Así es la biología

Ernst Mayr

Fragmento

cap-1

 

Prefacio

Hace unos años, el entonces presidente de Francia, Valéry Giscard d’Estaing, declaró que el siglo XX había sido «el siglo de la biología». Puede que esto no sea del todo exacto para la totalidad del siglo, pero desde luego es cierto en lo referente a su segunda mitad. En la actualidad, la biología es un campo de investigación en plena expansión. Hemos sido testigos de descubrimientos trascendentales sin precedentes en genética, biología celular y neurología, y de espectaculares avances en biología evolutiva, antropología física y ecología. Las investigaciones sobre biología molecular han generado toda una industria, cuyos resultados se advierten ya en campos tan diversos como la medicina, la agricultura, la cría de animales y la nutrición humana, por citar sólo unos pocos.

No siempre ha sido tan boyante la posición de la biología. Desde la revolución científica del siglo XVII hasta bastante después de la segunda guerra mundial, para la mayoría de la gente sólo eran ciencias las ciencias «exactas» –física, química, mecánica, astronomía–, todas las cuales tenían una sólida base matemática e insistían en la importancia de ciertas leyes universales. Durante este tiempo, la física estuvo considerada como la ciencia modelo. En comparación, el estudio de los seres vivos se consideraba una ocupación inferior. Todavía son mayoría las personas que malinterpretan gravemente las ciencias de la vida. Por ejemplo, en los medios de comunicación se aprecia con frecuencia un gran desconocimiento de la biología, ya se esté tratando de la evolución, de la medición de la inteligencia, de la posibilidad de detectar vida extraterrestre, de la extinción de especies o de los peligros del tabaco.

Pero lo más lamentable es que entre los propios biólogos hay muchos que tienen un concepto obsoleto de las ciencias de la vida. Los biólogos modernos tienden a ser especialistas en grado sumo. Pueden saberlo todo sobre una especie concreta de ave, sobre las hormonas sexuales, sobre el comportamiento parental, sobre la neuroanatomía o sobre la estructura molecular de los genes, pero no suelen estar informados de los avances realizados fuera de su campo de estudio. Los biólogos casi nunca tienen tiempo para dejar de concentrarse en los avances de su especialidad y contemplar las ciencias de la vida en conjunto. Los genetistas, los embriólogos, los taxonomistas y los ecólogos se consideran a sí mismos biólogos, pero hay muy pocos que sean capaces de apreciar lo que sus diversas especialidades tienen en común y lo que las diferencia fundamentalmente de las ciencias físicas. Uno de los principales objetivos de este libro es arrojar algo de luz sobre estos temas.

He sido naturalista casi desde que aprendí a andar, y mi amor por las plantas y los animales me llevó a contemplar el mundo vivo de un modo holístico. Afortunadamente, las clases de biología en el instituto alemán al que asistí allá por 1920 se centraban en el organismo completo y sus interacciones con el entorno animado e inanimado. Ahora diríamos que allí se enseñaba historia de la vida, comportamiento y ecología. La física y la química, que también se estudiaban en el instituto, eran cosas completamente diferentes, y tenían muy poco que ver con las plantas y los animales vivos.

Durante los años en los que estudié medicina, estaba demasiado ocupado y demasiado entusiasmado con la medicina como para prestar atención a cuestiones básicas como «¿qué es la biología?» y «¿por qué la biología es una ciencia?». De hecho, en aquella época no existía ninguna asignatura –al menos, en las universidades alemanas– que se llamara «biología». Lo que ahora llamaríamos biología se enseñaba en los departamentos de zoología y botánica, en los que se daba mucha importancia al estudio de los tipos estructurales y su filogenia. A decir verdad, también había cursos de fisiología, genética y otras disciplinas más o menos experimentales, pero existía muy poca integración de unas con otras, y la base conceptual de los experimentalistas era en gran medida incompatible con la de los zoólogos y botánicos, cuyo trabajo se basaba en la historia natural.

Cuando me pasé de la medicina a la zoología (con especial interés por las aves) después de superar los exámenes preclínicos, seguí unos cursos de filosofía en la Universidad de Berlín. Pero me llevé una decepción al comprobar que no se tendían puentes entre la materia de estudio de las ciencias biológicas y la de la filosofía. No obstante, en los años veinte y treinta se iba desarrollando una disciplina que con el tiempo se denominaría «filosofía de la ciencia». En los años cincuenta, cuando me puse al corriente de sus enseñanzas, me llevé una nueva y amarga desilusión. Aquello no era filosofía de la ciencia; era filosofía de la lógica, de las matemáticas y de las ciencias físicas. No tenía casi nada que ver con los temas que interesan a los biólogos. Más o menos por entonces, elaboré una lista de las principales generalizaciones de la biología evolutiva explicadas en libros y artículos científicos –a estas alturas, varias de ellas eran aportación mía– y comprobé que ni una sola de ellas se abordaba adecuadamente en la literatura filosófica; la mayoría ni siquiera se mencionaba.

Aun así, yo todavía no había pensado en hacer una contribución a la historia y filosofía de la ciencia. Mis diversos ensayos sobre estos temas eran consecuencia de invitaciones a conferencias y simposios, que me obligaban a dejar temporalmente de lado mis estudios sobre teoría evolutiva y sistemática. Mi única intención era poner de manifiesto lo diferente que es la biología de la física en ciertos aspectos. Por ejemplo, en 1960, Daniel Lerner, del Instituto de Tecnología de Massachusetts, me invitó a participar en una serie de conferencias sobre la causa y el efecto. El problema de la causalidad biológica me había interesado desde que publiqué en 1926 un artículo sobre el verdecillo (Serinus serinus) y en 1930 otro sobre el origen de la migración de las aves. Así pues, acogí con agrado esta oportunidad de repasar mis ideas sobre el tema. Desde hacía mucho tiempo, me constaba que existía una diferencia categórica entre el mundo vivo y el inanimado. Ambos mundos obedecen las leyes universales descubiertas y analizadas por las ciencias físicas, pero los organismos vivos están sometidos, además, a un segundo conjunto de causas: las instrucciones del programa genético. Este segundo tipo de causación no existe en el mundo inanimado. Desde luego, no había sido yo el primer biólogo que descubría la dualidad de causación en los organismos, pero mi publicación de 1961, basada en aquella serie de conferencias, fue la primera que aportó un análisis detallado de la cuestión.

