BUENOS DÍAS (POR DECIR ALGO)
No lo recuerdo bien. Es todo muy confuso, pero acabo de salir de una situación comprometida, angustiosa. Afortunadamente, en un abrir de ojos, cuando todo hacía presagiar un final trágico, el escenario ha cambiado. Todo ha vuelto a la normalidad, como por arte de magia.
Me he despertado. Estaba soñando. Parecía que me movía, pero estaba quieto, o quería moverme y no podía porque estaba paralizado. Oía voces, pero nadie hablaba. Veía, pero mis ojos estaban cerrados. Estaba aterrorizado por algo que estaba sucediendo, pero todo estaba en orden. Unas cámaras y micrófonos en la habitación solo mostrarían a un señor durmiendo, quieto y callado.
¿Quién soñaba? ¿Yo? No puede ser, estaba dormido. No podía ni quería construir esa absurda situación. Me limitaba a sentirla, a padecerla, como si de verdad estuviera sucediendo. Yo era un personaje ficticio de una historia también ficticia.
Ha bastado con abrir los ojos a la realidad para que todo desaparezca. He vuelto a ser yo. Algo en mí estaba contándome una historia falsa que la he vivido, ingenuamente, como si fuera real, como si ese no-yo fuera yo.
Pasado el susto, aquí estoy con mis rutinas un día más. El mismo de siempre. Yo, el de verdad…
Me levanto. Voy al baño. Me preparo el desayuno. Repaso la agenda y me pongo a escribir estas líneas. Todo sucede de manera automática, sin esfuerzo, de modo coherente con lo que, realmente, está ocurriendo.
¿De dónde sale toda esa actividad? ¿Quién o qué da a mis músculos las órdenes precisas para que no se derrame el café con leche cuando cojo la taza y la acerco a la boca? ¿Qué hace que me vengan a la mente unas palabras y no otras? ¿Qué hace que esas palabras las oiga internamente y mis dedos las escriban en la pantalla del ordenador? ¿Qué o quién las dicta?
Es evidente que soy yo el que desarrolla la agenda y ha tenido el sueño. Soy yo el que desayuna y está escribiendo. Lo hago sin esfuerzo. Simplemente, sucede.
¿Decido yo desayunar y escribir y mi cuerpo obedece, o… mi cuerpo decide y yo obedezco o, quizá las dos cosas, una colaboración?
Salgo de casa. Arranco el coche y me dirijo a un terrenito en el que me entretengo con las plantas. Un recorrido breve, habitual. Conduzco automáticamente a la vez que oigo una voz interior apenas audible que me habla de mí, de mi pasado, presente y futuro. Es como una música de fondo que aparece sin contar conmigo y que me habla de mí, cuando no estoy haciendo algo que requiera toda mi atención.
¿Soy yo el que conduce, el que repasa mi biografía y mi futuro?
¿Qué es el Yo?
«¿Quién eres?», le preguntó Moisés a alguien que lo sabía y podía todo.
«Yo soy el que soy».
Una respuesta tautológica (según el DRAE: «Enunciado que, con otras palabras, repite lo mismo que ya se ha dicho, sin que aporte nueva información»), impropia de alguien tan sabio.
No puede ser de otro modo. La verdadera respuesta ¡no la conoce ni Dios!
Le he dado muchas vueltas a esta cuestión. Otras muchas personas también lo han hecho. He leído sus libros. Puede que nunca te la hayas planteado; no hace falta hacerlo para vivir cuando te sientes bien. Otras cosas te ocupan y preocupan, pero tal vez formes parte de un creciente colectivo de padecientes, quienes, sin saber por qué, un mal día no se encuentran bien y para ellos todo se tuerce. No es un sueño; estás despierto. ¿Qué sucede en tu cuerpo, en tus vísceras, músculos, huesos y articulaciones para que te sientas mal, como si algo interno fallara, por lo que sea?
Acudes a los médicos para encontrar la explicación y la solución, pero no dan con ninguna de las dos. Pasan meses, años, y todo sigue igual. No entiendes nada. Cada vez te sientes peor, en todos los sentidos. Esa es la realidad «real». Algo no funciona en tu cuerpo. Sin embargo, los profesionales dicen que tu cuerpo es normal.
