Los orígenes de la ciencia moderna

Herbert Butterfield

Fragmento

libro-2

PRÓLOGO

HERBERT BUTTERFIELD, UN HISTORIADOR AL QUE LA CIENCIA NO LE FUE AJENA

José Manuel Sánchez Ron

Cuando en 1949 apareció The Origins of Modern Science de Herbert Butterfield (1900-1979), la Historia de la Ciencia no era la disciplina que es ahora. Eran pocos los verdaderos, profesionales, historiadores de la ciencia, y la disciplina tenía muy poca presencia en universidades. En un artículo publicado en 1956 en la Encyclopedia Americana, George Sarton (1884-1956), un belga que se había formado en Química y Matemáticas y que a partir de 1920 encontró en la Universidad de Harvard el hogar académico que buscaba para promover la institucionalización de la Historia de la Ciencia, de la que él llegó a ser su principal impulsor, escribió:

Como la Historia de la Ciencia es una disciplina nueva, su enseñanza es muy reciente. El Collège de France designó en 1892 el primer cuerpo docente consagrado a este objeto, pero el nombramiento de profesores ineptos hizo fracasar la gran aspiración de sus creadores. Hoy, transcurridos ya sesenta años (y en opinión de quien esto escribe), los administradores de las universidades tienen aún que aprender a valorar: 1) la importancia de estos estudios; 2) la necesidad de confiarlos a personas eruditas y poseedoras de la necesaria formación (científica, histórica, filosófica); 3) el imperativo de dedicar todo el tiempo del educador a esta tarea, difícil y todavía en estado experimental. Con harta frecuencia se ha confiado esta misión como tarea añadida a hombres que, por eminentes que sean en otros campos del saber, no estaban capacitados para enseñar la historia de la ciencia.

La enseñanza de la historia de la ciencia está bastante bien organizada, aunque en formas diferentes, en varias universidades europeas y asiáticas, como las de Londres, París, Frankfurt, Moscú y Angora, y en unas pocas universidades estadounidenses como son Harvard, Wisconsin, Cornell, Yale, Johns Hopkins y Brown. En esas universidades se pueden proseguir los estudios hasta obtener el doctorado. Los historiadores profesionales de la ciencia son, sin embargo, sumamente raros todavía.

Como vemos, Sarton aludía a la Universidad de Cambridge, pero el alma mater de científicos legendarios, cumbres de la ciencia, como Isaac Newton o Charles Darwin, ya había comenzado unos años antes a mostrar interés por la historia de la ciencia: en 1947 había establecido un comité para estudiar cómo introducir de manera regular su enseñanza. Hay que tener en cuenta cuándo ocurría esto: dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, una contienda que había dejado prístinamente clara la importancia de la ciencia, no en vano su punto final lo pusieron dos artefactos creados por científicos, físicos en este caso: las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Y no hay que olvidar tampoco la importancia —mayor, de hecho, que la aplicación a la guerra de la fisión del uranio y el plutonio— que tuvo el desarrollo del radar. Antes se podía admirar a Albert Einstein, con sus maravillosas teorías de la relatividad especial y general, o a los físicos que crearon ese espectacular y absolutamente sorprendente edificio llamado mecánica cuántica, pero con la guerra la ciencia había dado un salto de nivel, completando la fascinación intelectual que podían producir sus conquistas con una relevancia política, militar, social y pronto económica también, jamás alcanzada antes.

El chairman de aquel comité fue Herbert Butterfield. Y confirmando la aseveración de Sarton de que «con harta frecuencia» se había confiado la misión de enseñar la historia de la ciencia a profesores eminentes, pero en otros campos del saber, las primeras lecciones —conferencias más bien— que se dieron en el Cambridge inglés sobre esa materia estuvieron a cargo, en 1947, de George N. Clark, regius professor de Historia Moderna, a quien siguió poco después Michael M. Postan, professor de Historia Económica. Como indica en la «Introducción» de Los orígenes de la ciencia moderna, Butterfield, fellow desde 1928 de Peterhouse, el college al que estuvo adscrito desde su llegada a Cambridge en 1919 (y del que llegó a ser master entre 1955 y 1968), continuó en 1948 la senda abierta por sus colegas (el presente libro fue una reelaboración de sus conferencias). Y como estos, ni la ciencia ni su historia eran su especialidad: él era, y continuó siéndolo el resto de su vida, un historiador tradicional, autor por entonces de libros como The Historical Novel (1924), The Peace Tactics of Napoleon (1929), The Whig Interpretation of History (1931), Napoleon (1939), The Statecraft of Machiavelli (1940), The Englishman and His History (1944) y Lord Acton (1948). De todos estos, el más celebrado, y también el más comentado y cuestionado fue, y sigue siéndolo, La interpretación whig de la historia (whig es el antiguo nombre del Partido Liberal británico). Lo que allí criticaba Butterfield era la tendencia a ver, a entender, el pasado con los ojos del presente. Justo al comienzo de su libro, en el «Prefacio», escribía:

Lo que aquí se discute es la tendencia de muchos historiadores a escribir del lado de los protestantes y de los whigs, a ensalzar revoluciones una vez que han resultado exitosas, a hacer hincapié en ciertos principios de progreso en el pasado y a producir un relato que constituye una ratificación, sino la glorificación, del presente.

Butterfield era, por supuesto, consciente de que sus limitaciones en el dominio de la historia de la ciencia («Como es lógico —reconoce en la “Introducción”—, nadie se imagina al simple “historiador general” pretendiendo enfrentarse al problema de los descubrimientos más recientes de cualquiera de las ciencias naturales»), pero lo que él y su universidad buscaban no era tanto reconstrucciones detalladas de episodios de la historia de la ciencia, producto de estudios pormenorizados en archivos especializados, sino visiones generales que pudieran servir tanto a los estudiantes de Letras como a los de Ciencias, una tarea para la que una persona «de Letras» como él acaso fuese más adecuada que una «de Ciencias». Por otra parte, y como muestra Los orígenes de la ciencia moderna, sus conocimientos de historia de la ciencia no eran en absoluto despreciables, al menos para el tema y periodo que eligió, hasta el punto que es por este libro y por La interpretación whig de la historia por lo que es más recordado, obras que seguramente ayudaron a que en 1963 fuera nombrado regius professor de Historia Moderna de la Universidad de Cambridge, cátedra que ocupó hasta su jubilación en 1968.

En su autobiografía, Haciendo historia, el gran hispanista John H. Elliot, que fue estudiante de doctorado de Butterfield, nos dejó una visión de su director que ayuda a comprender cómo es que realizó aportaciones a campos históricos diferentes, y en particular la historia de la ciencia, una disciplina no cultivada por sus colegas, los historiadores generales:

Consulté a Herbert Butterfield, quien mostró, tanto entonces como después, dotes de intuición que le hacían, al menos en lo que a mí concierne, el supervisor de investigación ideal, por más que negara un conocimiento experto en historia de España. De algún modo, parecía intuir el tipo de problemas que probablemente habrían de surgir y me escribía encomiables cartas de ánimo y consejo cuando las cosas parecían ponerse espe

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