A la madre de todos oí; a sus muertos contemplaba, pensativa.
Desolada, contemplaba los cuerpos deshechos, los cadáveres sembrados en el campo de batalla.
¡Cómo invocaba a su tierra! Cómo lloraba con voz lastimera y decía:
Oh, absórbelos bien, tierra mía. ¡Que ni un hijo mío se pierda! ¡Ni un átomo!
[…]
En los vientos que soplan en los campos, devolvedme a mis hijos, devolvedme a mis héroes inmortales.
Entregádmelos, con un suspiro, cuando pasen los siglos, insufladme su aliento, que ni un átomo se pierda.
WALT WHITMAN, Redobles de tambor (1865)
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SHARK BAY
CONDUCIENDO
Hemos vuelto al coche, atrás vamos dejando ya Shark Bay. Esta bahía se encuentra en el extremo occidental de Australia y desde allí, en dirección a África, se divisa el océano Índico. En sus aguas someras, cristalinas, puede verse algo que, a primera vista, parece un bosque de enormes hongos acuáticos. Hay centenares de ellos y sus cabezas miden unos treinta centímetros de diámetro. Estos hongos están interconectados y conforman un paisaje irregular, compuesto de figuras caprichosas y canales que discurren bajo la superficie o que sobresalen de ella.
Los responsables de estas aglomeraciones son, en su mayoría, los microorganismos, entre los que se encuentran innumerables cianobacterias. Las cianobacterias no son gran cosa, unas criaturas minúsculas, más bien insulsas y, sin embargo, fundamentales en la historia de nuestro planeta. Sin ellas, la Tierra no habría podido transformarse en un hogar acogedor para uno de sus productos, la vida.
Las cianobacterias son un grupo de organismos muy antiguo. Hace unos tres mil millones de años, ellas, o sus ancestros, inventaron un tipo particular de fotosíntesis.[1] La fotosíntesis se sirve de la energía del sol para construir materia viva. Pero en este caso concreto se obtiene del proceso, como subproducto, oxígeno en forma de gas, ese mismo oxígeno que respiramos los animales como nosotros. Si hemos estado allí, en la bahía, inhalando el oxígeno del aire árido de Australia Occidental, es gracias a organismos como estos. A base de absorber dióxido de carbono, de romper las moléculas de agua con la fuerza de la luz, de unir los elementos para construir materia viva y liberar oxígeno en pequeñas bocanadas, transformaron poco a poco la atmósfera y, con ella, el planeta entero, hasta que la Tierra fue capaz de alimentar los motores orgánicos de la vida animal: los músculos, los sistemas nerviosos y los cerebros.
Las colonias de cianobacterias de Shark Bay tienen miles de años. Los cúmulos en forma de hongo reciben el nombre de estromatolitos, y este, el de Shark Bay, es el sistema de estromatolitos vivos más grande del mundo. Pequeños pececillos —beneficiarios, como nosotros, de la atmósfera que generaron esas diminutas células ancestrales— agitan la cola e hilvanan el enmarañado laberinto de canales.
Nos alejamos por una carretera que discurre entre dos franjas de tierra de color rojo anaranjado. Parece que la tierra está oxidada. Y eso es exactamente lo que ha ocurrido: se ha oxidado. El enrojecimiento de la tierra y las rocas se debe, por lo general, a una interacción entre el oxígeno y el hierro; el óxido de hierro, la herrumbre. Cuando las cianobacterias empezaron a exhalar oxígeno, este no se acumuló, al principio, en la atmósfera. Gran parte de él reaccionó con las rocas, que contenían diversos elementos, entre ellos el hierro. Fue la vida la que pintó de esta forma, la que sigue pintando, los rojos paisajes del desierto. Es probable que la franja rojiza que vemos pasar a toda velocidad junto a nuestro coche la hayan creado otros productores de oxígeno, posteriores a las cianobacterias, pero fueron ellas las que iniciaron el proceso; el que llevó al oxígeno, finalmente, a convertirse en gas.
Más al norte de Australia Occidental se llega a una tierra que no parece oxidada, que no es de un color rojizo anaranjado, sino intensamente rojo, cercano al color de la sangre, que es roja en nosotros debido a la misma interacción entre el oxígeno y el hierro.
Las cianobacterias se convirtieron también en el germen de los bosques, ya que los árboles y otras plantas verdes guardan en su interior descendientes domesticados de esos diminutos organismos. Las células del follaje de un bosque descienden de algas que engulleron a las cianobacterias y colaboraron con ellas en la construcción de materia viva a partir de la luz solar, del agua y el aire. Los restos de las cianobacterias aún se hallaban dentro de esas algas cuando se iniciaron las colaboraciones pluricelulares que, con el paso del tiempo, darían lugar a helechos, pinos, robles y a la hierba en general. En el lienzo de la Tierra, era el color verde de las plantas que exhalan oxígeno al crecer el que se extendía ahora por todas partes.