—No tienes nada. Es todo normal. ¡Eres tú! Estás deprimido, tienes ansiedad, imaginas que estás enfermo, sin estarlo, por los motivos que sean. Tú sabrás. Te pido una consulta a Psiquiatría.
¿Qué es eso del Yo que te mortifica, no en un sueño, sino en la vida real? ¿Es un sueño la vida? ¿Tienes un intruso que controla tu cuerpo?
¿Qué es, realmente, el Yo? ¿Eres tú? ¿Todo lo que te sucede es por tu culpa? ¿Está en tu cabeza y no donde sientes el dolor?
No. Rotundamente, no. Quítate esa idea de la cabeza antes de seguir leyendo.
Vamos a ello, pero primero dale vueltas a la cuestión: ¿qué es el Yo? Intenta contestar, como si estuvieras en un examen crucial del que todo depende. Tienes todos los folios y el tiempo que desees para hacerlo. Puedes consultar tu ordenador, pero no te limites a cortar y pegar. Piensa y escribe lo que se te ocurra.
¿No sabes qué contestar? ¿El folio sigue en blanco?
Con toda seguridad, aunque parezca lo contrario, es el examen más fácil al que te hayas enfrentado nunca. La respuesta a la pregunta de «¿qué es el Yo?» está tirada. Te la chivo. Escribe: «No tengo ni idea».
Has aprobado el examen.
No tenemos ni idea de qué es el Yo. Nos limitamos a sentirlo, a vivirlo, sin saber lo que es, dónde y cómo se construye, pero sí sabemos, a ciencia (in)cierta, que no es lo que parece. No te dejes engañar por los que actúan como si conocieran la respuesta en todos sus detalles y te ofrecen todo tipo de remedios.
Si nos va bien, no hay problema. Cuando no es así y todos sospechan que «eres tú», tienes que tomar cartas en el asunto y ocuparte del «Yo», para protegerlo de acusaciones sin fundamento.
En el libro te cuento, desde mi ignorancia, lo que pienso sobre esta cuestión… desde mi Yo vivido, como padeciente y como supuesto experto imposible en esa materia oscura.
Merece la pena que conozcas lo poquito que se sabe, no sobre lo que es, sino sobre lo que no es y lo mucho que se ignora sobre lo que pueda ser. Te puede devolver a la vida.
Ten curiosidad por aprender e intenta controlar la ansiedad, las prisas por solucionar el problema, por conocer el final ya en el primer capítulo.
Como sucede en el cine, hay que mantener la tensión en el relato hasta el momento del desenlace.[1]
CUENTOS (Y CUENTAS)
Dicen los físicos, a falta de una hipótesis mejor, que en el principio de los tiempos se produjo probablemente una gran explosión (big bang) o apareció de la nada un átomo primitivo o huevo cósmico (según el término propuesto en 1930 por el jesuita y astrofísico belga Georges Lemâitre) que dio lugar a lo largo de miles de millones de años a todo lo que ahora existe: por ejemplo, tú y yo.
La realidad solo era un conjunto de partículas subatómicas de cuya interacción surgieron los átomos; los átomos generaron moléculas; determinadas moléculas se asociaron en un recinto cerrado por una membrana-frontera con permeabilidad selectiva y dieron lugar a una célula primigenia, el primer Yo; algunos seres unicelulares optaron por asociarse y crear organismos pluricelulares estables, y esos organismos se integraron, en nuestro caso, en sociedades de organismos.
Tú y yo somos la consecuencia de ese proceso, gracias a que todos nuestros antepasados, a partir de un Yo común, primigenio, unicelular, fueron capaces de autoorganizarse y asociarse para sobrevivir y reproducirse.
No descendemos del mono, sino de las partículas que surgieron de la nada.
La clave del éxito para haber llegado vivos a este momento reside en la información que fluye continuamente entre todos esos componentes, desde las partículas a las sociedades, en ambas direcciones. Todos los pasos de nuestra endiablada complejidad están estrictamente controlados, integrados y regulados, y se adaptan a las variaciones del entorno físico y social. Todo depende de todo. Todo se cuenta (se mide y se relata). Todo se controla. Todo genera datos que recogen los correspondientes receptores. Sin información, sin transparencia entre todos esos componentes, no hay supervivencia.
