mí significaba visitar a los abuelos, pues soy neandertal. Lo sé desde el colegio porque los niños sapiens, que eran unos cabrones, me miraban raro. Tenía que llevar a cabo unos esfuerzos heroicos para ocultar mi neandertalidad, así que me pasaba la vida observándolos para imitar su comportamiento y no me quedaba tiempo para dedicarme al estudio. Suspendía todo, lo que me volvía más neandertal, si cabe. Mi familia, a simple vista, no parecía neandertal, por lo que deduje enseguida que era adoptado, un adoptado idiota, claro, hasta que tropecé en la tele con un programa de neandertales y me reconocí en el protagonista, que parecía una copia de mí o yo de él. Mis padres no se dieron cuenta de nada. Papá, que era un sapiens sapiens de los de pura cepa, dijo que menos mal que el hombre había logrado escapar de aquella condición.
«¿Por qué?», pregunté yo.
«Porque los neandertales —dijo él— carecían de capacidad simbólica».
No me atreví a preguntar en qué consistía la capacidad simbólica, pero consulté la enciclopedia y aprendí lo que era un símbolo. Las banderas, por ejemplo. A mí me parecían unos símbolos de mierda, pero fingí interesarme por ellas para hacerme pasar por sapiens. Estábamos rodeados de símbolos. El collar de perlas Majorica de mi madre, por poner otro ejemplo, también era un símbolo (de estatus). Averigüé asimismo que los neandertales y los sapiens habían intercambiado todo tipo de materiales, incluido el genético. Al principio, los sapiens daban a los neandertales collares de vidrio a cambio de comida porque a los sapiens les gustaba la gastronomía mientras que a los neandertales les fascinaba el resplandor. Al carecer de capacidad simbólica, pensaba yo, ignoraban el significado de ese resplandor, pero se quedaban encandilados con él. El caso es que de tanto intercambiar objetos, y como el roce hace el cariño, los neandertales y los sapiens empezaron a meterse en la cama juntos. Los sapiens, que eran los listos, lo hacían por vicio, mientras que los neandertales, más ingenuos, se acostaban por amor. Y ahí es donde comenzó el intercambio genético.
En mi calidad de neandertal pasé una adolescencia muy dura, pues no quería a las chicas por su dinero (la ausencia de capacidad simbólica me impedía apreciar el valor de los billetes de banco), sino por su resplandor. Pero a ellas les gustaban los jóvenes con capacidad simbólica, es decir, que conocieran el significado de poseer un Renault. No había manera de intercambiar material genético con ninguna. Aceptaban que las invitara a merendar, pero cuando les ofrecía una porción de semen salían corriendo.
Fue duro, todavía lo es. Continúo fingiendo que entiendo a los sapiens, que formo parte de ellos, pero la verdad es que sufro como un perro porque el sapiens ha llevado sus capacidades intelectuales hasta extremos difíciles de imitar.
El paleontólogo, en fin, me había traído de vuelta a casa. Esta era la sorpresa, supongo, de la que me había hablado al salir.
El espectáculo te dejaba sin respiración. Parecía un valle platónico, un valle arquetípico, un valle hiperreal.
Parecía EL VALLE.
—¿Tú te puedes creer que esto exista? —murmuró apagando el motor.
Abandonamos el coche en silencio. El paleontólogo había traído un paraguas que abrió para protegerse del sol, y comenzó a subir una suave pendiente en busca de una perspectiva más amplia.
—Mira —dijo mostrándome una planta—, esto es el gordolobo. Se utilizaba para pescar. Lo echaban a una poza como la que forma el río ahí abajo y los peces subían medio muertos. Observa cómo están los escaramujos. Y las amapolas. Las amapolas. La amapola es mi flor. Este rojo es inexplicable. Y no te pierdas la jarilla.
A medida que nombraba las plantas, las acariciaba suavemente con la yema de los dedos de la mano izquierda, sin dejar de sostener el paraguas con la derecha. Por mi parte, donde antes solo apreciaba un conjunto indiferenciado de vegetación, ahora, además de gordolobos, escaramujos y amapolas, veía conejitos y chupamieles y lino silvestre, de donde deduje que la palabra, como venía sospechando desde hacía tiempo, es un órgano de la visión. De una visión, en este caso, ampliada, porque allá donde volvía los ojos, descubría un fulgor insólito. Una simple abeja, con la cabeza hundida en los penetrales de una flor, devenía en una exhibición biológica extraordinaria.
—Los occidentales no entendemos nada —escuché decir a Arsuaga hablando más consigo mismo que conmigo.
El hombre del paraguas ascendía con ademanes de pájaro hacia un calvero que sobresalía de la superficie de la tierra como la tapa de los sesos de una calavera mal enterrada. Pensé en un mar de piedra.
—Pura caliza —me leyó el pensamiento—. Por eso hay tantas cuevas, por la caliza.
—¿A qué altura estamos?
—A mil cien metros. Este es un valle tectónico, no un valle fluvial.
—¿Cuál es la diferencia?
—En el tectónico el río se adapta al valle porque no lo ha creado él, lo crearon la orogenia y la tectónica. El Sistema Central es una alineación elevada de la que nacen ríos que van a parar al Tajo y al Duero. Son valles transversales. Los ríos excavan su cauce y descienden luego hacia el centro de las dos mesetas. Así se forma la red fluvial. Decimos que este valle es invisible porque no se ve desde ningún lugar de la sierra. Aquel paso es el Malangosto, por ahí andaba el Arcipreste de Hita, que era el párroco de Sotosalbos. Ahí es donde se encuentra con la serrana peluda como un oso con la que tiene que yacer para que le deje pasar. Era el peaje. Aquí había osos.
Nos desplazamos sobre el mar de piedra, sobre las tapas de las calaveras, a pleno sol, Arsuaga protegido por su paraguas. Cada calvero contiene un yacimiento prehistórico.
—Aquí —dijo— ha habido mucha biodiversidad porque hay agua y hay varios pisos de vegetación. Fíjate bien: junto al río están los fresnos; luego, los robles; después tienes el pinar y, por encima, un piso de matorral alpino. Finalmente, arriba del todo, el césped alpino. Ascender por un puerto de montaña es como viajar hacia el Polo. Esto se llama disyunción ártico-alpina.
Llegamos a los yacimientos prehistóricos, cubiertos por enormes sábanas de plástico que parecen sudarios.
—Aún no ha empezado la temporada de las excavaciones —explicó Arsuaga—, por eso los tenemos tapados.
Le pregunté si podíamos levantar el plástico y entrar en una de las cuevas cuyo interior se vislumbra a través de él, y negó con expresión de censura.
—Estas cuevas —añadió— estaban petadas. En los yacimientos hemos encontrado leones. El león está en la cúspide de la cadena alimenticia, de modo que, cuando hay leones, hay bisontes, caballos, gamos, uros, jabalíes…, lo que quieras. Hay de todo. Es un sitio muy favorable para los humanos porque los animales no tienen escapatoria. Puedes acorralarlos. Lo peor para la caza es la estepa, a menos que sepas montar a caballo. Castilla era entonces el desierto del Gobi.
—¿Y los neandertales dónde están?
—Todo es neandertal aquí. Mira, una cueva que no tiene techo, aunque lo tuvo. Estamos hablando de hace cincuenta mil años. Aquí hemos encontrado los dientes de una niña neandertal y cráneos de animales con cuernos que en realidad eran trofeos, pues su conservación no respondía a un comportamiento utilitario, sino de orden ritual.