La verdad es que mis diversos ensayos acerca de las diferencias entre las ciencias de la vida y las ciencias físicas no iban especialmente dirigidas a los filósofos y los físicos, sino más bien a mis colegas los biólogos, que, sin darse cuenta, habían adoptado en sus publicaciones muchos conceptos fisicistas. Por ejemplo, a mí me parecía absurdo que se afirmara que todos los atributos de los sistemas vivos complejos podían explicarse mediante el estudio de los componentes inferiores (moléculas, genes o cosas por el estilo). Los organismos vivos forman una jerarquía de sistemas cada vez más complejos: moléculas, células y tejidos, organismos completos, poblaciones y especies. En cada nivel surgen características que no se habrían podido predecir estudiando los componentes del nivel inferior.

En un principio yo creía que este fenómeno de la emergencia, como ahora se le llama, era exclusivo del mundo vivo; y reconozco que en una conferencia que pronuncié en Copenhague, a principios de los cincuenta, afirmé que la emergencia era uno de los rasgos distintivos del mundo orgánico. En aquella época, todo el concepto de la emergencia se consideraba un tanto metafísico. Cuando el físico Niels Bohr, que se encontraba entre el público, pidió la palabra durante el coloquio, me preparé para encajar una refutación aniquiladora. Sin embargo, y para mi sorpresa, Bohr no puso ninguna objeción al concepto de emergencia, sino sólo a mi idea de que establecía una divisoria entre las ciencias físicas y las biológicas. Citando el caso del agua, cuya «acuosidad» no se puede predecir a partir de las características de sus dos componentes, el hidrógeno y el oxígeno, Bohr afirmó que la emergencia campa por sus respetos en el mundo inanimado.

Además del reduccionismo, otra bestia negra que me disgustaba de manera especial era el pensamiento tipológico, bautizado más adelante como «esencialismo» por el filósofo Karl Popper. Consistía en clasificar la diversidad de la naturaleza en tipos fijos (clases), invariables y perfectamente diferenciados de los demás tipos. Este concepto, que se remonta a Platón y a la geometría pitagórica, resultaba particularmente inadecuado para la biología evolutiva y de poblaciones, donde uno no encuentra clases, sino agrupaciones de individuos únicos; es decir, poblaciones. A los que están acostumbrados al pensamiento fisicista parece que les resulta difícil explicar fenómenos variables del mundo vivo en términos de poblaciones (el llamado pensamiento poblacionista). Discutí este problema largo y tendido con el físico Wolfgang Pauli, que estaba muy interesado en entender cómo pensábamos los biólogos. Casi llegó a entenderlo cuando le sugerí que pensara en un gas formado por sólo 100 moléculas, cada una moviéndose en distinta dirección y a diferente velocidad. Él lo llamó «gas individual».

La biología también ha sido mal interpretada por muchos de los que intentan elaborar una historia de la ciencia. En 1962, cuando se publicó Estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, yo no me explicaba a qué venía tanto alboroto. Era innegable que Kuhn había refutado algunas de las tesis más disparatadas de la filosofía de la ciencia tradicional, y que había recalcado la importancia de los factores históricos. Pero lo que ofrecía a cambio me parecía igual de disparatado. En la historia de la biología, ¿dónde estaban las revoluciones cataclísmicas y dónde los largos períodos de «ciencia normal» postulados por la teoría de Kuhn? Según mis conocimientos de la historia de la biología, no existían tales cosas. Nadie pone en duda que El origen de las especies de Darwin, publicado en 1859, fuera revolucionario, pero las ideas sobre la evolución llevaban un siglo rondando. Y además, la teoría darvinista de la selección natural –el mecanismo clave de la adaptación evolutiva– no se aceptó plenamente hasta casi un siglo después de su publicación. Durante todo este tiempo hubo revoluciones menores, pero jamás un período de ciencia «normal». No sé si la tesis de Kuhn será válida para las ciencias físicas, pero no se puede aplicar a la biología. Los historiadores con formación física no parecían darse cuenta de lo que había sucedido en el estudio de los organismos vivos en los tres últimos siglos.

Para mí estaba cada vez más claro que la biología era una ciencia muy diferente de las ciencias físicas; difería drásticamente en su materia de estudio, en su historia, en sus métodos y en su filosofía. Si bien todos los procesos biológicos son compatibles con las leyes de la física y la química, los organismos vivos no se pueden reducir a estas leyes fisicoquímicas, y las leyes físicas no pueden explicar muchos aspectos de la naturaleza que son exclusivos del mundo vivo. Las ciencias físicas clásicas, en las que se basaba la filosofía de la ciencia clásica, estaban dominadas por un conjunto de ideas inadecuadas para el estudio de los organismos: entre ellas figuraban el esencialismo, el determinismo, el universalismo y el reduccionismo. La biología bien entendida incluye el pensamiento poblacionista, la probabilidad, la oportunidad, el pluralismo, la emergencia y la narración histórica. Se necesitaba una nueva filosofía de la ciencia que pudiera incorporar el modo de pensar de todas las ciencias, tanto la física como la biología.

