La cocina de los valientes (edición actualizada)

Pau Arenós

Fragmento

Instagram, Twitter, Tripadvisor... pero ¿de verdad estamos hablando de cocina?

Hubo un tiempo en el que la gente iba al restaurante con hambre, ilusión y curiosidad. La experiencia se contaba después con los recuerdos, sin importar las imprecisiones. Solo los profesionales tomaban nota y los amantes de la fotografiaban sacaban con apuro y timidez cámaras del tamaño de camiones para imágenes que jamás alcanzarían la calidad de las de los fotógrafos profesionales, conseguidas bajo oleadas de luz. Esa minoría se ha transformado en legión y la llegada de un plato a un mantel es celebrada con alzamiento de móviles.

No retratar lo que comerás es una forma de automarginación y de insana impaciencia mientras el resto de los comensales pierde el tiempo buscando el ángulo correcto para una foto sin valor. Pero qué importa: lo relevante es la posesión del incruento trofeo para mostrar después en las redes sociales. Lo decisivo no es estar y disfrutar, sino exhibir.

¿Cómo se habría contado la plenitud de la cocina de vanguardia (1994-2011) de haber coincidido con la apoteosis de Instagram? Cuando cerró El Bulli (julio del 2011), la red de las fotos maquilladas solo llevaba un año en funcionamiento. Aquella transformación de la cocina que nominé con un nombre entre duro y tierno (tecnoemocional) y que se sostuvo durante tres lustros esplendorosos —y que sigue de un modo menos estresante— habría vivido una popularización mayor y más arrebatada, empujada entonces por los medios de comunicación tradicionales y el incipiente Twitter (2006).

Los secretos de los sacerdotes se habrían difundido con el impulso de la riada, no solo desde el coro periodístico, sino desde el pueblo, en esa demagogia populista de ciudadano-a-ciudadano que gusta y que tranquiliza pues el emisor-es-uno-de-los-nuestros y no un podrido-de-la-élite. Se acusó entonces a los gacetilleros especializados de frívolos, de banales, de estar pendientes de los humos y de los alquimistas baratos, de dar cancha a genios de mercadillo.

Resulta sencillo imaginar —solo hay que meter la cabeza en un bombo centrifugador— qué habría pasado entonces de rozarnos con la histeria actual de las fotos tuneadas de Instagram y los hiperbólicos comentarios. La rabia de Twitter y la narrativa del yo de Facebook. Yo-yo-yo: yo he comido, yo he estado, yo conozco. Y no me importa quién seas tú (receptor) porque solo me intereso yo (emisor).

Millones de voces hablando a la vez generando ruido y poca reflexión. Constato también que a uno solo le parece mal la grandilocuencia ajena, jamás la propia. Leo tuits de puros de corazón que dan hachazos a los que explican con desmesura esta o aquella comida —o tendencia, o creencia, o actitud—, cayendo en el mismo pecado gesticulador para alabar a los suyos. Porque, sí, hay una dialéctica de nosotros y de vosotros, de cocineros auténticos (¡producto, producto!) y de bastardos (¡producto e imaginación!). Lo justo es defender un todos integrador.

Twitter, Facebook, Pinterest o Instagram no han cambiado la cocina, pero sí el modo de consumirla. La ficción timonea el discurso gastro. Los platos tienen que ser bonitos o no son fotografiables, lo que da una coz a una parte de las cocinas y de los cocineros. La verdad cruda, sin afeites, ha dejado de existir. La cocina tradicional fue apeada de la pasarela de modelos, que exalta la belleza de lo fabricado en los laboratorios de las tendencias. Son las multinacionales de la alimentación, en sus muy distintas reencarnaciones, las que determinan qué nos meteremos en la boca. Deciden que nos conviene el kale, el aguacate y la espirulina, y el influencer actúa de brazo tonto de esa armada. Los auténticos superalimentos son el arroz, el trigo, el maíz, la patata, la soja, que han salvado a la Humanidad de las hambrunas.

El estilista de platos ejerce una profesión parecida a la del tanatopractor: embellece cadáveres. Desagrada lo feo e imperfecto porque nos colocan ante lo real, y lo real incomoda. La naturalidad —que no naturaleza porque cocinar es transformar— se expresa de manera brutal para la Sociedad de la Imagen Compartida. La cocina avanzada, que dedica tiempo a la escenografía, podría haberse beneficiado, aunque los instagrammer solo habrían llegado a la superficie, a los ropajes, dejando intacta el alma.

Ya nada podrá ser como antes, cuando al sentarse en un restaurante había cierto misterio. Primero los libros y las revistas, de una manera pausada, y después los congresos, de un modo tumultuoso, cambiaron el acceso a la información. Guardar secretos se consideró algo mal visto, propio de mezquinos de otros tiempos, de cocineros que deshonraban la profesión al escatimar generosidad. En algunos casos, el aperturismo fue un bumerán que, al regresar, partió dientes: dio pie a la copia loca, desmesurada e irracional (¿acaso no lo imaginaban al subir a los escenarios?) y al descubrimiento de intimidades que los disgustados con la modernidad usaron para apalear.

Propongo una moratoria: regresar a los restaurantes sin saber en qué están trabajando, curiosear en Twitter e Instagram solo después de haber comido. Ser, de alguno modo, vírgenes, pero no idiotas: siempre hay que saber dónde y a qué se va. Con las toneladas de información que circulan, ir al lugar equivocado es perderse en una autopista. Preservar el misterio es multiplicar el deleite. No habría que hacerse el listillo en el restaurante —«oh, sí, esto lo hacéis con metilcelulosa, ¿no?», «amigo, se os ido la mano con la kappa», «está kombucha está un poco pocha»—, sino regocijarse con lo desconocido, y querer saber más a continuación. Gozo más con una crítica cinematográfica después de haber visto el filme que antes. El placer completo sería leerla dos veces, antes y después.

Este prólogo da la bienvenida a la nueva edición de La cocina de los valientes (LCV), que fue escrita también con determinación notarial (2006-2011), esto es, con el propósito de registrar quién hizo qué y en qué momento. Fue prudente porque menudean los cuatreros. La memoria está hecha de espuma, así que pierde consistencia con rapidez. Nadie recuerda, a veces de manera intencionada, para aprovecharse; otras, por bendita —y oportuna— ignorancia. El caso es que si no se fija el conocimiento, este pasa a manos de los desaprensivos, que lo usan en provecho propio con desfachatez. El problema no es sacar de la bolsa común —puesto que los chefs son conscientes de que si el saber se expone es para compartirlo—, sino de tener la cara de sura de silbar y dar a entender que son los artífices.

Durante el proceso de escritura de LCV, pedí a nueve restaurantes (El Bulli, El Celler de Can Roca, Quique Dacosta, Sant Pau, Arzak, Calima —después Dani García—, Martín Berasategui, Akelarre y Mugaritz) técnicas y conceptos/filosofía desarrollados por ellos para que cada lector llegara a sus conclusiones sobre qué aportó cada uno y en qué momento. Entonces me pareció

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