—¿Comportamiento simbólico?
—No cabe otra explicación.
Me pregunto: ¿de dónde rayos sacó entonces mi padre que los neandertales carecían de capacidades simbólicas? Me hice escritor para fingir que disponía de ellas y resulta que las tenía de verdad.
En un arranque de emoción, estuve a punto de hablarle al paleontólogo de mi neandertalidad, pero me reprimí porque apenas nos habíamos visto un par de veces y no quería causar mala impresión tan pronto.
En estas, nos detuvimos junto a unas rocas que parecen proceder de un desprendimiento. Me explicó:
—La roca hacía de visera, de cornisa, y creaba un abrigo semejante al de la marquesina de un autobús. Como ves, la visera se desplomó, estas piedras son sus restos. Debajo de ella, aquí mismo, había un campamento neandertal. Hablamos de hace unos setenta mil años. Aquí hacían fuego y consumían. Devoraban las presas hasta la última caloría. Un bisonte quedaba reducido a un conjunto de huesos. Aquí tallaban también utilizando una técnica bastante compleja conocida como el método Levallois o Núcleo Preparado.
Mientras describía minuciosamente el método, al que no prestaba atención en defensa propia, observé el lugar y por un instante vi el campamento neandertal en todo su detalle. Lo vería, aunque cerrara los ojos, porque la escena sucedió al mismo tiempo dentro y fuera de mi cabeza. Lo primero que advertí es que bajo aquella cornisa que les sirve de abrigo no hay lunes ni martes ni miércoles, ni siquiera domingos por la tarde, ¡qué bien! No hay enero ni febrero ni marzo, ni navidades, claro. Tampoco son las doce del mediodía ni las tres de la tarde porque no se han inventado las horas, bastante tienen con hacer fuego, curtir las pieles que los protegerán del frío, y preparar los utensilios para la caza.
Hay un grupo de hombres y mujeres de todas las edades. Viejos, jóvenes, bebés, personas de mediana edad. Influido por la lectura de un libro del propio Arsuaga, me fijo en una neandertal adolescente que intenta extraer el tuétano del hueso de un herbívoro. La chica deposita el hueso sobre una piedra plana, que utiliza a modo de yunque, y lo golpea con una piedra redonda. Al principio, hueso y piedra resbalan, pero después de algunos intentos el fémur (si es un fémur) del bisonte (si es un bisonte) se astilla y la chica accede a su médula, que constituye un chute calórico brutal.
La voz del paleontólogo me sacó de mi ensimismamiento:
—Aquí había mucha caza, pero no había sílex para fabricar armas, de modo que se adaptaron a lo que tenían, que era cuarzo. El cuarzo es una mierda, pero le sacaban un partido increíble con el método de talla que acabo de explicarte.
—Ya —dije asintiendo exageradamente, para que no se notara mi falta de atención.
—Y ahora —añadió Arsuaga— vamos a ir al puerto de Cotos y nos vamos a tomar unos judiones de La Granja y un par de huevos fritos en el restaurante de mi amigo Rafa. Después bajaremos por el otro lado de la sierra y así completaremos el circuito.
Se me había olvidado el hambre, pero al nombrar los judiones los vi también en mi cabeza, igual que los huevos, a los que añadí por mi cuenta unas patatas fritas.
Mientras bajábamos hacia el coche, le pregunté cuándo podría entrar en uno de los yacimientos.
—Lo que no has pillado todavía —dijo debajo de su paraguas africano— es que la Prehistoria no está en los yacimientos, eso es lo que se creen los ignorantes. La Prehistoria no se ha ido, mira a tu alrededor, está aquí, por todas partes. La llevamos tú y yo dentro. En los yacimientos solo hay huesos. La Prehistoria está en el animal que pasa como una sombra.
La cerveza está fría y los judiones, en su punto.
—¿Qué es lo que define a una especie? —pregunto.
—Pregúntate primero por qué hay especies —dice Arsuaga.
—¿Por qué hay especies?
—Hay especies porque lo decides tú. En la naturaleza todo fluye, no hay nada estático.
—Pero habrá un consenso científico, supongo, respecto a lo que llamamos especie.
—Si te empeñas, llamamos especie a lo que es reconocido como diferente y no hibrida, aunque luego, en la naturaleza, se cruzan los coyotes con los chacales.
—¿El neandertal es una especie diferente del sapiens?
—Eso lo decides tú. ¿Están o no están buenos los judiones?
—¿Cómo voy a decidirlo yo?
—¿Cuándo una villa es una ciudad? ¿Cuándo una colina es una montaña? ¿Cuándo una ola pequeña es una ola grande?
—Vale, pero ¿el neandertal es una especie o no? ¿Tú qué decides?
—Si insistes, yo decido que sí. Vamos a pedir otra cerveza.
—Sin embargo, se hibridó con el sapiens.
—El español no es árabe, pero decimos almohada. Eso es un préstamo lingüístico. Los préstamos genéticos son como los préstamos lingüísticos. No es lo mismo una hibridación que un préstamo.
—Ya.
—No te empeñes: la naturaleza no está hecha para las categorías humanas. Había animales antes de los zoólogos, aunque algún zoólogo lo negará. Nos pasamos la vida categorizando. Mira, ahí vienen los huevos, verás qué huevos.
El paleontólogo se echa hacia atrás en un gesto que intenta abarcar el paisaje, pues nos hallamos fuera, en la terraza del restaurante de su amigo Rafa, a la sombra de un pino.
—¿Vivimos o no vivimos como ricos? —pregunta con una sonrisa maliciosa.
Tres. Lucy in the sky
Al llegar el verano, el paleontólogo se fue a sus excavaciones y yo me retiré a mis escrituras temiendo, claro, que la separación, tan larga, deviniera definitiva. Arsuaga no es hombre de muchos correos electrónicos, ni de mucho contacto telefónico, ni por supuesto de wasap. Arsuaga es distante, de manera que quizá el verano constituyera una ruptura difícil de reparar en el otoño. Sorpresivamente, el 1 de agosto recibí un correo en el que me ponía deberes: debía observar las huellas que dejaban en la playa los niños de tres o cuatro años.
—Si lo haces —me prometió—, te explicaré la locomoción bípeda.
Adjuntaba al correo la huella del pie de su hija añadiendo que Lucy tenía la estatura de un crío de tres o cuatro años.
¡Dios mío, Lucy!
Lucy, cuyos restos fueron descubiertos en Etiopía en 1974, vivió hace unos tres millones de años. Medía poco más de un metro de altura, pesaba menos de treinta kilos y murió hacia los veinte años. Sus huesos aparecieron mientras sus descubridores escuchaban Lucy in the Sky With Diamonds, la canción de los Beatles.
Lucy perteneció a un género de homínido (el australopiteco) que habitó África hasta hace un par de millones de años. En mi fantasía, fue la primera mujer bípeda de la historia y he sentido por ella, desde siempre, una piedad sin límites. Me la imagino descendiendo del árbol, poniéndose de pie sobre sus cuartos traseros y atravesando el límite que separaba la selva de la sabana sin otras armas que esas dos manos anudadas al final de sus brazos como dos prótesis que aún no sabía cómo utilizar. Me conmueven hasta el tuétano la curiosidad y el desamparo de ese ancestro tan menudo, tan frágil, que acaba de abandonar la copa de los árboles para conquistar la superficie de la tierra, habitada por depredadores terribles como el león, pero también por microorganismos infecciosos para los que su sistema inmune no estaba preparado.