Lo cierto es que cuando me planteé escribir este libro, tenía en la cabeza un proyecto más modesto. Quería escribir una «biografía» de la biología que diera a conocer al lector la importancia y la riqueza de la biología en su totalidad, y que al mismo tiempo ayudara a los biólogos a título individual a afrontar un problema cada vez más abrumador: la explosión informativa. Cada año aumenta el número de profesionales que contribuyen a engrosar la avalancha de publicaciones. Prácticamente todos los biólogos con los que he hablado se quejan de que ya no tienen tiempo para ponerse al día en cuanto a las publicaciones de su especialidad, y ya no hablemos de las disciplinas afines. Y sin embargo, la información que llega de fuera de los estrechos dominios de la propia especialidad es, a menudo, decisiva para los avances conceptuales. Con mucha frecuencia, a uno se le ocurren nuevas direcciones de investigación cuando se aleja un poco de su propio campo y lo ve como una parte de una explicación más amplia del mundo vivo, en toda su maravillosa diversidad. Ojalá este libro proporcione una plataforma conceptual desde la que los biólogos puedan obtener una perspectiva más amplia de su programa de investigación particular.

Donde más aparente resulta la explosión informativa es en la biología molecular. En este volumen falta una discusión detallada de este campo, no porque yo considere que la biología molecular es menos importante que otros campos de la biología, sino precisamente por la razón contraria. Cuando tratamos de fisiología, desarrollo, genética, neurobiología o comportamiento, los procesos moleculares son los responsables primarios de todo lo que sucede, y cada día se realizan nuevos descubrimientos en estos campos. En los capítulos 8 y 9 he resaltado algunas de las principales generalizaciones («leyes») descubiertas por los biólogos moleculares. Aun así, me da la impresión de que hemos identificado muchos árboles pero aún no hemos visto el bosque. Puede que algunos no estén de acuerdo; en cualquier caso, un repaso completo de la biología molecular exige una competencia que yo no poseo.

Lo mismo se puede decir de otro campo sumamente importante: la biología de los procesos mentales. Todavía nos encontramos en una fase de exploración local y, simplemente, carezco de los conocimientos necesarios de neurobiología y psicología para intentar un análisis general. Un último campo que este volumen no aborda con detalle es la genética. El programa genético desempeña un papel decisivo en todos los aspectos de la vida de un organismo: estructura, desarrollo, funciones y actividades. Desde el auge de la biología molecular, los estudios genéticos se han centrado preferentemente en la genética del desarrollo, que se ha convertido prácticamente en una rama de la biología molecular, y por esta razón no he intentado cubrir este campo. No obstante, tengo la esperanza de que mi tratamiento de la biología como un todo pueda contribuir a una futura «biografía» de ésta y otras ramas fundamentales de la biología que no se abordan directamente en este libro.

Si los biólogos, físicos, filósofos, historiadores y otros profesionales interesados en las ciencias de la vida encuentran observaciones útiles en los capítulos que siguen, este libro habrá cumplido uno de sus objetivos principales. Pero toda persona culta debería estar familiarizada con los conceptos biológicos básicos: evolución, biodiversidad, competencia, extinción, adaptación, selección natural, reproducción, desarrollo y otros muchos que se comentan en este libro. La superpoblación, la destrucción del ambiente y la mala calidad de vida en las ciudades no se pueden resolver con adelantos técnicos, ni por medio de la literatura o la historia, sino sólo con medidas basadas en el conocimiento de las raíces biológicas de estos problemas. «Conocernos a nosotros mismos», como recomendaban los antiguos griegos, implica en primer lugar y por encima de todo conocer nuestros orígenes biológicos. El objetivo principal de este libro es ayudar a los lectores a adquirir un mejor conocimiento de nuestra posición en el mundo vivo y de nuestra responsabilidad hacia el resto de la naturaleza.

Cambridge, Massachusetts,

septiembre de 1996

Capítulo 1

¿Cuál es el sentido de «la vida»?

Los humanos primitivos vivían cerca de la naturaleza. Todos los días tenían que tratar con animales y plantas, actuando como recolectores, cazadores o pastores. Y la muerte –de niños y mayores, de las mujeres en el parto, de los hombres en contiendas– estaba siempre presente. Estoy seguro de que nuestros primeros antepasados ya se plantearon la eterna pregunta: «¿qué es la vida?»

Es posible que en un principio no se estableciera una distinción clara entre la vida de un organismo vivo y el espíritu de un objeto natural no vivo. Casi todos los pueblos primitivos creían que existían espíritus residentes tanto en las montañas y ríos como en los árboles, animales o personas. Este concepto animista de la naturaleza fue extinguiéndose poco a poco, pero se siguió creyendo firmemente que en los seres vivos existía «algo» que los distinguía de la materia inanimada y que se separaba del cuerpo en el momento de la muerte. En la antigua Grecia, ese algo, en el ser humano, se llamó «aliento». Más adelante, y sobre todo en la religión cristiana, se denominó alma.

En los tiempos de Descartes y de la revolución científica, los animales (junto con las montañas, ríos y árboles) habían perdido ya su derecho a poseer alma. Pero la división dualista entre cuerpo y alma en los seres humanos seguía gozando de una aceptación casi universal, y todavía hay mucha gente que cree en ella. Para los dualistas, la muerte era un problema especialmente desconcertante. ¿Por qué tendría el alma que morir de repente o abandonar el cuerpo? Si el alma se separaba del cuerpo, ¿iba a alguna parte, ya fuera el cielo o el nirvana? Hasta que Charles Darwin no desarrolló su teoría de la evolución por selección natural, no fue posible una explicación científica y racional de la muerte. August Weismann, un seguidor de Darwin de finales del siglo XIX, fue el primero en explicar que una rápida secuencia de generaciones produce nuevos genotipos en número suficiente como para hacer frente de manera permanente a los cambios del ambiente. Su ensayo sobre la muerte marcó el comienzo de una nueva era en nuestro conocimiento de lo que la muerte significa.