Vivir (sobrevivir) es contar(se) y escuchar(se) para construir y actualizar un «relato primordial», que nos ronronea internamente y que compartimos en sociedad: «A algo o alguien le sucede algo causado por algo o por alguno».[2]
Cada Yo es un relato que trata de dar con las causas de lo que le con-mueve, para contárselas y contarlas, si tiene quien le escuche.
Una «simple» célula se cuenta y escucha, a sí misma y al resto de las células del organismo. Un «simple» individuo (organismo) también se cuenta a sí mismo cuando piensa en Babia (en sí mismo) sin nada mejor que hacer, y ronronea el ir y venir del pasado al presente y futuro (modo por defecto, memoria autobiográfica, resting state), construyendo un relato en el que vivir individual y colectivamente.[3]
«Converso con el hombre que siempre va conmigo», confesaba Antonio Machado hablando de su Yo.[4]
Primera cita en la consulta
Los sapiens disponemos, entre otras, de dos poderosas herramientas exclusivas para sobrevivir: el conocimiento, que nos permite ser profesionales con acceso a tecnología avanzada, y el lenguaje, imprescindible para comunicar ese conocimiento. Venimos de las partículas, pero desde ellas hemos evolucionado a las sociedades tuteladas por expertos que identifican los problemas, proponen soluciones y nos cuentan historias, en este caso, sobre salud y enfermedades. A veces (demasiadas) los profesionales se encogen de hombros ante nuestras preguntas. No saben, no contestan… o, simplemente, no nos creen, porque lo que les contamos no encaja en sus esquemas. No tienen explicación médica para los síntomas.[5]
La consulta era un lugar de encuentro para contarnos y escucharnos, en una primera cita, el padeciente y yo.
Yo iniciaba el turno de preguntas:
¿Qué me cuentas? ¿Qué sientes? ¿Dónde, cuándo, cuánto, qué lo empeora o mejora? ¿A qué te dedicas? ¿Qué haces y no puedes hacer? ¿Qué te gustaría hacer si pudieras?
Mi obligación consistía en sentir curiosidad por lo que el padeciente me contaba, escuchar respuestas para construir nuevas preguntas.
—Cuenta, cuenta más.
Por lo general, con escuchar, preguntar y explorar me hacía una idea bastante fiable sobre el estado del organismo. Recuperaba mi asiento en la mesa y cedía el turno de preguntas al padeciente.
—¿Qué me cuentas ahora tú? ¿Qué tengo? ¿Qué opinas? ¿Qué me aconsejas?
—A pesar de todo lo que me has contado creo que estás sano. Es la hipótesis que más me convence.
No acababa ahí el encuentro. Una vez despejada razonablemente la posibilidad de la enfermedad, tenía que ocuparme del Yo que tenía al otro lado de la mesa, como sujeto que siente, sufre, piensa, duda, confía y desconfía, se emociona, desea, teme, cree, actúa, juzga, se juzga y es juzgado y… se cuenta, con la esperanza de ser entendido y atendido.
—Tengo más preguntas. Las más importantes: ¿Qué piensas sobre ti, sobre tu cuerpo? ¿Qué te cuentas? ¿Qué te han contado? ¿Qué piensas sobre lo que te han contado y sobre lo que pienso: que estás sano? ¿Qué sentido tiene tu vida en este momento? ¿Cómo ves el futuro?
De eso va este libro: de la biología de los relatos, del Yo que no deja de contarse, en función de lo que le cuentan su propio organismo y el de otros, en los sueños y en la vida real, concentrado en una tarea o pensando, ensimismado, no en Babia, sino en su Yo hecho historia, pasada y futura.
Si me estás leyendo es porque me has dado una oportunidad, una primera cita, como en el programa First Dates de la televisión. Espero que la relación sea exitosa y no me des plantón en los primeros capítulos, con las primeras supuestas respuestas a tus preguntas. Intentaré caerte bien para que llegues hasta el final del libro.