Los animales llegaron a tierra desde el mar, su hogar primigenio, cuando el verdear del planeta se encontraba en sus etapas iniciales, es decir, cuando los protagonistas eran aún los musgos, no los árboles. Aquel cambio de hogar lo inauguraron los artrópodos, el grupo que incluye a los insectos, los milpiés y las arañas. Después vendrían los vertebrados y demás. Las plantas se abrieron paso desde humedales y zonas liminares. Una vez que se afianzaron, aquellas torres con paneles solares convirtieron el suelo en un lugar donde los flujos de energía que iban desde el sol hasta la materia viva se intensificaron. Con las plantas y los animales apareció sobre la faz de nuestro planeta la tierra tal como la conocemos.
Con el paso del tiempo, los árboles se convirtieron en el hogar de primates, aves y otras criaturas. Algunos de esos primates bajaron después de las alturas y empezaron a vivir en extensas sabanas. Formaron grupos más grandes y, más tarde, sociedades; hablaban, bailaban, construían. Forjaron tecnologías y nuevos modos de organización social, se embarcaron en proyectos de colaboración fruto de la reflexión y la previsión y, finalmente, rediseñaron el mundo como ningún animal lo había hecho nunca antes.
Nuestro coche avanzaba gracias a que el combustible de su depósito se encendía con parte del oxígeno del aire. El combustible derivaba de plancton comprimido y otros organismos marinos que se asentaron en aguas tranquilas, y cuyos restos acabaron depositándose bajo tierra hace muchos millones de años. El acero del coche se había fabricado a partir de hierro y carbono, con la ayuda de grandes cantidades de calor producido por la quema de otros combustibles en hornos distantes.
Repasemos todo este proceso, pero acelerémoslo un poco. Las cianobacterias empiezan a emitir oxígeno a la atmósfera. El oxígeno impulsa la vida animal, primero en el mar y más tarde en la tierra. Los descendientes de las cianobacterias pasan a formar parte de las plantas. En tierra, un flujo de energía más intenso se abre paso bajo la luz abrasadora, junto con una maraña de plantas y nuevos animales que evolucionan interdependientemente. Y entonces, en nuestra propia línea evolutiva, un mamífero más bien anodino empieza a cambiar y acaba formando sociedades y desarrollando tecnologías. Y esto trae consigo, por último, una transformación de la atmósfera misma, pues el carbono enterrado y convertido en petróleo se quema deliberadamente con oxígeno derivado de la vida para empujar nuestro coche por la autopista del norte.
ESTE LIBRO
La historia de la vida incluye un desfile de nuevos organismos —nuevos cuerpos y mentes, nuevas formas—, pero también un rosario de nuevas acciones y sus efectos, nuevos modos de rehacer el mundo. La historia de la vida no se reduce solo a la aparición de nuevas criaturas sobre el escenario; los recién llegados modifican el escenario mismo.
Este libro nació del deseo de tratar en profundidad la historia de dichas acciones y la de cómo la vida ha modificado la Tierra. Mi propósito era observar el desarrollo de la vida a través de esa lente, desde ese ángulo, abordar la historia de los organismos entendidos como causas, más que como productos de la evolución. El fruto de esto es, en cierto modo, una historia alternativa de la vida, una historia centrada en «lo que se ha hecho», más que en «lo que ha llegado a existir». No se trata en realidad, aun así, de una historia distinta, sino de una perspectiva alternativa de una misma historia. Los dos aspectos —«lo que se ha hecho» y «lo que ha llegado a existir»— van de la mano; la actividad constructiva de los animales y otros organismos forma parte de la historia de la vida en la Tierra.
Mirar a través de esta lente altera nuestro punto de vista sobre muchas cosas: sobre los animales, la mente y nuestro lugar aquí. Uno de los resultados de hacerlo es una imagen dinámica de la Tierra, un planeta en continuo cambio debido a lo que hacen los seres vivos. Pensemos de nuevo en el oxígeno. El aire que respiramos, con su alto nivel de oxígeno, es en cierto modo una atmósfera «antinatural» para un planeta como el nuestro. El oxígeno es reactivo, agresivo, propenso a interactuar con todo lo que lo rodea. Cuando se bucea con «nitrox», aire enriquecido con oxígeno extra, existe una profundidad máxima segura para cada nivel de oxígeno contenido en el gas que se respira de la botella. Por debajo de ese nivel, el buceador se intoxicará con el propio oxígeno,[2] pues este elemento se concentra fruto de la presión a medida que se desciende. La molécula de O2 corriente, aunque reactiva, no es tóxica, pero el oxígeno en forma de gas, debido a las colisiones consigo mismo y con todo lo que lo rodea, da lugar continuamente a productos dañinos, «radicales de oxígeno», que se mueven como bolas de demolición eléctricas. Así pues, aunque bucear con aire enriquecido no comporta, en general, ningún riesgo, a medida que uno se aventura más y más en las profundidades es necesario que el nivel de oxígeno en el tanque descienda también proporcionalmente. Incluso la cantidad de oxígeno del aire común y corriente se vuelve tóxica si uno se adentra lo bastante en él. Recuerdo lo que decía, no sin cierto lirismo, el manual de un curso en el que me inscribí para aprender a bucear con nitrox: «El oxígeno es un gas desalmado».