Sin embargo, cuando los biólogos y los filósofos hablan de «la vida», por lo general no se están refiriendo a la vida (esto es, al vivir) en contraste con la muerte, sino a la vida en contraste con el no vivir de los objetos inanimados. Explicar la naturaleza de esa entidad llamada «vida» ha sido uno de los principales objetivos de la biología. El problema es que «la vida» sugiere la existencia de «algo» –una sustancia o una fuerza–, y durante siglos los filósofos y biólogos han intentado en vano identificar esa sustancia o fuerza vital. En realidad, el sustantivo «vida» es una simple cosificación del proceso de vivir. No existe como entidad independiente[1]. El proceso de vivir se puede estudiar científicamente, cosa que no es posible con la abstracción «vida». Se puede describir e incluso intentar definir lo que es vivir; se puede definir lo que es un organismo vivo; y se puede intentar establecer una distinción entre lo vivo y lo no vivo. Incluso se puede intentar explicar cómo el proceso de vivir es el producto de moléculas que en sí mismas no están vivas[2].

Qué es la vida y cómo se pueden explicar los procesos vitales han sido temas de acaloradas controversias desde el siglo XVI. En pocas palabras, la situación era la siguiente: siempre existía un bando que afirmaba que, en realidad, los organismos vivos no eran diferentes de la materia inanimada; a estas personas se las llamó primero mecanicistas y más tarde fisicistas. Y siempre existió un bando contrario –los llamados vitalistas– que aseguraba que los organismos vivos tenían propiedades que no existían en la materia inerte, y que, por lo tanto, las teorías y conceptos biológicos no se podían reducir a las leyes de la física y la química. En algunos períodos y en ciertos círculos intelectuales, los fisicistas parecieron salir victoriosos; en otros tiempos y lugares pareció que ganaban los vitalistas. En este siglo ha quedado claro que ambos bandos tenían parte de razón y ambos se equivocaban en parte.

Los fisicistas habían acertado al insistir en que no existe un componente metafísico de la vida, y en que, a nivel molecular, la vida se puede explicar según los principios de la física y la química. Por su parte, los vitalistas tenían razón al afirmar que, a pesar de todo, los organismos vivos no son como la materia inerte, sino que poseen numerosas características propias –en especial sus programas genéticos, adquiridos a lo largo del tiempo– que no se han encontrado en la materia inanimada. Los organismos son sistemas ordenados a muchos niveles, muy diferentes de todo lo que conocemos en el mundo inanimado. A la filosofía que acabó compaginando los principios más válidos del fisicismo y el vitalismo (tras descartar los excesos) se le dio el nombre de organicismo, y es el paradigma dominante en la actualidad.

LOS FISICISTAS

Los primeros intentos de explicación natural del mundo (en contraposición con las explicaciones sobrenaturales) fueron obra de varios filósofos griegos, entre ellos Platón, Aristóteles, Epicuro y otros muchos. Sin embargo, estos prometedores principios cayeron en el olvido en siglos posteriores. En la Edad Media predominó la estricta adhesión a las enseñanzas de la Biblia, que atribuían todo lo que existe en la naturaleza a Dios y Sus leyes. Pero el pensamiento medieval, sobre todo a nivel popular, se caracterizaba también por la creencia en toda clase de fuerzas ocultas. Con el tiempo, este pensamiento animista y mágico fue desplazado, aunque no eliminado, por una nueva manera de contemplar el mundo, que se llamó muy apropiadamente «la mecanización de la imagen del mundo» (Maier, 1938)[3].

Las influencias que condujeron a la mecanización de la imagen del mundo fueron múltiples. No sólo hay que incluir a los filósofos griegos, transmitidos al mundo occidental por los árabes junto con escritos originales redescubiertos, sino también los adelantos tecnológicos del final de la Edad Media y comienzos del Renacimiento. A la gente le fascinaban los relojes y otros autómatas y, a decir verdad, casi cualquier tipo de máquina. Esto culminó con la afirmación cartesiana de que todos los organismos, excepto los humanos, no eran otra cosa que máquinas.

Descartes (1596-1650) se convirtió en el portavoz de la revolución científica, que, con su afán de precisión y objetividad, no podía aceptar ideas vagas, basadas en la metafísica y lo sobrenatural, como la del alma de los animales y plantas. Al restringir la posesión de un alma a los humanos y declarar que los animales no eran más que autómatas, Descartes cortó el nudo gordiano, por decirlo de algún modo. Con la mecanización del alma animal, Descartes completó la mecanización de la imagen del mundo[4].

Se hace un poco difícil entender que el concepto mecanicista de los organismos pudiera gozar de tan prolongada aceptación. Al fin y al cabo, no ha existido nunca una máquina que se construyera a sí misma, se reprodujera, se autoprogramara o fuera capaz de procurarse energía por sí misma. La similitud entre un organismo y una máquina es superficial en grado sumo. Y sin embargo, el concepto no acabó de morir hasta bien entrado el siglo XX.

El éxito de Galileo, Kepler y Newton, que utilizaron las matemáticas para reforzar su explicación del cosmos, contribuyó también a la mecanización de la imagen del mundo. Galileo (1623) expresó sucintamente el prestigio de las matemáticas en el Renacimiento al decir que el libro de la naturaleza «no se puede entender a menos que antes se aprenda el idioma y se sepan leer las letras en que está escrito. Está escrito en el idioma de las matemáticas, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales resulta humanamente imposible entender una sola palabra; sin ellas, uno se limita a vagar por un laberinto a oscuras».

Poco después, el rápido avance de la física hizo adelantar otro paso la revolución científica, convirtiendo el mecanicismo más bien general del período anterior en un fisicismo más específico, basado en un conjunto de leyes concretas que regulan el funcionamiento de cielos y tierra[5].