Sobre todo espero que no leas lo que no he escrito o, al menos, no he querido escribir. Sucede a veces; incurrimos en la falacia del hombre de paja, esto es, modificamos lo que dice el interlocutor para fortalecer nuestra posición: «dice que digo», «piensa que yo pienso», aunque uno esté intentando decir, justamente, lo contrario.
Se nos da mejor contarnos que escuchar. Nos quitamos la palabra unos a otros en las tertulias. Tendemos todos al relato egoísta, inamovible, que solo piensa y actúa desde su perspectiva, sus temores, deseos e intereses. A veces nos enclaustramos en ese relato y no escuchamos, y llegamos a la conclusión de que nadie nos entiende, porque no dicen lo que queremos oír. Por supuesto, en ocasiones no nos atienden, ni entienden ni creen, pero en otras somos nosotros los que nos negamos a modificar nuestra versión de las cosas, impidiendo así que el encuentro sea fructífero. Buscamos complicidad en el grupo al que nos afiliamos y dejamos de lado la información, el (des)conocimiento.
Los sapiens, la especie más (des)informada
Sigo con la presentación, con mi relato: como médico, me interesa la vida, la biología (tratado de la vida), todo aquello que tiene que ver con su origen, desarrollo y persistencia y el poder disfrutarla o padecerla. Me interesan, por supuesto, la bioquímica, la fisiología, la patología, las moléculas, las células, los órganos y los sistemas, los diagnósticos y las terapias, pero también los relatos, la información: ese componente de la realidad que acompaña inevitablemente a la materia y la energía y que todos los seres vivos necesitan adquirir para construir un relato (a algo o alguien le sucede algo a causa de algo o alguno) y así sobrevivir.
No solo de pan vive el hombre, sino también de toda palabra que sale de muchas y variadas bocas.
Los sapiens, por la evolución peculiar de nuestra condición social, somos la especie que más información ha acumulado, los que tenemos más cosas que contarnos, los más chismosos. Somos entidades individuales y grupales. Un Yo integrado en un grupo.[6], [7]
Gracias a ello hemos sobrevivido y nos hemos reproducido en todo tipo de entornos, pero puede que hablemos demasiado, a veces sin fundamento. No es fácil digerir todo ese atracón de datos sobre salud y enfermedad. Quizá necesitemos ponernos a dieta para eliminar toda esa grasa cognitiva sobrante, acumulada en los circuitos neuronales.
Una vez cumplido el mandato laboral (me jubilaron a los sesenta y cinco años) y el biológico: tratar de sobrevivir como individuo (tengo setenta y ocho años) y como especie (seis hijos), solo me queda contarme, informar sobre mi experiencia de vida. A eso nos dedicamos los jubilados cuando ya no nos quieren en el trabajo: a contarnos. Es nuestra obligación compartir la experiencia de haber vivido ya lo suficiente como para sacar conclusiones, acertadas o erróneas, sobre las causas de lo que nos afecta.
Es mi relato como médico y padeciente, el que escribe el libro. Yo soy mi relato. Mi relato es el que es. Soy un lector más de mí mismo. Desconozco lo que me (te) voy a contar hasta que los músculos de mis dedos teclean en el ordenador, obedeciendo a lo que el guion de mi película dicta. No siempre lo que escribo me convence. Puedo interactuar y mejorar el texto. Tengo esa oportunidad. No siempre estoy de acuerdo conmigo mismo.
CONÓCETE Y DESCONFÍA DE TI MISMO.
CUIDA TU RELATO
El Yo que se relata a sí mismo y a los demás tiene peligro. Hay que conocerlo para protegernos de sus errores, sus debilidades y sus ficciones.
No nos vendría mal un chequeo de ese Yo, de lo que se cuenta y le han contado, de lo que escucha, pero no lo podemos identificar en una muestra de sangre con análisis de sus moléculas, ni sale fotografiado en las pruebas de neuroimagen.
Disponemos de tecnología que permite detectar las señas de identidad en el iris, la huella dactilar, la cara, la manera de andar, de teclear en el ordenador o la firma. Gracias a esa tecnología podemos estar seguros de que el Yo que se expresa en el ojo, el dedo, la firma o la cara eres solo tú, pero no nos sirve para reconocer lo que sientes y padeces, lo que decides hacer o deshacer y lo que piensas acerca de todo ello.
Una reson