La alusión de Arsuaga a Lucy casi me hizo llorar, de modo que bajaba cada día a la playa dispuesto a observar las huellas de los niños de tres o cuatro años y tomaba notas y las fotografiaba. Y en cada una de las huellas veía una representación de Lucy. Y me pareció que el pie era una arquitectura complejísima, mucho más que la más aparatosa de las bóvedas de las catedrales góticas. Y me pregunté si cada vez que a lo largo de la Historia nos habíamos elevado un centímetro del suelo, había entrado en nosotros un centímetro de YO. ¿Con cuántos centímetros de YO se había enfrentado Lucy a la sabana?
¡Qué cosa extraña, pensé, la BIPEDESTACIÓN y el YO!
Respondí al correo de Arsuaga con estas consideraciones sentimentales (quizá sentimentaloides), a las que dedicó una frase educada para explicarme a continuación cómo hacemos al caminar:
«El pie —decía— cae sobre el talón, que es el pilar posterior de la bóveda plantar. Luego se transmite el peso por el borde exterior hasta que se apoya en el pilar anterior de la bóveda. A continuación, se flexionan los dedos y el pie se apoya en ellos. El empuje final lo da el dedo gordo y la pierna sale impulsada hacia delante como un péndulo. Las huellas de los australopitecos bípedos de hace tres millones y medio de años son exactamente iguales a las de nuestros niños en la arena de la playa. Toda esa biomecánica la hacemos sin pensar.»
Leí su correo en el móvil, a primera hora de la mañana, mientras caminaba por la playa de Aguilar, en Muros de Nalón, Asturias. Tomé conciencia de la forma abovedada de mis pies y me hice cargo del pilar anterior y del posterior, y comprobé, en efecto, que pisaba con el talón y que la energía provocada por ese golpe se transmitía al pilar delantero a través del empeine, y que a continuación la fuerza llegaba a los dedos, en especial al pulgar, que hacía de muelle para impulsar la pierna hacia delante. La bipedestación me pareció un milagro gramatical, pues todo ese movimiento que iba de la parte posterior del pie a la anterior se podía analizar sintácticamente como una frase. Sujeto, verbo, complemento directo. Pensé que ya nunca volvería a caminar a tontas y a locas.
Más tarde, en casa, busqué en el ordenador Lucy in the Sky With Diamonds, y la escuché una y otra vez mientras recorría la habitación de un lado a otro.
Picture yourself in a boat on a river,
with tangerine trees and marmalade skies.
Somebody calls you, you answer quite slowly,
a girl with kaleidoscope eyes.
(Imagínate en una barca, en un río,
con árboles de mandarina y cielos de mermelada.
Alguien te llama, respondes despacio,
una chica con ojos de caleidoscopio.)
Alucinante.
Cuatro. La grasa y el músculo
Ya en septiembre, el paleontólogo me citó un día a las ocho de la mañana en la puerta de los Jerónimos del Museo del Prado. Fue un alivio recibir noticias suyas, pues no habíamos vuelto a intercambiar ningún correo desde los de Lucy, pero le respondí que la pinacoteca (esa es la palabra que me salió, pinacoteca) no abría hasta las diez. Dijo que no me agobiara, que ya se ocuparía él de eso.
—Tú estate allí a las ocho.
Los sapiens influyentes, pensé, se hacen muchos favores entre sí.
El día anterior al encuentro empezó a dolerme una muela que llevaba meses dándome la lata. Llamé al dentista y dijo que tenía un hueco justo a la misma hora a la que me había citado Arsuaga. Renuncié al dentista por miedo a perder al paleontólogo y, tras una noche de perros, antes de salir de casa, me bebí una ampolla de Nolotil que guardaba en mi cajón secreto de pócimas para el dolor y la angustia (pero también para el suicidio). Estas ampollas son en realidad inyectables, aunque en casos extremos se pueden tomar por vía oral. Conviene mantener su contenido en la boca durante un rato, pues de ese modo se filtra a través de las mucosas y alcanza los centros del dolor en cuestión de segundos.
El aire de la mañana, fresco ya debido a la época del año, me estimuló y bajé por mi calle en dirección al metro sintiendo que la encía se acorchaba por los efectos del fármaco. Estaré bien, me prometí en el vagón del subte, mientras ojeaba las últimas notas del cuaderno de tapas rojas adquirido en Buenos Aires para escribir un poema genial.
Llegué al lugar acordado media hora antes, según mi costumbre, y di una vuelta por los alrededores atento al recorrido que las moléculas del metamizol magnésico del Nolotil efectuaban a través de los surcos de mi cerebro, donde se acababa de despertar la endorfina del optimismo, si tal cosa existe. El bienestar iba ganando la batalla al desasosiego. Caí entonces en un estado reflexivo bajo cuya influencia estuve a punto de entrar en la iglesia de los Jerónimos para conversar un rato conmigo mismo («quien habla solo espera hablar a Dios un día»), pero desistí temiendo que me viera un crítico literario y me sacara en Instagram. O en Twitter.
A las ocho en punto me encontraba en el lugar acordado, desde donde vi llegar al paleontólogo acompañado de una señora. Cuando estuvimos cerca nos dimos la mano e hizo las presentaciones:
—Lourdes, mi mujer. Este es Juanjo.
Saludé educadamente a Lourdes, pero no me gustó que hubiera venido con ella. Esto no era una cosa de matrimonios. Desde nuestros primeros encuentros, Arsuaga y yo habíamos construido una relación de varones heterosexuales que funcionaba. ¿Por qué, pues, alterarla? Tuve la impresión de que el paleontólogo había quebrado un acuerdo implícito que quizá solo había estado en mi cabeza. La presencia de Lourdes me provocó, en fin, unos celos preventivos, además de una pérdida de autoestima. En algún momento de la visita al Prado, pensé, me abandonaría para dedicarse a ella.
Nos abrió la puerta de la pinacoteca (otra vez la pinacoteca) Víctor Cageao, arquitecto de la institución que nos acompañaría también durante el recorrido y con quien Arsuaga intercambiaba todo el rato puntos de vista acerca de los últimos cambios del museo. En un aparte, rogué al paleontólogo que no le diera tanta cuerda al arquitecto, ya que eso nos desviaba de nuestro objetivo, fuera cual fuese, pues yo todavía lo ignoraba. Me miró como si fuera un maleducado y dijo:
—Hombre, hombre, nos han hecho el favor de dejarnos entrar a esta hora.
Decidí resignarme y me incorporé al grupo aparentando naturalidad. Nuestros pasos de bípedos calzados producían ecos en las galerías vacías. No podía quitarme de la cabeza la BIPEDESTACIÓN. Ni el YO. Ahí íbamos cuatro YOES BIPEDESTANTES en busca del conocimiento.
Llegamos de súbito a una estancia circular conocida como la Sala de las Musas, por albergar a las nueve, cada una sobre un pilar de mármol: Calíope, Clío, Erato, Talía… El paleontólogo nos explicó que aquellas estatuas habían formado parte de la villa de Adriano.
—Este Adriano —añadió— es el de Las memorias de Adriano, que tradujo Cortázar.
Se refería, en efecto, a la novela de Marguerite Yourcenar vertida al español por el autor argentino.
—Pero estas musas —concluyó antes de que nos empezáramos a detener frente a cada una— están todas vestidas, de modo que no nos interesan para el objeto que nos ha traído aquí.