El movimiento fisicista tuvo el enorme mérito de refutar gran parte del pensamiento mágico que, en general, había caracterizado los siglos precedentes. Su principal logro consistió, seguramente, en aportar una explicación natural de los fenómenos físicos, eliminando en gran medida la fe en lo sobrenatural, que previamente era aceptada por casi todo el mundo. Es cierto que el mecanicismo, y sobre todo su derivación, el fisicismo, fue demasiado lejos en ciertos aspectos, pero esto era inevitable en un movimiento nuevo y enérgico. Sin embargo, debido a su parcialidad y a su incapacidad para explicar cualquiera de los fenómenos y procesos exclusivos de los seres vivos, el mecanicismo tuvo que enfrentarse a una rebelión. Este contramovimiento se suele describir con el término genérico de vitalismo.

Desde Galileo hasta los tiempos modernos, en biología se ha dado un tira y afloja entre las explicaciones de la vida estrictamente mecanicistas y las más vitalistas. El cartesianismo alcanzó su culminación con la publicación de El hombre máquina, de La Mettrie (1749). Vino a continuación un vigoroso florecimiento del vitalismo, sobre todo en Francia y Alemania, pero los nuevos triunfos de la física y la química a mediados del siglo XIX inspiraron otro resurgimiento del fisicismo en biología. Se limitó prácticamente a Alemania, lo cual no resulta sorprendente, teniendo en cuenta que en el siglo XIX Alemania era el país donde más estudios biológicos se realizaban.

El florecimiento del fisicismo

El movimiento fisicista del siglo XIX se produjo en dos oleadas. La primera fue una reacción contra el vitalismo moderado defendido por Johannes Müller (1801-1858), que en los años 30 del siglo se pasó de la fisiología pura a la anatomía comparada, y por Justus von Liebig (1803-1873), famoso por sus incisivas críticas, que contribuyeron a poner fin al reinado del inductivismo. Los impulsores del movimiento fueron cuatro ex alumnos de Müller: Hermann Helmholtz, Emil DuBois-Reymond, Ernst Brücke y Matthias Schleiden. La segunda oleada, que comenzó hacia 1865, se identifica con los nombres de Carl Ludwig, Julius Sachs y Jacques Loeb. Es innegable que estos fisicistas hicieron importantes contribuciones a la fisiología. Helmholtz (junto con Claude Bernard en Francia) despojó al «calor animal» de sus connotaciones vitalistas, y DuBois-Reymond desveló gran parte del misterio de la fisiología nerviosa al presentar una explicación física (eléctrica) de la actividad de los nervios. Schleiden hizo avanzar la botánica y la citología con su insistencia en que las plantas están formadas por células y en que todos los elementos estructurales de las plantas son células o productos celulares. Helmholtz, DuBois-Reymond y Ludwig se destacaron sobre todo por inventar instrumentos cada vez más precisos para realizar las minuciosas mediciones que les interesaban. Esto les permitió, entre otros logros, descartar la existencia de una «fuerza vital», al demostrar que el trabajo se podía transformar en calor sin que quedara residuo. Todas las historias de la fisiología escritas desde entonces han recogido éstos y otros importantes avances.

Sin embargo, la filosofía básica de esta escuela fisicista era bastante ingenua, y era inevitable que provocara el desdén de los biólogos con conocimientos de historia natural. En las crónicas históricas de los muchos logros de los fisicistas, se suele pasar por alto su ingenuidad al referirse a los procesos biológicos. Pero no se puede entender la apasionada resistencia de los vitalistas a las proclamas de los fisicistas sin estar familiarizado con las explicaciones que los fisicistas ofrecían.

Resulta irónico que los fisicistas atacaran a los vitalistas por invocar una «fuerza vital» abstracta, ya que en sus propias explicaciones ellos mismos empleaban factores igualmente abstractos, como «energía» y «movimientos». Las definiciones de la vida y las descripciones de los procesos vitales formuladas por los fisicistas solían consistir en declaraciones absolutamente vacuas. Por ejemplo, el físico-químico Wilhelm Ostwald definía un erizo de mar como «una suma coherente y espacialmente discreta de cantidades de energía», como cualquier otro fragmento de materia. Para muchos fisicistas, una definición vitalista inaceptable se convertía en aceptable si se sustituía la fuerza vital por una «energía» igualmente indefinida. Wilhelm Roux (1895), responsable del florecimiento de la embriología experimental, declaró que el desarrollo es «la producción de diversidad debida a la distribución desigual de energía».

Aún más en boga que «energía» estaba la palabra «movimiento» para explicar los procesos vitales, incluidos los de desarrollo y adaptación. DuBois-Reymond (1872) escribió que el conocimiento de la naturaleza «consiste en explicar todos los cambios del mundo como consecuencia del movimiento de átomos»; es decir, en «reducir los procesos naturales a la mecánica de los átomos... Cuando se demuestra que los cambios de todos los cuerpos naturales se pueden explicar como una suma constante... de energía potencial y cinética, no queda ya nada por explicar en dichos cambios». Sus contemporáneos no parecían advertir que estas afirmaciones no eran más que palabras vacías, sin evidencia sustancial y con muy poco valor explicativo.

La creencia en la importancia del movimiento de los átomos no era exclusiva de los fisicistas: también la compartían algunos de sus oponentes. Para Rudolf Kölliker (1886) –un citólogo suizo que se percató de que los cromosomas del núcleo intervienen en la herencia y de que los espermatozoides son células–, el desarrollo era un fenómeno estrictamente físico, controlado por diferencias en los procesos de crecimiento: «Basta con postular la ocurrencia en el núcleo de movimientos regulares y típicos, controlados por la estructura del idioplasma».