La atmósfera rica en oxígeno de la que dependemos es algo que la vida puso ahí. Sin embargo, su existencia no se debe a la «vida» en general; esa confección de nuestra atmósfera es la consecuencia de una trayectoria histórica concreta.
Una vez que se empieza a observar nuestro planeta desde el punto de vista de la vida, entendida esta como causa, muchas cosas se antojan diferentes. La primera parte del libro se centrará, sobre todo, en esto. En ella hablaremos de la acumulación de nuevas formas de ingeniería y las transformaciones a que dieron lugar, y, especialmente, del papel que las acciones han desempeñado en este proceso junto con el de las mentes que lo guían.
Siempre que las mentes entran en escena, surgen enigmas filosóficos. Uno de esos enigmas, que te resultará sin duda familiar, es el de la problemática clásica del binomio «mente-cuerpo»: ¿cómo es posible que la experiencia de sentir o la consciencia existan en la naturaleza? Junto con esta cuestión se plantea otra ligeramente distinta: ¿qué hacen aquí las mentes?, ¿cuál es su lugar en el conjunto de los acontecimientos del mundo?
La respuesta inicial a esta segunda pregunta es que las mentes —mediante percepciones, pensamientos, planes e intenciones— guían la acción. Las acciones sirven a los intereses de los organismos y, se pretenda o no, son capaces de transformar el mundo. La acción humana deliberada sigue aún operando, formamos parte de una larga tradición de organismos con el poder de remodelar la naturaleza, y la historia de la Tierra incluye una secuencia de las diferentes formas en que esa remodelación se ha llevado a cabo. Esta historia comienza con los organismos unicelulares, abarca la evolución temprana de los animales y sus acciones, incluye una transición —el paso de la vida acuática a la terrestre— y se prolonga hasta el desarrollo de la vida social, la colaboración y la cultura. Un animal es un nexo, un lugar donde confluyen la percepción y la acción. También es un nexo donde el pasado se encuentra con el presente a través de las huellas que aquel ha grabado en la memoria. Las acciones, a su vez, tienen consecuencias que van más allá de la vida de quien las realiza, y el alcance de la acción animal cambia también a medida que las mentes se vuelven más elaboradas. La acción humana, por su organización social y complejidad técnica, es, en este sentido, especialmente poderosa.
Esta idea de una historia que sitúa las mentes, las humanas sobre todo, dentro de un linaje de agentes transformadores y que trata a esos agentes como parte de la historia de la Tierra fue la semilla del libro y es su tronco principal. A medida que dicho tronco crecía, otros temas surgían de él a modo de ramas. A menudo, el desarrollo de las ideas llevaba a un nuevo punto de vista desde el que cuestiones o temas particulares se veían de un modo muy diferente al de antes.
Esto vale también para el tradicional problema del binomio «mente-cuerpo». Vivir en la Tierra es el tercer libro de una serie. Los dos primeros, Otras mentes y Metazoos, trataban en parte de ese rompecabezas. Otras mentes partía de un rasgo particular de la historia de la vida animal: una antigua escisión en el árbol genealógico que por un lado conduce a nosotros y por el otro al pulpo, junto con muchos otros animales invertebrados. El libro se organizaba a partir de comparaciones entre nuestras vidas y las suyas, y se servía de dichas comparaciones para explorar cómo surgieron las mentes. El segundo libro, Metazoos, se centraba en un grupo de animales más amplio y ofrecía una explicación más completa de la evolución de la experiencia sensorial. Vivir en la Tierra, el tercero de la serie, se ocupa, como ya he dicho, de otra vertiente de la historia: la mente como causa y no como producto (lo he escrito sin dar por sentado que los lectores conocen los otros dos). Pero cuando lleguemos a los humanos, al lugar que ocupa nuestra especie en la historia, podremos volver de nuevo a la relación entre la mente y el cuerpo y seguir avanzando en ella.
En mi opinión, la visión «dualista» que separa tajantemente la mente del cuerpo está superada, o eso espero. Nada añadiré en este libro sobre por qué deberíamos ver la mente como un fenómeno biológico y no