Como he señalado, ignoraba el objeto que nos había llevado al museo, pero no pregunté por si metía la pata.
Seguimos atravesando salas, provocando ecos con nuestras pisadas. Lourdes y yo guardábamos silencio mientras Arsuaga conversaba animadamente con el arquitecto. Las moléculas del principio activo del Nolotil continuaban, por su parte, explorando las rugosidades del contenido de mi cráneo, provocando destellos de optimismo aquí y allá, aunque reduciéndome al mutismo, como si al atravesar el área del lenguaje hubieran limitado su capacidad. Se trataba en parte de un silencio rencoroso, por la presencia de Lourdes y del arquitecto, y en parte de un silencio impuesto por el acorchamiento de la encía, ya que temía despertar el nervio de la muela si abría la boca.
De paso a nuestro destino, fuera cual fuese, nos detuvimos frente a una cabeza de bronce cuya visión no podía dejar indiferente a nadie, por lo menos a nadie que se hubiera tomado un fuerte analgésico dos horas antes.
—Ahora se dice que esta cabeza es de Demetrio Poliorcetes, rey de Macedonia —informó Arsuaga—, pero a mí me gustaría creer que es de Alejandro Magno.
Me acerqué a ella, a la cabeza, que quedaba a la altura de la mía y comprendí que debió de pertenecer en su origen a una estatua de colosales dimensiones. Gracias a la restauración, muy reciente, ha adquirido el color original del bronce. Pese a alguna grieta y una ligera corrosión en la nariz, se aprecian a la perfección sus rasgos, que son los de un joven bellísimo, muy atlético, de cabello ensortijado, que deja al descubierto unas orejas admirables, y unos labios gruesos, fastuosos, ligerísimamente entreabiertos. El conjunto transmite un grado de serenidad narcisista que ningún ansiolítico de última generación sería capaz de proporcionar. Se deduce de la expresión del joven una forma de estar en sí de carácter platónico. Pese a la complejidad mental que se adivina tras la abultada frente, no parece tener preocupación alguna. Las cuencas de los ojos, vacías, observan sin embargo al espectador como si esos vanos contuvieran unas pupilas invisibles.
—Míralo de perfil —oí decir a Arsuaga.
El paleontólogo posee una habilidad endiablada para hallar el emplazamiento de cámara adecuado para la observación del mundo antiguo. La observé de perfil y también desde esta perspectiva resultaba de una perfección desenfrenada. Me llevaría a casa esta cabeza del 300 o así a. C.
—Parece que está recién afeitado —dije al observar la superficie tersa de sus mejillas.
—Excelente observación —dijo Arsuaga restableciendo mi autoestima—. El primer gran personaje de la historia que se afeita la barba es Alejandro Magno. Su padre, Filipo II, en cambio, no. Búscalo en Google y verás. Toma nota: la barba es un carácter sexual secundario.
—¿Alejandro era homosexual? —pregunté.
—Alejandro es inclasificable, inasequible, es como un dios. No tiene aristas, no se le puede catalogar ni estudiar. Sus contemporáneos se preguntaban de dónde había salido. Él mismo preguntó al oráculo quién era su padre y el oráculo le respondió que Zeus. De todos modos, el asunto de la barba nos viene bien porque hoy estamos en la diferenciación de los sexos.
De modo que estábamos en la diferenciación de los sexos, me dije. Habíamos venido al museo por cuestiones de carácter venéreo. El paleontólogo daba la impresión de dispersarse, pero siempre iba tras un objetivo.
Dejamos atrás, con gran dolor, la cabeza de bronce de Alejandro (o de Poliorcetes, rey de Macedonia, según) y nuestros pasos nos condujeron a una sala en la que fuimos recibidos por la escultura en mármol de un joven desnudo.
—He aquí una de las mejores réplicas que existen del Diadúmeno de Policleto (siglo V a. C.) —nos ilustró Arsuaga—. Toda una exaltación de la juventud. El Diadúmeno —continuó— es ese joven atleta que se pone la cinta en la cabeza. Cuando encontraron esta, no la identificaron correctamente, pues le faltaba el brazo derecho, y se lo colocaron como si fuera un arquero. Debería tener los dos brazos elevados, con las manos a la altura de la frente. Pero bueno, ahí lo tenéis en todo su vigor. Los griegos se inventan el cuerpo humano, porque el cuerpo humano no es así. Ese músculo de la rodilla, por ejemplo, no existe. Pero el conjunto es espléndido, y el culo es uno de los mejores culos de la historia del arte.
Rodeamos la estatua y observamos el desnudo de arriba abajo, fascinados por las falsas transparencias que proporciona el mármol y por el ritmo de la piedra, pues la mirada del observador se desliza de la cabeza al torso y del torso a la cintura y de la cintura a los muslos del atleta como por los versos de un soneto. La postura de los pies me trajo a la memoria el asunto de la bipedestación, pero Arsuaga insistía en que ese era el día del dimorfismo sexual, de manera que observamos atentamente el cuerpo del joven, destacando sus caracteres secundarios.
Más tarde, mientras nos alejábamos de la estatua, el paleontólogo nos explicó que Darwin descubrió dos principios:
—Darwin se veía como el Newton de la ley de la gravitación universal. Busca leyes que esclarezcan el dimorfismo. La selección natural explicaba las adaptaciones ecológicas, el lugar de cada animal en el nicho correspondiente de la naturaleza. Y eso lo solucionaba casi todo, pero tenía que haber otra ley: la de la selección de pareja. En otras palabras, no todo es adaptación al medio. También está la lucha por la reproducción y ahí aparecen asuntos muy curiosos: la cola del pavo real, por ejemplo, no solo no es adaptativa, sino que constituye un estorbo.
Por un instante, pensé que la sabiduría del paleontólogo es su cola de pavo real. Pero me temí que no la exhibía ante mí y comprendí de súbito por qué había venido su mujer. Dios me perdone este ataque heterosexual de celos que intenté apartar de mi cabeza para no perderme el asunto de la diferenciación sexual.
—En los mamíferos —le escuché decir cuando volví en mí—, el más fuerte es el macho. En las aves, en cambio, es al revés. Pero no todo es una cuestión de tamaño ni de fuerza. El urogallo, sin ir más lejos, canta. Hay órganos sexuales primarios y secundarios. Los primeros tienen que ver con la reproducción; los segundos, con la elección de pareja.
—Y, además de la barba, ¿cuáles son, en nuestro caso, los caracteres sexuales secundarios? —pregunté.
—Todo aquello que sirva para distinguir a un hombre de una mujer, observados desde cualquier punto de vista, es un carácter secundario. Por ejemplo, las mujeres tienen senos abultados, lo que no se da en otras especies de primates. La hembra del chimpancé carece de ellos. Imagínate a una chimpancé con unas buenas tetas y con una buena cintura.
Me la imaginé y sonreí.
—La barba —añadió Arsuaga— no tiene ninguna función ecológica. No es más que un atractivo.
—Ya —dije un poco ido: quizá el principio activo del Nolotil se encontraba en el momento de mayor eficacia, pues me costaba un poco centrar la atención. Además, todavía no me había repuesto del impacto emocional generado por la visión del bronce de Alejandro y del desnudo del Diadúmeno.