Como queda de manifiesto en las declaraciones del botánico Karl Wilhelm von Nägeli (1884), otra de las explicaciones favoritas de los mecanicistas consistía en invocar «movimientos de las partes más pequeñas» para explicar «la mecánica de la vida orgánica»[6]. Para E. Strasburger, uno de los principales botánicos de la época, el efecto del núcleo sobre el resto de la célula –el citoplasma– consistía en «una propagación de movimientos moleculares... de un modo que podría compararse a la transmisión de un impulso nervioso»; no se trataba, pues, de un transporte de materiales. Por supuesto, esta idea es completamente errónea. Estos fisicistas nunca se dieron cuenta de que sus declaraciones sobre energía y movimiento no explicaban absolutamente nada. Los movimientos, si no se dirigen, se producen al azar, como el movimiento browniano. Algo tiene que dar dirección a esos movimientos, y en eso precisamente insistían siempre sus adversarios vitalistas.

Donde más quedaba en evidencia la debilidad de las interpretaciones puramente fisicistas era en las explicaciones de la fecundación. Cuando F. Miescher (discípulo de His y Ludwig) descubrió el ácido nucleico en 1869, creía que la función del espermatozoide era puramente mecánica, consistente en iniciar la división celular. Como consecuencia de esta ofuscación fisicista, Miescher no se percató de la importancia de su propio descubrimiento. Jacques Loeb sostenía que los agentes verdaderamente fundamentales de la fecundación no eran las nucleinas del espermatozoide, sino los iones. Casi da vergüenza leer a Loeb cuando afirma que «el Branchipus es un crustáceo de agua dulce que, si se cría en una solución salina concentrada, se hace más pequeño y experimenta algunos otros cambios; en este caso, se le llama Artemia». Los conocimientos biológicos de los fisicistas no estaban a la altura de su refinada formación química y, sobre todo, físico-química. Ni siquiera Sachs, que tan diligentemente estudió los efectos de diversos factores extrínsecos en el crecimiento y la diferenciación, parece haberse planteado en algún momento la cuestión de por qué las semillas de diferentes especies de plantas, criadas en idénticas condiciones de luz, agua y nutrientes, daban lugar a plantas de especies completamente diferentes.

Posiblemente, la escuela mecanicista más intransigente de la biología moderna fue la de la Entwicklungsmechanik, fundada hacia 1880 por Wilhelm Roux. Esta escuela de embriología representó una rebelión contra la parcialidad de los embriólogos comparativos, que sólo estaban interesados en cuestiones filogenéticas. Uno de los colaboradores de Roux, el embriólogo Hans Driesch, empezó siendo más mecanicista aún que él, si cabe, pero con el tiempo experimentó una conversión radical, de mecanicista extremista a vitalista extremista. Esto sucedió cuando dividió un embrión de erizo de mar en la fase de dos células, obteniendo dos embriones de una célula cada uno, y observó que estos embriones no daban lugar a medios organismos, como sus teorías mecanicistas postulaban, sino que eran capaces de compensar la pérdida y desarrollarse hasta formar larvas algo pequeñas, pero por lo demás perfectas.

Con el tiempo, la vaciedad e incluso el absurdo de estas explicaciones de la vida puramente fisicistas se hicieron evidentes para casi todos los biólogos, que, sin embargo, solían conformarse con adoptar la postura agnóstica y argumentar simplemente que los organismos y los procesos vitales no se pueden explicar por completo mediante el fisicismo reduccionista.

LOS VITALISTAS

El problema de explicar «la vida» interesó a los vitalistas desde la revolución científica hasta bien avanzado el siglo XIX, pero no se convirtió en materia de análisis científico hasta el auge de la biología posterior a la década de 1820. Descartes y sus seguidores habían sido incapaces de convencer a los que estudiaban los animales y las plantas de que no existían diferencias trascendentales entre los organismos vivos y la materia inanimada. Pero tras la oleada de fisicismo, estos naturalistas tuvieron que plantearse de nuevo la naturaleza de la vida e intentar presentar argumentos científicos (no metafísicos o teológicos) contra la teoría maquinista de Descartes acerca de los organismos. Esta necesidad hizo surgir la escuela vitalista de biología[7].

Las reacciones de los vitalistas a las explicaciones fisicistas fueron muy diversas, ya que el mismo paradigma fisicista era muy amplio, no sólo en lo que afirmaba (que los procesos biológicos son mecánicos y se pueden reducir a las leyes de la física y la química), sino también en lo que no tenía en cuenta (las diferencias entre los organismos y la materia inerte, la existencia de propiedades adaptativas mucho más complejas en animales y plantas –la Zweckmässigkeit de Kant– y las explicaciones de la evolución). Cada una de estas afirmaciones y omisiones fue criticada por uno u otro adversario del fisicismo. Algunos vitalistas se centraron en las propiedades vitales no explicadas, otros en el carácter holístico de los seres vivos, y otros más, en la adaptación o la determinación (como en el desarrollo del óvulo fecundado).

Tradicionalmente, todas estas argumentaciones contrarias a los diversos aspectos del fisicismo se han agrupado bajo la etiqueta de vitalismo. En cierto sentido, esto no carecía de razón, ya que todos los antifisicistas defendían las propiedades específicamente biológicas de los organismos vivos. Sin embargo, la etiqueta de vitalistas enmascara la heterogeneidad de este grupo[8]. Por ejemplo, en Alemania, algunos biólogos (a los que Lenoir llama teleomecanicistas) pretendían explicar mecánicamente los procesos fisiológicos, pero insistían en que esto no explicaba ni la adaptación ni los procesos dirigidos, como el desarrollo del óvulo fecundado. Estas cuestiones se plantearon una y otra vez desde 1790 hasta finales del siglo XIX, pero ejercieron muy poco efecto en los escritos de los principales fisicistas, como Ludwig, Sachs o Loeb.

