ADVERTENCIA
El propósito de Expande tu mente es informar y educar acerca de las drogas legales e ilegales, sus efectos, sus riesgos y la investigación científica sobre el uso terapéutico de ciertas sustancias psicodélicas en el momento de su escritura. El libro está dirigido a mayores de edad y se ampara en el principio de libertad de expresión e información, pero bajo ningún concepto es una guía o un manual ni sustituye el asesoramiento personalizado médico, legal o psicológico.
No debe interpretarse como invitación, recomendación, apología, incitación o estímulo para consumir sustancias psicoactivas, ya sea con fines recreativos, terapéuticos, espirituales o de cualquier otra índole. Tampoco debe entenderse como una aprobación o normalización del uso de dichas sustancias.
El autor y la editorial han aunado esfuerzos para garantizar que la información expuesta sea lo más rigurosa y actualizada posible, pero la ciencia, la medicina y las leyes son campos extensos que evolucionan constantemente y en los que conviven diferentes interpretaciones. Ni el autor ni la editorial asumen responsabilidad alguna por problemas de salud, daños físicos o psicológicos, consecuencias legales, económicas o cualquier otra situación derivada de la interpretación o aplicación del contenido de este libro, pues su objetivo es solo informar al lector.
Introducción
Para contarte por qué ha llegado este libro a tus manos y qué aprenderás con él, lo mejor es que me presente y te cuente brevemente cómo las sustancias psicoactivas entraron en mi vida.
Nunca he sido proclive al uso de drogas, ni legales ni ilegales. De hecho, de adolescente las consideraba algo únicamente malo, peligroso e innecesario, al igual que gran parte de la sociedad. Y es comprensible. La generación de mis padres y profesores vivió el nacimiento de la «guerra contra las drogas» y los estragos que produjo el abuso de heroína y otras sustancias que tanto nos han marcado socialmente. No obstante, estas sustancias me resultaban interesantes a nivel intelectual: veía con curiosidad cómo unas simples moléculas eran capaces de cambiar mucho a las personas, unas veces de forma divertida, pero otras de una manera muy negativa. Parecían una suerte de emociones cristalizadas que tomaban el control de quien las consumía, pero entre los adultos había consenso en que eran peligrosas, aunque luego muchos las tomasen. Me intrigaba por qué las personas se arriesgaban a hacer algo que, a juzgar por lo que decían en la tele y el colegio, solo traía problemas. ¿Por qué alguien en su sano juicio querría tomar algo que no ofrecía ninguna ventaja aparente y que no solo era peligroso, sino también potencialmente mortal? ¿Por qué estaban tan extendidas?
En mi adolescencia tardía, leí algunos libros sobre el tema escritos por el gran Antonio Escohotado y, después de años viendo que mis compañeros se emborrachaban y fumaban porros cada finde mientras yo bebía Fanta y demás sucedáneos, me dejé convencer para probar el alcohol —tras perder una apuesta absurda—, preguntándome si me ayudaría a superar mi timidez. En esos primeros vasos de Licor 43 con lima comprobé que esa sustancia psicoactiva podía tener una gran utilidad social y recreativa —supuse que de ahí vendría su legalidad—, aunque en exceso podía jugar malas pasadas.
La cafeína también tuvo un breve cameo en mi vida mientras preparaba la selectividad y los exámenes universitarios, en forma de café y bebidas energizantes llenas de azúcar. Cumplía bien su función de mantenerme despierto en mis maratonianas jornadas de estudio los días previos a los exámenes, aunque me dio alguna que otra noche de insomnio accidental. Pero ni siquiera me acerqué a otras drogas, menos si cabe a las ilegales. A pesar de que durante los años de carrera las tuve a mi alrededor, nunca me pareció que sus efectos compensasen el riesgo de consumirlas; no quería acabar como en los anuncios antidroga. No les encontraba beneficios tangibles más allá de lo que entonces imaginaba que sería puro hedonismo vacío y, en cambio, veía algunos de los problemas que suponían. Mi pensamiento seguía en consonancia con la norma social y legal de las drogas.
Mi forma de entender las drogas empezó a abrirse cuando, al acabar la universidad, durante una época me sentí vacío, apático, triste. Padecía depresión y, ante lo preocupados que estaban mi familia y amigos, acepté la ayuda de un buen profesional de la medicina —un psiquiatra— que me ofreció, no sin reticencias por mi parte, acompañar la psicoterapia con drogas de uso médico: antidepresivos y ansiolíticos. Aunque no fueron muy eficaces conmigo, sí me permitieron mostrarme lo bastante funcional como para intentar mejorar mi situación marchándome a Australia a estudiar y trabajar, en busca de un cambio de ánimo que, por desgracia, no llegó.
De regreso a España, viendo que mi situación no había mejorado, decidí aceptar el consejo de un buen amigo que me sugirió seguir ampliando mis horizontes farmacológicos y probar —fuera de la farmacopea común, pero de la mano de un profesional titulado— un enfoque que aún estaba en fase experimental, conocido como «psicoterapia asistida con psicodélicos» (PAP). Consistía en una psicoterapia que, en vez incluir el uso diario de antidepresivos y ansiolíticos, utilizaba, de forma muy puntual y en sesión vigilada, drogas alucinógenas como la psilocibina, el LSD (dietilamida del ácido lisérgico) o la MDMA para catalizar el proceso terapéutico.
Pese a la mala fama social de estas sustancias y a los casos de personas que habían tenido problemas al emplear estas drogas fuera de contextos terapéuticos supervisados, decidí encomendarme a la ciencia y probar. Me bastaron un par de sesiones de esta terapia tan intensa pero reveladora para sentir que me había reencontrado conmigo y con mi entorno, y que ya no necesitaba ningún tratamiento para seguir adelante con mi vida. Y así, dejando de lado mis prejuicios y expandiendo mi mente una vez más, entendí que, más allá de los riesgos de estas sustancias, también había un enorme potencial que explicaba por qué se han consumido durante milenios, aunque sus resultados no siempre fuesen tan positivos como en mi caso.
Comprendí lo que muchos ya sabían: había un enorme potencial en el uso controlado de las drogas, y eso contrastaba con mis ideas preconcebidas y con las de la mayoría de la sociedad. Lo que siempre me habían dicho sobre ellas no era del todo cierto; faltaba la parte positiva, así que Escohotado tenía razón. Me impactó tanto la eficacia que tuvo en mí una terapia tan desconocida y basada en sustancias que siempre había asumido que eran peligrosas y malas que me propuse, por un lado, ayudar en todo lo posible a la investigación y el desarrollo científico seguro de este nuevo enfoque terapéutico, dar a conocer los avances científicos en la materia y colaborar para que algún día estos tratamientos pudiesen estar disponibles de forma controlada y legal para las personas que los necesitan más que yo, gente que lleva años luchando sin éxito contra la depresión, la ansiedad, los traumas, las adicciones y otras enfermedades de la psique. Por otro lado, decidí que, mediante la educación y el conocimiento científico, libre de juicio, intentaría que la sociedad comprendiese mejor qué son realmente las drogas, tanto las ilegales como las de uso médico y las legales, con sus efectos y sus riesgos, una materia que había sido tan desconocida para mí. Además, quería poner mi empeño en que las personas tuviesen menos problemas y daños derivados de un uso imprudente y desinformado de estas sustancias, lo que desgraciadamente era y sigue siendo una realidad.
Llevado por una gran pasión, dediqué la siguiente década a trabajar en esas tres líneas: me formé en psicofarmacología, drogas y salud, dediqué toda mi energía a estudiar este ámbito y colaboré en la prevención y reducción de riesgos con