Tras una breve ausencia mental, explicable solo por los efectos secundarios del fármaco, me di cuenta de que habíamos avanzado y de que estábamos detenidos en la mitad de uno de los pasillos que comunican una sala con la siguiente. Arsuaga me miraba como esperando que dijera algo, pero no sabía qué decir porque no sabía qué me había preguntado. Entonces intervino él:
—Si tú quieres saber por qué te gustan las mujeres —apuntó—, te tendrás que preguntar qué tienen las mujeres en común.
—No sé adónde vas a parar —respondí intentando orientarme espacialmente.
—Lo que venía diciéndote es que la representación de la mujer, a lo largo de la historia del arte, cambia más que la del hombre. Esa es mi opinión.
—Ya —dije.
—El canon femenino —continuó— es más variable, pero por debajo de la diversidad tiene que haber algo inmutable. No es posible que todo sea cultura, tiene que haber biología. ¿Me sigues?
—Más o menos.
—Cuando salen a relucir estas cuestiones, la gente tiende a radicalizarse: para algunos todo es cultura y para otros todo es biología. La cultura es una capa más. A ver cómo te lo digo: nosotros disponemos de ojos y disponemos de microscopios que nos permiten acceder a donde el ojo no llega. Los ojos son la biología y el microscopio es la cultura. ¿Vale?
—Vale —asentí satisfecho de que el paleontólogo se hubiera centrado finalmente en mí mientras su mujer y el arquitecto departían unos pasos más allá.
—Pues bien, ¿qué es lo que hace atractivo a un hombre para una mujer y a una mujer para un hombre?
—Si me lo preguntas, no lo sé; si no me lo preguntas, lo sé —respondí parodiando la respuesta de San Agustín sobre el tiempo.
—La posibilidad de reproducirse —dijo él ignorando mi broma—. El atractivo sexual está muy relacionado con la fertilidad. Eliges y te eligen, más allá de las modas culturales, en función de esa cuestión de orden biológico.
A partir de ese instante, la encía se desacorchó, si existiera el verbo desacorchar, y un pulso asesino, procedente del nervio de la muela, empezó a enviar señales de morse a mi cerebro. Entré en pánico.
—¿Te pasa algo? —preguntó el paleontólogo.
—Nada —dije yo.
—Pues entonces vamos a ver la Judit de Rembrandt y Las tres Gracias de Rubens.
De camino a las pinturas señaladas nos detuvimos en Adán y en Eva de Durero.
—Mira qué modernos —exclamó Arsuaga—. Todavía no se han comido la manzana.
—¿La manzana era el sexo? —pregunté
—Quédate con esto —respondió sin hacer caso a mi pregunta—: la grasa y el músculo.
—La grasa y el músculo —repetí—. Vale.
Fingí ver la Judit de Rembrandt y Las tres Gracias de Rubens, pero la verdad es que estaba ciego de dolor. Debería haberme traído otra ampolla de Nolotil para el camino. A continuación, sufrí otra ausencia tras la cual me encontré frente a las Majas de Goya. Ni idea del tiempo que había transcurrido entre el pintor neerlandés y el español.
—Aquí tienes la solución al enigma —escuché decir al paleontólogo con entusiasmo—. La grasa y el músculo. Fíjate en la proporción cintura/cadera de La maja desnuda.
Me fijé.
—Esa proporción transmite una idea de fertilidad y esa constante se ha mantenido desde las representaciones de la Prehistoria hasta nuestros días. Esta mujer es una mujer fértil. Ovula. Puede cambiar todo lo demás con las modas, pero eso no. En los hombres predomina el músculo, y en las mujeres, la grasa. Pueden cambiar las cantidades de grasa o de músculo, pero no su distribución. Las curvas de las mujeres, que tanto nos atraen a los hombres, se deben a esa distribución. ¿No te parece asombroso?
—¿El qué?
—El dimorfismo sexual.
—Sí —dije.
—Cada especie tiene sus diferencias sexuales. Te estoy explicando las nuestras. Y nos ha faltado el arte moderno. Piensa en las mujeres de Modigliani.
Dios mío, las mujeres de Modigliani, me dije en un ay de dolor.
Cinco. La revolución de lo pequeño
El paleontólogo me puso un correo citándome a las nueve de la mañana de un día de mediados de noviembre a las puertas del mercado madrileño de Chamartín. Dijo que venía de Dublín y que se iba a Burgos, pero que disponía de tres horas para enseñarme algo.
Lo vi salir de un coche con la agilidad de un adolescente. Me pareció que estaba contento y animoso. Dublín le había sentado de cine. Cuando Arsuaga está feliz, comunica muy bien y añade a su elocuencia un sentido del humor compasivo. Compasivo con la humanidad y sus derivas.
Tras los saludos de rigor, entramos en el mercado y nos detuvimos enseguida ante un puesto de frutas y verduras que parecía toda una sintaxis de las formas y del color. Allí, cuidadosamente ordenados, se encontraban las frutas, las hortalizas, las legumbres, los tubérculos. Los contrastes cromáticos de los diversos géneros competían con los de las banderas del mundo: rojos, amarillos, azules, marrones, violetas, verdes, anaranjados…
—Aunque vamos a hablar del Paleolítico, aquí todo es neolítico en la medida en la que todo es cultivado —señaló Arsuaga.
—¿Una lechuga cultivada podría ser entonces la bandera del Neolítico? —dije yo en lo que me pareció un golpe de ingenio que fue recibido con indiferencia.
—Vamos a centrarnos —sugirió el profesor.
Como decía, nos hallábamos detenidos frente a un gran puesto de verduras que hacía esquina y en el que trabajaban cinco o seis personas a las que al poco empezó a extrañar nuestra presencia, pues estábamos el uno frente al otro, yo con un magnetofón situado a unos centímetros de la boca del paleontólogo. Lo había colocado tan cerca por miedo a que el ruido ambiental propio de un mercado impidiera captar fielmente sus palabras. Éramos dos figuras estrambóticas que estorbábamos a la clientela, pero el único que parecía darse cuenta era yo, pues el profesor iba a lo suyo, ajeno por completo a la extrañeza que provocábamos a nuestro alrededor.
A medida que pasaban los minutos, el follón crecía y los gritos arreciaban, de modo que tenía que acercarme más al paleontólogo para escucharlo bien. De un extremo al otro del puesto de verduras, los vendedores chillaban solicitando a sus colegas un kilo de cebollas o un manojo de puerros. El sonido continuo de las cajas registradoras daba una idea de la alegría con la que el dinero pasaba del bolsillo de los compradores al de los proveedores. Los clientes nos miraban al paleontólogo y a mí preguntándose —supuse— si seríamos un reclamo ideado por el dueño del puesto para atraer al público. Arsuaga continuaba su discurso, ignorante de la curiosidad que despertábamos.
—Centrémonos —concedí.
—Imagínate que trajésemos aquí a un chimpancé, un gorila y un australopiteco.
Sonreí discretamente.
—¿De qué te ríes?
—De nada.
—No, de qué te ríes.
—Me recuerda a esos chistes de un inglés, un francés y un español. Me preguntaba cuál sería el español.
—Vale, muy gracioso. Tres primates. ¿Te haces a la idea? Tres primates, uno de los cuales es un homínido. Tres eslabones en la cadena de la evolución.
—Lo entiendo, puro Paleolítico.