El vitalismo, desde su aparición en el siglo XVII, fue siempre un antimovimiento. Fue una rebelión contra la filosofía mecanicista de la revolución científica y contra el fisicismo de Galileo o Newton. Combatió apasionadamente la doctrina que afirma que un animal no es más que una máquina y que todas las manifestaciones de la vida se pueden explicar perfectamente como materia en movimiento. Pero, a pesar de lo decididos y convincentes que se mostraron los vitalistas en su rechazo del modelo cartesiano, sus propias explicaciones resultaban indecisas y poco convincentes en la misma medida. Hubo una gran diversidad de explicaciones, pero ninguna teoría aglutinante.

Según un grupo de vitalistas, la vida estaba relacionada con una sustancia especial (a la que llamaban protoplasma) que no se encontraba en la materia inanimada, o con un estado especial de la materia (como el estado coloidal) que, según se afirmaba, las ciencias fisicoquímicas eran incapaces de analizar. Otro conjunto de vitalistas sostenía que existe una fuerza vital especial (llamada a veces Lebenskraft, entelequia o élan vital), diferente de las fuerzas que estudian los físicos. Algunos de los que aceptaban la existencia de dicha fuerza eran también teólogos, que creían que la vida se había creado con algún propósito final. Otros autores invocaban fuerzas psicológicas o mentales (psicovitalismo, psicolamarckismo) para explicar aspectos de los organismos vivos que los fisicistas habían sido incapaces de explicar.

Los que defendían la existencia de una fuerza vital tenían opiniones muy diversas acerca de la naturaleza de dicha fuerza. Aproximadamente desde mediados del siglo XVII, el agente vital se describió con mucha frecuencia como un fluido (no un líquido), en analogía con la gravedad de Newton, el fluido calórico, el flogisto y otros «fluidos imponderables». La gravedad era invisible, lo mismo que el calor que fluía desde un objeto caliente a uno frío; por lo tanto, no se consideraba disparatado o improbable que el fluido vital fuera también invisible, aunque no se tratara necesariamente de algo sobrenatural. Por ejemplo, el influyente naturalista alemán de finales del siglo XVIII J. F. Blumenbach (que escribió abundantemente sobre extinción, creación, catástrofes, mutabilidad y generación espontánea) consideraba que dicho fluido vital, aunque invisible, era algo muy real y que se podía estudiar científicamente, lo mismo que la gravedad[9]. Con el tiempo, el concepto del fluido vital fue sustituido por el de la fuerza vital. Incluso un científico tan eminente como Johannes Müller consideraba que una fuerza vital era indispensable para explicar las de otro modo inexplicables manifestaciones de la vida.

En Inglaterra, todos los fisiólogos de los siglos XVI, XVII y XVIII tenían ideas vitalistas, y durante el período de 1800-1840 el vitalismo aún seguía pujante en los escritos de J. Hunter, J. C. Prichard y otros. En Francia, donde el cartesianismo había ejercido mayor influencia, no resulta sorprendente que el contramovimiento de los vitalistas fuera igualmente vigoroso. Sus representantes más destacados en Francia fueron los de la escuela de Montpellier (un grupo de médicos y fisiólogos vitalistas) y el histólogo F. X. Bichat. Incluso Claude Bernard, que estudió materias tan funcionales como los sistemas nervioso y digestivo y se consideraba contrario al vitalismo, defendió numerosas ideas vitalistas. Por añadidura, casi todos los lamarckistas eran bastante vitalistas en su manera de pensar.

Pero fue en Alemania donde el vitalismo floreció con más intensidad y alcanzó mayor diversidad. Georg Ernst Stahl, químico y médico de finales del siglo XVII conocido principalmente por su teoría flogística de la combustión, fue el primer gran adversario de los mecanicistas. Posiblemente fue más animista que vitalista, pero sus ideas ejercieron gran influencia en la escuela de Montpellier.

El siguiente impulso del movimiento vitalista en Alemania coincidió con la controversia preformación/epigénesis, que dominó la biología del desarrollo durante la segunda mitad del siglo XVIII. Los partidarios de la preformación sostenían que las partes del organismo adulto existen, aunque muy pequeñas, desde el comienzo mismo del desarrollo. Los epigenetistas sostenían que los órganos del adulto aparecen como consecuencia del desarrollo, pero no están presentes desde un principio. En 1759, cuando el embriólogo Caspar Friedrich Wolff refutó la teoría de la preformación en favor de la epigénesis, tuvo que invocar algún agente causal que transformara la masa completamente informe del huevo fecundado en un adulto de la especie, y llamó a dicho agente vis essentialis.

J. F. Blumenbach rechazó por abstracta la vis essentialis y propuso en su lugar una fuerza formadora concreta, el nisus formativus, que desempeñaría una función decisiva no sólo en el desarrollo del embrión, sino también en el crecimiento, la regeneración y la reproducción. También aceptaba la existencia de otras fuerzas, como la irritabilidad y la sensibilidad, que contribuirían al mantenimiento de la vida. Blumenbach era bastante pragmático respecto a dichas fuerzas: las consideraba básicamente etiquetas para designar procesos observados, cuyas causas desconocía. Más que principios metafísicos, para él eran «cajas negras», mecanismos de funcionamiento misterioso.

La rama de la filosofía alemana denominada Naturphilosophie, fundada por F. W. J. Schelling y sus seguidores a principios del siglo XIX, era un vitalismo claramente metafísico, pero la filosofía práctica de biólogos profesionales como Wolff, Blumenbach y, con el tiempo, Müller, era antifisicista pero no metafísica. Müller ha sido tildado de metafísico y anticientífico, pero la acusación es injusta. Era coleccionista de mariposas y plantas desde la infancia y había adquirido el hábito del naturalista de considerar los organismos holísticamente. Sus alumnos carecían de esta percepción y tendían más a apoyarse en las matemáticas y las ciencias físicas. Müller se dio cuenta de que el lema «la vida es un movimiento de partículas» no significaba nada y no explicaba nada, y defendió en su lugar el concepto de Lebenskraft (fuerza vital), que era falso pero más cercano al concepto de programa genético que las superficiales explicaciones fisicistas de sus discípulos rebeldes[10].

