Ana de las tejas verdes 4 - Más aventuras en Avonlea

Lucy Maud Montgomery

Fragmento

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CAPÍTULO 1

LA SUSTANCIA DE LAS ESPERANZAS

 

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UNA TARDE DE VERANO, EN PLENAS VACACIONES, Ana estaba sentada en el sofá de cuero de la cocina de las tejas verdes leyendo una carta.

—Ana —dijo Davy en tono suplicante tras acomodarse a su lado—, tengo muchísima hambre.

—Te daré un trozo de pan con mantequilla dentro de un momento —respondió la joven distraída.

Estaba claro que la carta contenía alguna buena noticia, porque Ana tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes.

—Pero es que no tengo hambre de pan con mantequilla —protestó Davy con fastidio—. Tengo hambre de tarta de ciruelas.

—¡Qué curioso! —exclamó Ana riendo. Al final dejó la carta y abrazó al niño—. Pues ese tipo de hambre se aguanta muy bien, pequeño Davy. Ya sabes que una de las normas de Marilla es que entre horas solo podéis comer pan con mantequilla.

—Bueno, pues entonces dame una rebanada de pan... por favor.

Davy por fin había aprendido a pedir las cosas «por favor», aunque por lo general lo decía al cabo de unos instantes, como si siempre estuviera a punto de olvidársele. El muchacho miró encantado el generoso pedazo de pan que Ana le preparó.

—Tú siempre pones mucha mantequilla, Ana. Marilla extiende una capa muy fina, pero yo creo que el pan pasa mucho mejor cuando tiene un montón de mantequilla.

La rebanada desapareció de inmediato. Después Davy bajó del sofá, dio un par de volteretas sobre la alfombra y, cuando quedó sentado, anunció sin previo aviso:

—Ana, he tomado una decisión. Yo no quiero ir al cielo.

—¿Por qué no? —preguntó Ana muy seria.

—Porque el cielo está en el desván de Simon Fletcher, y Simon Fletcher no me cae bien.

—Que el cielo está... ¡en el desván de Simon Fletcher! —Ana se quedó tan asombrada que ni siquiera fue capaz de reírse—. Davy Keith, ¿quién te ha metido esa idea en la cabeza?

—Milty Boulter. Me lo dijo el domingo pasado en catequesis. Yo le pregunté a la señorita Rogerson dónde estaba el cielo, y ella se ofendió muchísimo. Ya estaba enfadada de antes, porque cuando nos preguntó qué le dejó Elías a Eliseo cuando se fue al cielo, Milty Boulter contestó que «Su ropa vieja», y todos nos echamos a reír antes de pensarlo. Ojalá pudiéramos pensar primero y hacer las cosas después, porque así algunas veces no las haríamos. La señorita Rogerson me contestó que el cielo estaba donde estaba Dios y que no debía hacerle ese tipo de preguntas. Milty me susurró: «El cielo está en el desván de mi tío Simon, te lo explicaré de camino a casa». A Milty se le da muy bien explicar cosas. Aunque no tenga ni idea de algo, se inventa un montón de historias y te lo explica de todas formas. El caso es que un día acompañó a su madre al funeral de la hija de su tío Simon, su prima Jane Ellen. El pastor aseguró que Jane Ellen se había ido al cielo, aunque Milty dice que estaba justo delante de ellos, en el ataúd. Pero supuso que después la subieron al desván, porque, cuando todo acabó, Milty y su madre entraron en la casa y Milty le preguntó a la señora Boulter que dónde estaba el cielo al que se había ido Jane Ellen. Ella señaló hacia el techo y contestó «Ahí arriba». Milty sabía que encima del techo no había nada más que el desván, y así fue como se enteró de que ahí es donde está el cielo. Desde entonces, le da un miedo terrible ir a visitar a su tío Simon.

Ana sentó a Davy en su regazo y trató de desenmarañar lo mejor que pudo el enredo que el muchacho tenía en la cabeza. Estaba mejor preparada para ello que Marilla, pues recordaba su propia infancia y comprendía de manera instintiva las extrañas ideas que a veces se les ocurren a los niños de siete años. Marilla y Dora volvieron del huerto justo en el momento en que Ana terminaba de convencer a Davy de que el cielo no estaba en el desván de Simon Fletcher. Dora era feliz cuando podía ayudar con cualquier cosa. Nunca había que repetirle cómo se hacían las cosas y nunca se olvidaba de cumplir las pequeñas tareas que le asignaban. Davy, por el contrario, era descuidado y olvidadizo, pero en cambio sabía ganarse el cariño de la gente, y por eso Ana y Marilla tenían predilección por él.

Poco después, mientras los niños pelaban guisantes, Ana le comunicó a Marilla las buenas noticias que contenía la carta que había recibido.

—Ay, Marilla, ¡qué ilusión! He recibido una carta de Priscilla y dice que la señora Morgan está en la isla, y que, si nos parece bien, el jueves vendrán a Avonlea. Llegarán sobre las doce, pasarán la tarde con nosotras y después se irán al hotel de White Sands, porque la señora Morgan tiene unos amigos estadounidenses alojados allí. ¿No es maravilloso? ¡Apenas puedo creerme que no sea un sueño!

—No exageres, Ana. La señora Morgan es una persona normal y corriente —le espetó Marilla con brusquedad, a pesar de que ella también estaba emocionada. La señora Morgan era una mujer famosa, y recibir una visita suya no era algo que ocurriera todos los días—. Entonces ¿se quedarán a comer?

—Sí. Oye, Marilla, ¿puedo cocinar yo todo el almuerzo? Me gustaría sentir que soy capaz de hacer alguna cosa por la autora de El jardín de botones de rosa, aunque solo sea hacerle la comida. No te importa, ¿verdad?

—Pues claro que no, desde luego que no me importa que sea otra persona quien se ponga a guisar en pleno julio.

—¡Gracias! —exclamó Ana como si Marilla acabara de hacerle un favor tremendo—. Pensaré el menú esta misma noche.

—No intentes cocinar cosas demasiado rebuscadas —le aconsejó Marilla un poco alarmada—. Seguro que terminas arrepintiéndote si lo haces.

—No cocinaré nada que no solamos preparar en las ocasiones especiales —le aseguró Ana—. Eso sería arrogancia, y aunque sé que no tengo tanta sensatez como debería tener una maestra de diecisiete años, no soy tan tonta. Quiero que todo salga lo mejor posible. Para empezar, haré una sopa ligera... Y después un par de pollos asados. Le pediré a John Henry Carter que venga a matarlos. Davy, no dejes en la escalera esas vainas de guisante, alguien podría resbalarse si las pisa. Como acompañamiento, prepararé guisantes, judías y puré de patatas, aparte de una ensalada de lechuga —continuó Ana—. Y de postre, tarta de limón con nata, y café, queso y bizcochos. Mañana haré la tarta y los bizcochos y lavaré mi vestido de muselina blanca. Y debo avisar a Diana esta misma noche, porque ella también querrá tener

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