Las mejores recetas de la historia

María José Martínez (Las Recetas de MJ)

Fragmento

cap-1

En Mesopotamia los hombres dejaron de ser nómadas y se asentaron por vez primera para labrar la tierra. Allí nacieron las ciudades-estado y los primeros imperios. No solo surgió la agricultura, también la escritura, el comercio y la rueda. Sumerios, acadios, amorreos, asirios, caldeos... Antes del reinado persa, la civilización se abrió paso en Mesopotamia durante la friolera de ocho mil años. Grandes reyes y ciudades espléndidas se fueron sucediendo a orillas del Éufrates y el Tigris durante todos esos años, hasta que llegaron los persas.

Ciro el Grande fundó el Imperio persa y se convirtió en el rey más poderoso del mundo. Darío fue el mejor gobernante, pacificó la zona y consiguió que estuviera comunicada de forma extraordinaria. Su hijo Jerjes (nieto materno de Ciro) heredó el mayor imperio jamás conocido: se extendía desde más allá de Egipto hasta casi la India. Su enorme ejército hizo frente a todas las rebeliones que fueron surgiendo. La destrucción de la gloriosa ciudad de Babilonia o el sometimiento de Egipto fueron pruebas de su implacable poder. No hicieron el mismo trabajo sus sucesores, enfrascados en guerras civiles que acabaron debilitando el imperio. Un siglo y medio después de que Jerjes incendiara Atenas, el conquistador macedonio Alejandro hizo lo propio con Persépolis y puso fin al dominio aqueménida. Siglos después, la dinastía de los sasánidas devolvió la gloria a los persas.

La comida

Teniendo en cuenta la gran extensión del imperio, debió de haber una alimentación muy variada con múltiples influencias: Egipto, Grecia, la India, incluso China.

Tanto los antiguos mesopotámicos como los egipcios llegaron a producir una gran diversidad de alimentos gracias al desarrollo de la agricultura: trigo, cebada, legumbres, cebolla, ajos, berenjenas, higos, dátiles, granadas, melones o almendras. Antes y durante el período persa se amplió aún más la variedad de frutas y verduras cultivadas: melocotones, zanahorias, espinacas, nueces, sandías, uvas, limones, naranjas... ¿Hay alguna verdura o fruta en Europa que no provenga de Oriente Próximo? ¿O de América?

El rey Darío puso especial empeño en la búsqueda y producción de nuevos alimentos. Las especias y la caña de azúcar llegaron de la India a través del comercio. El arroz pudo haber llegado de China, aunque no se sabe exactamente en qué época. El pan y la cerveza eran alimentos básicos. El pescado, la ganadería, la caza y el vino llevaban tiempo unidos a la fiesta. Las carnes domésticas principales eran el cordero, el pollo, el buey o el caballo. De la vaca, la cabra y la oveja se obtenía la leche, un ingrediente primordial para los persas.

En Mesopotamia y en todo el Imperio persa la cocina se sofisticó. No solo se cocinaba a la brasa, también aparecieron la fritura y las cocciones largas, que ablandaban las carnes y se mezclaban con todo tipo de verduras, frutas y especias. Se extendió el uso de los aceites vegetales, de oliva y de sésamo. Hablamos de varios siglos transcurridos en tierras grandes y distantes, de imperios en movimiento que fueron asimilando todo aquello que iban conquistando, incluida la alimentación.

Tras los sasánidas, llegaron a dominar estas tierras los árabes, y su poder se extendió más allá de lo imaginable, hasta el norte de África y la península Ibérica. Fueron los árabes quienes llevaron muchos de estos alimentos a Europa, incluso más que los griegos y los romanos. Pero eso lo veremos más adelante.

Trescientos espartanos

En el 480 a. C. Jerjes se dispuso a vengar la humillante derrota que su padre Darío había sufrido ante los griegos. El ataque de su ejército, por tierra y mar, debía ser definitivo y supondría someter de una vez por todas a las orgullosas ciudades griegas. Estas ciudades estaban en guerra continua entre sí, salvo cada cuatro años, cuando se celebraban las Olimpiadas, o cuando algún enemigo exterior atacaba. En ese caso, solían unirse por su propio interés y supervivencia.

Cuando Jerjes entró en Grecia sin apenas oposición, su ejército se vio frenado en el desfiladero de las Termópilas, donde le esperaban el rey Leónidas de Esparta y sus trescientos espartanos. En realidad, no eran solo trescientos, ya que cada espartano luchaba junto con varios de sus esclavos y también se unieron a aquella batalla soldados de otras ciudades. En cualquier caso, la desigualdad en número era exageradamente favorable para los persas. El propio Jerjes comandó a su ejército en una batalla decisiva para abrirse paso hasta el corazón de Atenas. Sin embargo, delante tenía nada menos que a Leónidas y sus espartanos.

Esparta era una ciudad absolutamente entregada a su ejército. Los niños iniciaban su vida militar a los siete años. Desde ese momento dejaban de pertenecer a sus padres para servir al Estado. El entrenamiento era durísimo, tanto física como mentalmente. Su escudo era el símbolo de su valor. Cuando las madres despedían a sus hijos, que marchaban a la guerra, les decían: «Con el escudo o sobre él». Es decir, o volvían victoriosos con el escudo o muertos sobre él. No existía mayor deshonra para una familia que tener un hijo cobarde. No era un pueblo conquistador, lo justo para disponer de suficientes recursos y, muy especialmente, de esclavos. La comida más famosa del soldado espartano era el caldo negro, hecho a base de cerdo y salsa de su sangre y vino. Al parecer, era tan poco sabroso que se decía que para comerlo era necesario acompañarlo de tres ingredientes: cansancio, hambre y sed.

Así eran los espartanos a los que Jerjes hizo frente en las Termópilas. Su grupo de élite formado por diez mil soldados se estrellaba una y otra vez contra Leónidas. Es probable que nunca hubieran podido cruzar aquel desfiladero si los espartanos no hubieran sido traicionados. Un paso oculto, solo conocido por los griegos, permitió a Jerjes avanzar, rodear y aplastar a los espartanos. Cortó la cabeza de Leónidas y la empaló. Pero los espartanos no murieron en vano. La flota persa fue sorprendentemente destruida y Atenas, con todos sus recursos y habitantes evacuados, solo pudo ser incendiada. Jerjes y su ejército, ante la imposibilidad de someter a los griegos, regresaron inexplicablemente con el rabo entre las piernas.

El gran rey persa vivió el resto de sus días retirado en su envidiable harén, construyendo y ampliando palacios en Persépolis, lo más alejado posible de los griegos. Murió a los cincuenta y tres años, asesinado por el jefe de su guardia real, lo que dio origen a todo tipo de intrigas palaciegas. Un final muy de la época.

En el cine

Uno de los cuatro episodios de la magistral Intolerancia (Intolerance, 1916), de D. W. Griffith, narra la caída de Babilonia a manos de Ciro el Grande.

Pero, por alguna razón, el cine no ha prestado demasiada atención a esta época tan apasionante. Lo más cercano serían las adaptaciones de algunos pasajes de la Biblia, donde se habla de muchos reyes y acontecimientos de la Antigüedad. Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956), de Cecil B. De Mille, se centra en Egipto y el éxodo hebreo. Sansón y Dalila (Samson and Delilah, 1949), también de De Mille, se ambienta en la Palestina de los filisteos. La Biblia (The Bible: In the Beginning, 1966), de John Huston, transcurre desde el principio de los tiempos hasta la construcción de la torre de Babel, pasando por el Diluvio Universal o Sodoma y Gomorra. Salomón y la reina de Saba (So

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