—Paleolítico. Los gorilas son folívoros o folífagos. Significa que comen hojas, verdura. Les gustan las partes tiernas de los vegetales. El gorila, en la selva, vive sumergido en un mar de comida. Se come el medio, el paisaje, por eso no se desplaza, porque el paisaje es su comida. Pero lo abundante es pobre, tiene poco valor calórico y hay que pasarse el día comiendo. ¿Qué le diría el gorila a uno de los empleados de este puesto?
—Pues no sé, que le ponga todo lo que es de color verde.
—Eso es: las lechugas, las espinacas, los puerros, las acelgas, las endivias estas, la escarola… Todo lo verde. Póngame usted todo lo verde, diría.
—De acuerdo.
—Ahora viene el chimpancé, que es frugívoro. Pediría que le pusieran todos los frutos maduros, no los verdes. Por supuesto que el chimpancé come de lo del gorila y el gorila de lo del chimpancé, no es que estén las fronteras tan claras. Pero el gorila es fundamentalmente folífago, y el chimpancé, frugívoro. Pero en la fruta no hay proteínas, solo azúcares y agua.
—Azúcares y agua —repetí yo al tiempo de alzar las cejas con expresión de circunstancias al frutero, que acababa de lanzarme la tercera mirada interrogativa.
—Bueno —decidió el paleontólogo—, de momento quédate con esto: el chimpancé se llevaría unos kilos de frutas, y el gorila, unos kilos de verduras.
—Sí.
—Y viene el australopiteco. Primate, como los anteriores, pero también homínido. Ya hemos dado un salto notable en la evolución. Hablamos de un bípedo como de metro cincuenta de estatura. Acuérdate de Lucy y de la canción de los Beatles.
—Me acuerdo.
—El australopiteco llenaría su cesta de la compra con las dos cosas, con frutas y verduras, pero las muelas de este homínido son más grandes que las del chimpancé y las del gorila y tienen un esmalte grueso. Significa que aparte de la fruta y de la verdura, que vienen de la selva, mastica otras cosas, cosas que no necesita trocear, de ahí que tenga más desarrollada la dentición posterior que la anterior. El chimpancé, en cambio, tiene más desarrollados los dientes de delante porque un melocotón hay que trocearlo. El australopiteco, que sale y entra de la selva, ha incorporado a su alimentación productos que vienen en unidades más pequeñas, pero también más calóricas, de ahí que se le haya reducido la dentición anterior y se le haya desarrollado la posterior, con un engrosamiento del esmalte. ¿Me sigues?
—Algo ha cambiado —dije yo.
—Algo ha cambiado —dijo el paleontólogo—. ¿Qué come? Come granos, legumbres. Lentejas y judías, por ejemplo. Frutos con cáscara también, aunque la cáscara hay que romperla. Las mandíbulas de los parántropos, y el australopiteco es un parántropo, eran verdaderas máquinas cascanueces. Ya hablaremos de la biomecánica, del cuerpo como máquina. Total, que se comería fundamentalmente lo que ves en los botes de conservas: lentejas, garbanzos, guisantes, judías…
—Entendido —dije iniciando la marcha para irnos a llamar la atención a otro puesto.
Arsuaga me detuvo:
—Espera, no podemos alejarnos mucho de aquí porque este puesto explica todos nuestros orígenes. Verás, los organismos tienen dos misiones: la económica, relacionada con la alimentación, y la reproductiva.
—El creced y el multiplicaos de la Biblia.
—Dos misiones. ¿Qué necesitamos para llevarlas a cabo?
—Pues…
—Yo te lo digo: proteínas, porque las proteínas son los ladrillos del cuerpo, pero también lípidos o grasas, que producen calorías, e hidratos de carbono, que son las moléculas energéticas. El cuerpo convierte los hidratos de carbono en glucosa y eso es lo que consume el cerebro: glucosa en estado puro.
Sonó un teléfono móvil cerca de nosotros, lo cogió una señora tras bucear desesperadamente con la mano en las profundidades de su bolso. Intuí que hablaba con su marido, al que le dijo que no había setas, aunque se encontraba delante de ellas. «La próxima vez», concluyó enfadada, «vienes tú a hacer la compra». Arsuaga ni se había enterado de la conversación porque seguía a lo suyo, mientras yo, sin dejar de escucharle, lanzaba de vez en cuando miradas de disculpa a los fruteros y a la clientela cuyo paso obstaculizábamos.
—Para los chimpancés —dijo entonces el paleontólogo—, la caza es una golosina porque, como te decía antes, las verduras tienen poco poder calórico. Algunos grupos de machos cazan monos pequeños, sobre todo crías.
—¿Cooperan? —pregunté con asombro.
—En esto hay una enorme discusión. ¿Tú crees que los lobos cooperan o van todos detrás de la presa? Yo creo que no, que no cooperan. Para que haya cooperación en la caza, tiene que haber luego un reparto justo. En fin, este es uno de los grandes temas de la biología social, pero yo soy escéptico. La cooperación requiere un grado de complejidad grande.
—Decías que los chimpancés cazan.
—Monos pequeños y crías de herbívoros. Monos así, como de un kilo. Eso, en la economía del cuerpo, no resuelve nada, pero es como un caramelo para un niño: estimula. A los chimpancés les gusta mucho la carne, los sesitos. La carne es una moneda de cambio. En el cómputo calórico total no cuenta, pero con esa golosina puedes comprar voluntades, hacer política, crear alianzas, obtener sexo.
Observé que desde hacía un rato el tono del paleontólogo se había vuelto nostálgico, lo que repercutía en mi estado de ánimo. Pensé que venimos de allí, de aquellos cazadores de monos pequeños que constituían las chucherías de la época. Casi me veo a mí y a mi familia tirando de los brazos del pobre mono, todavía vivo, para arrancárselos de cuajo y llevárnoslos a la boca. El discurso de Arsuaga era un poco hipnótico, tenía la virtud de trasladarte a las épocas de las que hablaba. Cuando recuperé la cordura, todavía tenía en la boca un poco del sabor del mono que acababa de comerme en mi condición de chimpancé.
—El que tiene un mono —dijo en esos instantes el paleontólogo— tiene algo que los demás desean. Pero volvamos a los australopitecos. Estos consumen recursos que están fuera del bosque tropical porque el australopiteco, recuérdalo, sale a la sabana, que no es la pradera. Mucha gente confunde la sabana con la pradera. Nosotros no. El grano está en la sabana porque es más seca que la selva, y en ella hay árboles y arbustos cuyos frutos se encuentran a la altura de ese primate bípedo al que llamamos australopiteco.
—¿Hay una frontera clara entre la selva y la sabana? —pregunté.
—No, hay una graduación. Pero en la sabana, como te decía, está el grano, cuya manipulación requiere de la posesión de unas manos hábiles. Un chimpancé o un gorila no pueden manejar un pistacho, no pueden cogerlo, carecen de pinzas. Todos los primates tenemos un dedo pulgar oponible, pero el de los monos es ridículo, además está muy separado de la yema del índice porque tienen una mano muy larga. La mano del chimpancé es un gancho.
—Para colgarse de las ramas.
—Algunos autores —siguió Arsuaga— opinan que este nuevo tipo de alimentos se adapta a las características del ser humano. Las moras y las bayas en general se encuentran en arbustos. Hemos pasado, pues, al mundo del fruto pequeño y del grano. No necesitas una gran dentición anterior, pero sí pinzas para manipularlos y muelas para masticarlos. Y no te tienes que subir a un árbol porque las bayas están a tu altura.
—¿Qué otra cosa encuentra el australopiteco cuando abandona la selva y se aventura en la sabana?