Muchos de los argumentos propuestos por los vitalistas pretendían explicar características concretas de los organismos, que hoy se explican con el programa genético. Presentaron numerosas refutaciones, perfectamente válidas, de la teoría maquinista; pero, debido al estado incipiente de los conocimientos biológicos de la época, fueron incapaces de encontrar las explicaciones correctas de muchos fenómenos vitales, que se descubrieron durante el siglo XX. En consecuencia, la mayor parte de la argumentación de los vitalistas era negativa. A partir de la década de 1890, Driesch sostenía, por ejemplo, que el fisicismo era incapaz de explicar la autorregulación de las estructuras embrionarias, la regeneración, la reproducción y los fenómenos psíquicos, como la memoria y la inteligencia. Y lo curioso es que si en los escritos de Driesch se sustituye la palabra «entelequia» por «programa genético», surgen frases perfectamente correctas. Aquellos vitalistas no sólo sabían que en las explicaciones mecanicistas faltaba algo; también describieron con detalle la naturaleza de los fenómenos y procesos que los mecanicistas eran incapaces de explicar[11].

Teniendo en cuenta los numerosos puntos débiles, e incluso contradicciones, de las explicaciones vitalistas, puede parecer sorprendente que el vitalismo se difundiera tanto y predominase durante tanto tiempo. Una de las razones, como hemos visto, fue que en aquella época no existía otra alternativa a la teoría reduccionista del organismo como máquina, que para muchos biólogos era sencillamente inaceptable. Otra razón fue que el vitalismo contaba con el firme apoyo de otras ideologías entonces dominantes, entre ellas la creencia en un propósito cósmico (teleología o finalismo). En Alemania, Immanuel Kant ejerció gran influencia en el vitalismo, sobre todo en la escuela teleomecanicista, y dicha influencia se advierte aún en los escritos de Driesch. En las obras de muchos vitalistas se hace evidente una estrecha relación con el finalismo[12].

Debido en parte a sus tendencias teleológicas, los vitalistas se opusieron con firmeza a la selección natural darviniana. La teoría evolucionista de Darwin negaba la existencia de una teleología cósmica y proponía en su lugar un «mecanismo» del cambio evolutivo: la selección natural. «En el descubrimiento darviniano de la selección natural en la lucha por la existencia vemos la prueba más decisiva de la validez exclusiva de las causas de funcionamiento mecánico en todo el reino de la biología, y vemos en ello el fallecimiento definitivo de todas las teorías teleológicas y vitalistas de los organismos» (Haeckel 1866). El seleccionismo convirtió el vitalismo en algo superfluo en el terreno de la adaptación.

Driesch fue un antidarvinista furioso, lo mismo que otros vitalistas, pero sus argumentos en contra de la selección natural eran consistentemente ridículos y demostraban claramente que no había entendido nada de la teoría. El darvinismo, que aportaba un mecanismo para la evolución y negaba al mismo tiempo los conceptos finalistas o vitalistas, se convirtió en la base de un nuevo paradigma para explicar «la vida».

El declive del vitalismo

Cuando se propuso por primera vez y ganó amplia aceptación, el vitalismo parecía aportar una respuesta razonable a la engorrosa pregunta «¿qué es la vida?». Además, en aquella época constituía una alternativa teórica legítima, no sólo al crudo mecanicismo de la revolución científica, sino también al fisicismo del siglo XIX. El vitalismo parecía explicar las manifestaciones de la vida mucho mejor que la simplista teoría de la máquina propuesta por sus oponentes.

Sin embargo, considerando el dominio que ejerció el vitalismo en la biología y lo mucho que duró este predominio, resulta sorprendente lo rápido y completo que fue su declive. El último apoyo del vitalismo como concepto biológico viable desapareció hacia 1930. A su caída contribuyeron muchos y muy diferentes factores.

En primer lugar, el vitalismo se veía cada vez más como un concepto metafísico, no científico. No se lo consideraba científico porque los vitalistas carecían de métodos para ponerlo a prueba. Al afirmar dogmáticamente la existencia de una fuerza vital, los vitalistas impidieron con frecuencia la búsqueda de un reduccionismo constructivo, que pudiera esclarecer las funciones básicas de los organismos vivos.

En segundo lugar, la creencia en que los organismos estaban formados por una sustancia especial, muy diferente de la materia inanimada, fue perdiendo apoyo poco a poco. Durante gran parte del siglo XIX se creyó que dicha sustancia era el protoplasma, el material celular que rodea al núcleo[13]. Más adelante se la llamó citoplasma (término introducido por Kölliker). Dado que el protoplasma parecía poseer lo que se llamaba «propiedades coloidales», dio lugar a una floreciente rama de la química: la química coloidal. Sin embargo, la bioquímica y la microscopía electrónica acabaron determinando la auténtica composición del citoplasma y esclareciendo la naturaleza de sus diversos componentes: orgánulos celulares, membranas y macromoléculas. Se comprobó que no existía una sustancia especial a la que llamar «protoplasma», y la palabra y el concepto desaparecieron de la literatura biológica. También la naturaleza del estado coloidal se explicó bioquímicamente, y la química de coloides dejó de existir. De este modo quedó refutada la existencia de una sustancia viva de naturaleza aparte, y se pudieron explicar las propiedades aparentemente únicas de la materia viva en términos de macromoléculas y su organización. Y por otra parte, las macromoléculas están compuestas por los mismos átomos y pequeñas moléculas que la materia inanimada. Cuando Wöhler, en 1828, sintetizó en su laboratorio urea –una sustancia orgánica–, demostró por primera vez la posibilidad de transformar artificialmente compuestos inorgánicos en una molécula orgánica.

En tercer lugar, to

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