—La luz. En la selva tropical no llega un solo fotón al suelo. Todos se van quedando por el camino porque la luz es un bien muy preciado por las hojas de los grandes árboles. La selva es oscura, es una cárcel. En la pradera, en cambio, hay luz. Los australopitecos quieren ver la luz.
Mientras pensaba en el descubrimiento de la luz, Arsuaga se volvió hacia el puesto de frutas y verduras frente al que llevábamos detenidos una hora y exclamó con entusiasmo:
—¡Qué belleza, una frutería!
—Sí —dije yo.
—Mira —añadió—, íbamos a dar un salto al Neolítico. Pero no: vayamos ahora del australopiteco al Homo erectus.
—Mejor —apunté yo—, para llevar un poco de orden.
Entonces, el paleontólogo se volvió y me dijo algo disgustado:
—Oye, qué es eso del orden. Esto no es un cuento. Si quieres un cuento, te lees el Génesis. La evolución no tiene la estructura de un relato. No hay planteamiento, nudo y desenlace. La evolución es el mundo del caos.
—¿En la evolución no suceden unas cosas después de otras? —pregunté ingenuamente.
—Pues a veces no. Estoy siguiendo un orden cronológico como un mero pretexto, ¿vale?
—Vale, vale.
—Mira, más del noventa por ciento de las calorías que ingiere la humanidad proceden del arroz, el trigo, la patata y el maíz. Cuatro plantas. Un extraterrestre nos apuntaría en el grupo de los vegetarianos. Ahora bien, ¿los neandertales eran carnívoros? Claro que sí, porque durante tres cuartas partes del año no hay nada vegetal. Los frutos se producen a finales de verano y en el otoño, eso sí, en cantidades brutales. Piensa en la bellota. Estrabón decía que éramos un pueblo comedor de bellotas.
—¿Se conserva bien la bellota?
—Bueno, hay que convertirla en harina y hacer tortas. En el otoño la cantidad de bellota es brutal. Las tortas se comían todo el año. La base de la alimentación del ibero era la torta. Pero en la Prehistoria no había molinos. No sabían moler.
Por fin, Arsuaga decidió moverse y fuimos caminando hacia una pollería decepcionante, porque él estaba en el Homo erectus y quería ver algo de caza, que apenas había.
—Antes —le dijo al dependiente—, las perdices y los faisanes estaban colgados de unos ganchos, con todo su plumaje, daba gusto verlos.
—Ahora no nos lo permiten —se justificó el pollero.
—¿Y las palomas estas son torcaces?
—Creo que sí —respondió el hombre un poco avergonzado por la escasez de productos de caza.
—Ahora están yendo hacia África —dijo Arsuaga—. Pasan un par de veces al año y hay que aprovechar. De todos modos, el Homo erectus no tomaba muchas aves. Eran difíciles de cazar frente al ciervo, por ejemplo, de carne roja.
Permanecimos un rato frente a la pollería, en caída libre hacia la decepción, cuando Arsuaga me tomó del brazo y me arrastró mientras decía en voz baja:
—Todo es de criadero. Lo último salvaje que nos queda es el pescado, y solo en parte. Dentro de veinticinco o treinta años tampoco habrá pescado salvaje, será de granjas. Cuando yo era alumno, decían que el mar era la despensa de la humanidad. Ya no, se va a acabar, consumimos demasiado. Toma nota de esto: el noventa y seis por ciento del peso total de los mamíferos de la Tierra somos los humanos, las vacas y los cerdos. ¿Te haces idea?
—Sí —dije asombrado.
—En cuanto a las aves, las de consumo (pollos y gallinas, fundamentalmente) representan el sesenta y tantos por ciento de todas las aves del universo. ¿Cómo te quedas? Los seres humanos somos un tercio de la biomasa de mamíferos del mundo.
Me quedé perplejo, claro.
—El marisqueo —siguió ahora frente a un puesto de pescado en el que nos acabábamos de detener— aparece al final del Paleolítico. Se trata de una actividad de transición. En la Prehistoria los animales vienen en grandes paquetes: caballos, mamuts, bisontes… La cuestión es que sean grandes grandes. Tienes que obtener muchos mejillones para alcanzar las calorías de un caballo. Lo pequeño es una revolución. El salto del caballo a la lapa constituye una revolución económica, mental y social. Mira —añadió echándole un vistazo al reloj, porque llevábamos ya un par de horas y le apuraba el tiempo—, vamos a terminar hoy con los geófitos.
—¿Los geófitos?
—Es un término inventado por un botánico que describió los diferentes biotipos vegetales. Los geófitos son plantas en las que la parte perenne es subterránea. Incluye bulbos, tubérculos, raíces y rizomas. Una vez al año brotan. Lo que sucede con los geófitos es que su carga alimenticia se encuentra en la parte subterránea. Me refiero a la fécula o almidón: el hidrato de carbono, en definitiva. Así es como almacenan las plantas la energía: en forma de almidón. Una patata es almidón puro. El trigo es almidón, lo mismo que el arroz. Los geófitos almacenan el almidón debajo de la tierra. ¿Me sigues?
—Claro, claro.
—A las plantas no les gusta que se las coman. Estas de las que hablamos se defienden enterrándose mucho, hasta donde los animalitos no puedan llegar. Lo que me importa es que te quedes con el concepto de geófito.
—Estoy en ello, créeme.
—En Europa no son importantes. Lo son en África, de donde venimos. Volvamos al puesto de las verduras.
Volvimos para asombro de los vendedores, que creían habernos perdido de vista.
—Aquí están los boniatos, que por cierto vienen de América, de los Andes. Esto ha dado de comer a mucha gente porque tiene mucha fécula. Piensa en la patata, que dio de comer a toda Irlanda hasta la hambruna de 1845, producida por un microorganismo parecido a un hongo que acabó con ella. Era un monocultivo del que se comían las cáscaras, todo.
—Yo —dije—, de pequeño, en Valencia, tomé mucho boniato. Se hacía al horno.
—Mira la yuca, otro geófito. ¿La has probado?
—No sé, creo que no.
—Toma nota: cebollas, ajos, puerros, espárragos, la patata, la batata…, todo esto que ves aquí son geófitos. Geófitos cultivados, claro, pero geófitos. ¿Por qué son importantes?
—Porque quitan el hambre.
—Porque constituyen un recurso de puta madre si sabes llegar a ellos. ¿Y qué necesitas para alcanzarlos? Pues una especie de lanza inversa. Una lanza que apunte hacia abajo en vez de hacia arriba. La lanza inversa o palo de cavar es el símbolo de la mujer del Paleolítico como la lanza que apunta al cielo es el del hombre.
—Ya.
—Sabemos de la importancia de los geófitos por los pueblos de cazadores-recolectores actuales. Hemos averiguado que los hombres se dedican a la caza y las mujeres a la recolección de pequeños ítems (ranas, insectos, geófitos, etcétera). La mitad de las calorías la obtienen los hombres jóvenes con la caza, y la otra mitad, las mujeres, los ancianos y los niños con los geófitos. Con la lanza inversa a la que me refería antes, que es un palo de cavar, puedes llegar al geófito si desarrollas la fuerza suficiente. Por eso te decía que para los animales constituye un recurso muy difícil de alcanzar.
—¿Los australopitecos, con su estatura, podían?
—No lo creo. Pero no podemos saberlo con seguridad porque los palos de madera no se conservan. No hay registro fósil de ellos. Pero el Homo erectus sí tenía ya la fuerza suficiente como para alcanzarlos. A partir del Homo erectus comienza esta división del trabajo, que resulta trascendental en la historia de la evolución porque amplía los recursos económicos. Los geófitos son un recurso muy regular y complementario. Gracias a ellos, los niños comen todos los días. Los objetos pequeños, como ves, proporcionan una base estable en la alimentación. Los objetos pequeños han podido ser, en calorías, tan importantes como la caza mayor. La ventaja de lo pequeño es que es regular y previsible.
—¿Hasta qué punto lo pequeño fue esencial en la alimentación humana?
—Hasta el punto de que dio lugar al Neolítico.
—¿La revolución neolítica sería, pues, una revolución de las mujeres?
—En lo fundamental, sí. Aunque has de tener en cuenta a los ancianos, que han dejado la caza, y a los niños, que aún no se han incorporado a ella.
—¿Quién inventó entonces la agricultura?
—Las mujeres, sin duda. El hombre anda todo el día detrás del bisonte, del caballo, del mamut, de las grandes piezas. El machote quiere volver a casa con el bisonte porque eso significa estatus, poder. Las ilustraciones de la Prehistoria nos muestran la vuelta de los cazadores con los niños, los ancianos y las mujeres esperando. Pero yo pienso que la escena normal es aquella en la que los cazadores vuelven sin nada y ahí están las mujeres esperándolos con los geófitos, las lapas procedentes del marisqueo, los ítems pequeños, en fin.
—Lo previsible, lo constante.
—Y ahí es donde aparece la gestión de los recursos que tienes a mano, lo que nos coloca a un paso de la agricultura. La gestión de esos recursos implica ya un nivel cognitivo importante. Tienes que conocer las estaciones, por ejemplo; saber dónde estar en la primavera, dónde en el otoño. Y estar al corriente de cómo funciona el sistema para ponerlo a tu servicio. Has de conocer a qué especies conviene favorecer y a cuáles no. Para terminar, porque me tengo que ir corriendo, acuérdate de la distinción entre especies favorecidas y especies cultivadas. Cuando tú favoreces el crecimiento o la aparición de un vegetal, no estás todavía en la agricultura, pero te encuentras a un paso de ella.
—Espera, dime un ejemplo de especie favorecida.
—Mira, yo creo que la bellota era por lo general amarga. Es posible que un día descubrieran una encina que las diera dulces y que arrancaran las demás para que se desarrollara esta. Es una hipótesis.
Acompañé al paleontólogo a la salida del mercado, donde le esperaba un coche a cuyas puertas lo despedí.
—Nos queda el Neolítico —me dijo bajando la ventanilla antes de que el automóvil arrancara.
Luego regresé al mercado para comprar medio kilo de coquinas y tres piezas de boniato.
—¿Qué es esto? —dijo mi mujer cuando entró en la cocina.
—Pequeños ítems —dije yo—. Un almuerzo de finales del Paleolítico. Verás qué rico.
Seis. El bípedo portentoso
El 16 de enero una brisa tenue, pero gélida, procedente de la sierra de Guadarrama, hacía bueno aquel dicho según el cual el aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil. Hubo un tiempo en que la gente se forraba el pecho con las páginas de los periódicos para defenderse de esa corriente ligera y letal.
Debían de ser las cuatro y pico de la tarde, pues me encontraba dando la cabezada de después de comer frente a la tele, cuando sonó el móvil:
—Juanjo —escuché al otro lado—, soy Arsuaga, estoy en la puerta de tu casa. ¿Puedes salir?
Me despejé un poco, salí, y allí me esperaba el paleontólogo con una expresión entre divertida y maliciosa.
—¿Qué pasa? —dije.
—¿Estás haciendo algo?
—Ahora mismo no.
—¿Y hay por aquí un parque infantil al que podamos acercarnos para que te enseñe una cosa?
Vivo en el barrio de la Alameda de Osuna, junto al Juan Carlos I, un parque enorme, más grande incluso que el Retiro, que cuenta con numerosas instalaciones recreativas para niños. Volví adentro para abrigarme (insuficientemente, como se verá) y a los quince minutos estábamos atravesando las puertas del recinto.
—¿A qué hemos venido? —pregunté.
—A ver niños colgándose de las cuerdas y columpiándose en los balancines.
El paleontólogo frecuenta la realidad, pero no vive todo el tiempo en ella.
—No puede haber niños con este frío —le dije—. Además, a esta hora están todavía en el colegio.
Me miró sorprendido por aquella información con la que evidentemente no contaba, pero reaccionó enseguida:
—Demos una vuelta de todos modos.
Empezamos a caminar. A nuestra derecha, distinguimos las cumbres nevadas de la sierra, y yo percibí en el rostro el aliento glacial que exhalan sus pulmones.
—¡Qué frío! —exclamé para animarle a desistir de aquello en lo que estuviera empeñado.
—Quería hablarte de la biomecánica —dijo haciendo oídos sordos a mi comentario—, de la mecánica del cuerpo, de cómo funciona la locomoción bípeda y todo eso. Por cierto, que el otro día estuve en Amusco, al lado de Palencia, donde nació el médico español más importante después de Cajal, un médico al que no conoce nadie: Juan Valverde de Amusco. ¿Has oído hablar de él?
—La verdad, no.
—Contemporáneo y discípulo de Vesalio. Publicó un libro de anatomía que todos los médicos europeos llevaban en su maletín, yo tengo un facsímil. ¿De Vesalio sabes algo?
—Vesalio sí me suena —titubeé.
—Es el padre de la anatomía moderna. Murió a mediados del XVI. Antes de él, ignorábamos todo lo relativo al organismo.
—¿No sabíamos que teníamos cuerpo?
—El cuerpo, todavía hoy, es un misterio para la mayor parte de los seres humanos. Un misterio. Pero necesito un balancín para explicarte una cosa.
—Ahí hay uno —dije señalando unas instalaciones infantiles completamente vacías, como cabía suponer.
—Es muy pequeño, busquemos otro.
Continuamos caminando por el parque desierto y silencioso. Las ramas de los árboles, desnudas, parecían brazos alzados al cielo en señal de espanto. Algunas terminaban en talluelos como dedos esqueléticos, con sus respectivas falanges. Me atacó de súbito el sentimiento de hallarme en el interior de una novela de Stephen King. Este hombre me ha traído aquí para matarme.
—Ahora —siguió diciendo Arsuaga—, los balancines, los columpios y los toboganes son muy seguros. Los niños no se pueden romper los dientes como me los rompí yo de pequeño porque sus padres denuncian al Ayuntamiento.
—Se denunciaba poco entonces —corroboré.
—¿En este parque no tenéis estorninos?
—Tenemos mirlos y patos, no sé, y millones de cotorras.
—No me hables de las cotorras. Las odio.
—Pero estábamos en Vesalio —dije para volver al núcleo.
—Vesalio, sí, un fuera de serie, un genio. Descubrió el cuerpo humano de arriba abajo. Hasta Vesalio, lo que se conocía del cuerpo eran las descripciones de Galeno. Pero Galeno no diseccionaba cuerpos humanos, solo de cerdos y monos. Vesalio es el primero en abrir cadáveres de personas.
—Leonardo también tenía aficiones forenses.
—Pero Leonardo no era un buen anatomista. Cuando digo esto todo el mundo se me echa encima. A ver, era un gran artista, pero un mal